BEATRIZ SARLO: «LA REPRESENTACIÓN ES UNO DE LOS MOMENTOS MÁS RADICALES DE CADA ARTE»

BEATRIZ SARLO: «LA REPRESENTACIÓN ES UNO DE LOS MOMENTOS MÁS RADICALES DE CADA ARTE»

por - Entrevistas
14 May, 2019 11:58 | Sin comentarios
Beatriz Sarlo no precisa de una presentación. En esta entrevista la reconocida ensayista habla exclusivamente de cine.

Los pliegues de la vida cotidiana, la cultura audiovisual, la literatura, la política, los medios de comunicación, la música, el arte reciben, a lo largo de la obra de Beatriz Sarlo, una mirada cercana que hace foco en el detalle, desde el lugar más próximo posible, pero no de complicidad. “Salgo y voy caminando hasta un cine donde proyectan un policial de Kurosawa. Más o menos por la mitad de la película, un chico descubre dos cuerpos que yacen, boca abajo, sobre unas esteras; los ve a través de cortinas transparentes que apenas se agitan. Dos hombres llegan adonde está el chico, que les indica los cuerpos y les dice: ‘Están dormidos’. Uno de los hombres se lleva al chico: el otro aparta las cortinas y comprueba que nadie duerme sobre las esteras. Los cuerpos son cadáveres. Parece increíble, pero el ‘gusto de la muerte’ era más fuerte en esas imágenes de un crimen cinematográfico que en todo lo que había visto ese día”, cuenta Sarlo –aludiendo a “el gusto por los gustos” que se menciona en un poema de Boris Vian– en uno de sus tantos ensayos que se inspiran en el cine para analizar la cultura contemporánea. En otro fragmento, escribe: “Como los filmes y las novelas, la historia vive de los cortes, de lo que se saltea, de lo que pasa a segundo plano y se desvanece. La historia es toda ella una perspectiva. Construir una historia es encontrar un punto de vista para contarla: cuáles son las voces que se escuchan nítidamente, cuáles son los personajes principales. Desde una hipotética perspectiva de Dios (desde donde todo podría verse al mismo tiempo), la historia es imposible. Para Dios, la historia no existe. Dios ni olvida ni recuerda”[1]. Si sus numerosas apariciones públicas suelen girar alrededor de sus intervenciones en el campo intelectual y en la crítica literaria, esta conversación lleva la atención a su extensa, sostenida y apasionada afición por el cine.

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Julia Kratje: Quisiera comenzar la entrevista con una pregunta en torno a tu experiencia como espectadora de cine, sobre la que has escrito algunos ensayos narrados en primera persona, como el relato de cuando conociste a Susan Sontag en Nueva York durante la proyección de Berlin Alexanderplatz[2], donde te referís a las salas –la Lugones, el Sha, el Instituto Goethe– que funcionaron como “aguantaderos culturales” durante la dictadura cívico-militar. Allí, señalás que, como espectadora, lo que te moviliza es un espíritu de cinemateca: no mirás películas fuera de la sala de cine. Entonces, ¿cómo caracterizarías tu cinefilia? ¿Y cómo surge tu amor por el cine?

Beatriz Sarlo: Es muy difícil pensar cómo eso surge, porque cualquier generación muy anterior a la mía, la de mi madre por ejemplo, tenía una cinefilia, claro que de diferente contenido y de diferente orientación. Por qué persistí en ese amor por el cine sería otra pregunta, ya que mi entorno familiar no ha producido ninguna influencia en mi gusto. Pero el cine es un fenómeno que me trasciende ampliamente: soy más bien una repetición de un hábito de consumo cultural, puesto que, no existiendo la televisión hasta mediados de los cincuenta, las generaciones anteriores y mi propia generación tenían al cine como medio fundamental de entretenimiento audiovisual [3]. Más tarde, en 1959, el año que ingresé a la Facultad de Filosofía y Letras, para todos aquellos que teníamos un interés en el cine era inevitable ir al Lorraine, que quedaba donde ahora está la librería Losada sobre la calle Corrientes. Con el esnobismo propio de los primeros años de la carrera, pensábamos que teníamos que ir ahí y no al Ópera, en el que se veían los grandes estrenos (pese a que Fellini o Antonioni perfectamente podían estrenarse en el Ópera). El Lorraine repetía bastante su programación: daba mucho Bergman, algún cine francés de calidad, como La kermesse heroica, y no mucho más, porque la circulación de películas era restringida, es decir, tenían que haberse estrenado en Buenos Aires para que las ocho o nueve latas llegaran al Lorraine. Es allí donde comienza mi afición por el cine, sin que la palabra cinefilia existiera, porque es una palabra anacrónica; no en el sentido de vieja sino en el sentido de que no encuentra temporalidad. Recuerdo que con Eduardo de Gregorio, antes de que viajara para desarrollar su profesión de guionista en París, íbamos mucho al cine, pero no nos considerábamos cinéfilos, sino en todo caso aficionados. La palabra cinéfilo no entra en mis recuerdos lexicales; más bien, es posterior y, por eso, digo que resulta anacrónica, ya que aplana la temporalidad. Yo no me autodenomino cinéfila, como tampoco me denominaría con ningún neologismo que me acercara al arte: me gusta la literatura, me gusta la pintura, me gusta la música. Por esa época, mi primer registro de que existen cosas como festivales no es Cannes, porque los festivales no estaban cubiertos como si fuesen catástrofes atómicas en las primeras planas de los diarios, sino el San Martín, cuando todavía la sala no se llamaba Lugones, donde se daban algunas películas que se habían proyectado en Mar del Plata. Ese es mi primer registro de que hay películas que viajan. Se seguía la actualidad cinematográfica, porque cineastas como Visconti, Godard, Antonioni o Fellini se estrenaban en los cines que hoy sólo proyectan tanques, donde por ahí te aparece un Hong Sang-soo en un Hoyts perdido[4]. El último estreno que yo registro de una película de arte, o como quieras llamarlo, en un cine grande, de unas 500 butacas, es Weekend de Godard, en una sala que quedaba sobre la 9 de julio.

JK: ¿Cómo es tu relación con los festivales?

BS: Voy al BAFICI. A otros festivales, como Mar del Plata, no, porque aunque puedo escribir eventualmente sobre cine, no es mi profesión. Hace unos años, estuve en Viena cuando se hacía la Viennale. Dieron una parte de las Histoire(s) du cinéma y una película de Straub-Huillet [5]. Me acuerdo de que uno de los miembros del equipo de Straub-Huillet andaba solo por el festival, tan suelto que la productora no sé cómo descubrió que yo conocía su obra, nos vinculó y tomamos un café. Pero fue una casualidad: yo estaba ahí por otra cosa y descubrí que estaban dando esas películas. Si estoy afuera, ¿qué cosas trato de no perderme? El Babylon de Berlín, por ejemplo, donde te encontrás con experiencias cinematográficas interesantes, como la proyección de una película con imágenes de Malevich acompañadas por una pianista que toca siguiendo la proyección.

JK: En ese mismo ensayo que publicaste en la Revista de cine, se puede notar una enorme preocupación por el público. En un pasaje, contás que el día que viste Hors Satan (2011) de Bruno Dumont empezaste a reclutar gente para que no se la perdiera; en otro, destacás “la variedad democrática” de la calle Corrientes, tal como se percibe en el ascensor que conduce al décimo piso de la Lugones, en el que “viaja una muestra social del público de la sala: jubilados, desocupados, estudiantes”. ¿Cómo experimentás esa conexión y esa habilitación de un momento comunitario, semipúblico o público alrededor de la sala de cine? ¿Te pasa algo similar con otros consumos culturales o con otras experiencias artísticas?

BS: Con seguridad, eso me sucede en el teatro, mucho más que con el cine, porque el teatro es muchísimo más selectivo con sus espectadores, lo que fácilmente permite individualizar y descubrir a aquellos con los cuales uno puede entrar en una discusión. Eventualmente, además, en el teatro se produce la oportunidad de encontrarse con directores y con actores. En cambio, para encontrarte con un director de cine en la Lugones tenés que sacarte un número de la lotería, porque la forma de consumo del cine ha cambiado, mientras que eso no sucede en el teatro por el carácter único que tiene la representación. Hasta su muerte, José Sazbón era público de la Lugones, pero no me he encontrado con muchos filósofos más, ni con críticos ni con historiadores de cine, porque la visión en pantalla chica es lo que se ha generalizado absolutamente. Quedamos muy pocos fanáticos de la pantalla grande[6]. El último ciclo en el que tuve la sensación de encontrar directores de cine fue en el de Ozu: era la gran oportunidad de ver, si no un Ozu completo (porque ni Ozu debe haber visto todas sus películas), sí una retospectiva importante.

JK: Vayamos al otro extremo: Relatos salvajes (2014) de Damián Szifrón. En tu ensayo titulado “Un cine catártico”[7], desplegás un tono humorístico muy agudo, semejante al que aparece en tus textos sobre Soledad Pastorutti o Rodrigo, que me resultan maravillosos[8]. Me interesa preguntarte por el trabajo de escritura que adviene luego de ver algo horrible y salir espantada o azorada. Se trata de críticas o de crónicas que tienen un registro muy distinto al de los aires de seriedad o de franqueza que atraviesan otros ensayos, como, por ejemplo, el que escribiste sobre el film de Alexander Sokurov[9].

BS: Creo que son permisos que yo me doy y que no me los tomo con nada más que con el cine o, a lo sumo, con esos recitales. Nunca he escrito un texto sobre literatura que tenga ese tono, porque de una novela que me produce esas mismas reacciones cómicas o alguna ironía directamente decido no ocuparme. ¿Por qué sí me ocupo de esas películas? Primero, en principio, porque de repente su título aparece en los diarios, y yo soy una lectora de muchos diarios (siempre leo uno sobre papel, ya que es la única manera de ver la puesta en página y entender qué pensó una redacción para ir al papel). Cuando los títulos de esas películas empiezan a ocupar un espacio metafórico, tal como sucedió con Relatos salvajes, pienso que hay que mirarlas porque es algo que pasa pocas veces. Relatos salvajes fue una de las que más me llamó la atención y por eso fui a verla; si no, normalmente, sin dudas, no lo hubiera hecho. Pero, cuando una imagen léxica de una película entra a otro tipo de discurso, como puede ser el de los diarios –los diarios sobre papel, los que se piensan entre las seis de la tarde y las once de la noche en una redacción, no lo que la gente dice y recibe en las redes sociales–, es ahí donde a mí me llama la atención. De otro modo, ir al cine a ver eso sería muy difícil, porque además me aburro a la mitad de la película. Para quienes tenemos un hábito cinematográfico –porque no voy a llamarlo cultura, sino hábito–, lo más probable es que a la mitad de esas películas nos aburramos y perdamos todo interés. En cambio, en cuanto a la literatura, no leo novelas sobre las cuales eventualmente no tenga la tentación de escribir. No leo lo que se llama “literatura de calidad”, extendiendo la expresión cinéma de qualité. Leo a rolete primeras novelas de gente absolutamente desconocida y, a veces, me llevo buenas sorpresas; no leo el mainstream. Con lo cual, todas las veces que me digan elitista, yo tengo que decir: “bueno, ok, sí, soy elitista, así se constituyó mi gusto”. Después, si tuviera que estudiar culturas populares debería ver todas las películas, pero por suerte a mí eso no se me ocurrió; la vez que estudié algo por el estilo, lo hice leyendo folletines de comienzos del siglo veinte. O sea que, en realidad, mi corpus cinematográfico es chico.

JK: Al hablar de cine citás con frecuencia a Bazin y a Daney. ¿Utilizás algún tipo de camino, de método o de acercamiento a la crítica de películas; quiero decir: las pensás desde algún universo de categorías en específico?

BS: Cito a Daney porque lo he leído; a Bazin, más bien, porque de él he oído hablar muchísimo. Me interesa un tipo de visión ultra específica que tiene Daney, cuando se detiene en una escena y dice: “bueno, a ver, por qué se ven estos zapatos, así, en tal plano”. Eso, para mí, es revelador. De todas maneras, estar mucho con gente de cine, como con Alberto Fischerman, Rafael Filippelli, David Oubiña, te va contagiando el cerebro con percepciones. Mi perspectiva, como la que tengo sobre la literatura, es la de Clifford Geertz. Consiste en tomar siempre algo chico, pequeño, de poca extensión, para hacer lecturas verticales. En esas lecturas verticales, la dimensión socio-ideológica no desaparece nunca. Sin embargo, no se trata de desplegar sobre una película una dimensión socio-ideológica para decir, lukacsciana o adornianamente: “esto es así”. Más bien, creo que la influencia de Geertz se ha ido combinando, sin darme cuenta, con la de Roland Barthes, al tomar fragmentos de una totalidad. Nunca he leído un ensayo de Barthes que arranque con la primera página, desde su predilecta À la recherche du temps perdu, y que termine con la última, sino que va siempre captando en el detalle. Esa fue mi primera gran influencia, y creo que Geertz desde la antropología me mostró cómo podían ser las visiones de esa verticalidad. Eso no saca que busque siempre visiones socio-ideológicas, pero sí me obliga a tener siempre visiones formalistas. Ineludiblemente hay una dimensión formal que no se pierde, ni en la literatura ni, relativamente, en el cine. La visión socio-ideológica es fundamental: yo pienso que no se puede terminar de entender a Bazin si no se lee la revista Esprit. Es decir que el realismo representativo de Bazin tiene una explicación que está en Emmanuel Mounier, porque es la ideología que esa revista –que era poderosísima en su ideología, y todavía hoy lo es– ponía en sus colaboradores, en sus amigos y en sus redactores. Entonces, si vos te fijás en la interpretación que yo hago de por qué Bazin quería filmar las iglesias de Saintonge[10], la explicación es Esprit. Ese texto, de repente, causó desconcierto, pero más claro imposible: es Mounier, es la concepción religiosa populista del mundo que está presente en Mounier.

JK: Entrás a la escritura sobre los films por el detalle teniendo todo el tiempo presente el panorama ideológico y formal.

BS: Y eso permite resolver algunas cosas que parecían, en un momento, enigmáticas. Para mí, volviendo a lo de Bazin, era un hecho absolutamente lógico, casi inevitable, que si él se proponía filmar algo quisiera hacerlo de esas iglesias campesinas románicas, porque evocaban un mundo que podía ser muy bien comprendido a partir Mounier. ¿Por qué una persona atea y marxista es lectora de Esprit? Yo soy lectora de esa revista desde hace 30 años. Esa dimensión del pensamiento cristiano me interesó siempre. Después, pensar cómo hubiera sido la película de Bazin es otra cosa, pero la perspectiva socio-ideológica no la pierdo, porque tiene que ver con mi otra dimensión, con todo lo que yo he trabajado respecto de Raymond Williams, de Bourdieu, etcétera. Entonces, esas son las cosas que yo agrego –creo que esas son las únicas que yo agrego–, ese tipo de entradas… Para ver el cine hay muchas personas que miran mejor que yo y que tienen mayores conocimientos formales y cultura cinematográfica que yo.

JK: Eso, me parece, se traduce en tus ensayos sobre cine como una perspectiva en movimiento, un marco de bordes flexibles.

BS: Pasa que yo no tengo una cultura cinematográfica extensa: no tengo vistas obras enteras. Si vos me decís: “tenés todo leído de Joyce”, yo te digo que sí; si me decís: “tenés todo leído de Virginia Woolf”, también, pero yo no puedo decir: “tengo todo visto de Howard Hawks”. Me encanta Howard Hawks, veo una película de él y quedo contenta para la semana, pero no tengo esa cultura extensa. Tampoco es que diga que tengo una cultura literaria tan extensa, pero hay algunos autores, digamos Borges, por ejemplo, de quienes sé que –aunque me pueda faltar un libro o un texto–, tengo familiaridad. John Ford: me encanta. Veo Up the River y puedo quedar feliz durante muchos días, pero debo haber visto 15 películas de Ford, lo cual no es una cultura extensa para su filmografía.

JK: Varios de tus autores predilectos –Borges, Benjamin, Barthes, Sontag, Saer– son, cada uno a su modo, todos cinéfilos.

BS: A Saer le gustaba Antonioni: ya en Francia, podría haber dado botellazos a quien se le opusiera. Cuando Antonioni, ya viejo, llegó a París, Saer –que nunca se movía demasiado por nadie– se fue a verlo a la entrada o a la salida de un lugar y le sacó una foto. Tenía devoción por Antonioni. Pero, después, podía sentarse a ver la película más idiota para distraerse un rato. Saer no era alguien que quisiera hablar en serio siempre de todas las cosas. Decía: “vamos a tomar un vino” y no hablaba de su literatura, excepto para decirte que un crítico era un idiota porque no le gustó una novela. Tenía, sí, una cultura cinematográfica sólida, hecha de origen, digamos, de origen santafesino, y me imagino –si bien él jamás me comentó esto, podría hacer una hipótesis reconstructiva– que durante los primeros años que pasó en París, a mediados de los sesenta, en una época en donde no había DVD’s, donde había muchos cines de repertorio, se vio todas las películas, en todos los cines chiquitos, en el Saint-André des Arts (que todavía hoy sigue estando), en los de la Rive Droite…

JK: Hablando de cruces entre cine y literatura, en cuanto al ámbito académico: ¿qué opinás de las llamadas literaturas comparadas, de las artes combinadas, de los enfoques sobre literatura a partir de otras artes, donde el campo literario aparece todo el tiempo permeado por otras formas?

BS: De esos cruces soy extremadamente desconfiada. No del comparatismo en el interior de los discursos literarios o cinematográficos: no se puede estar en contra del comparatismo después de Auerbach o de Spitzer. Mímesis es un libro extremadamente comparatista, que arranca con la biblia y termina con Virginia Woolf, y exige una erudición extrema. No puede ser comparatista quien simplemente lo quiere, sino quien verdaderamente tiene un conocimiento muy alto. La estética de la recepción nace del comparatismo: son todos alemanes comparatistas, algunos especializados en literatura francesa, otros en otras literaturas. Pero al comparatismo entre discursos estéticos le tengo una desconfianza extrema, porque creo que se saltean el momento de la forma. Inclusive cuando estaba más convencida de hacer una crítica literaria de dimensión sociológica, el momento de la forma nunca quedaba eclipsado. Cuando investigué los folletines, lo primero que estudié fue su forma, o sea, el modelo de felicidad y todo lo que eso implica. Cuando David Oubiña escribe su tesis de doctorado[11], para dar un ejemplo, no hace comparatismo, sino que primero estudia a cada uno de los autores, y después encuentra una categoría estética, que es el límite, para pensarlos juntos. Yo me resistiría a llamar a esta tesis comparatista, puesto que es una tesis estética. La representación es uno de los momentos más radicales de cada arte. Esto no quiere decir invalidar a las carreras de artes combinadas: profesores buenos, como Federico Monjeau, no andan comparando a Schönberg con el expresionismo plástico.

JK: En La máquina cultural, presentás una investigación sobre “La noche de las cámaras despiertas”. En La pasión y la excepción, narrás el secuestro y la ejecución de Aramburu por parte de los Montoneros[12]; acontecimiento que retomaste para el guion de Secuestro y muerte (Rafael Filippelli, 2010). También participaste en las pesquisas que llevaron a filmar El ausente (Filippelli, 1996). ¿Cómo fueron los procesos de escritura de esos textos?

BS: Reconstruí los sucesos de “La noche de las cámaras despiertas” como historiadora, entrevistando a todos los cineastas que quedaban vivos, y encontrando, a veces, los títulos escritos sobre papel que se iban a filmar. El interés surgió gracias a que Fischerman me contó la historia, que me pareció muy linda para investigar. Entonces, tomé los nombres de las personas que habían participado –incluidos fotógrafos y editores–, y los fui entrevistando uno a uno. Fue un trabajo de reconstrucción. Para volver a la pregunta anterior: son esos trabajos donde pongo mucho deseo, sin tratar de ver si acaso hubo un acontecimiento equiparable en Chile, como “La noche de las cámaras encendidas”. No me importa nada de eso hasta tanto no conozca perfectamente uno de los dos acontecimientos. Vuelvo a Clifford Geertz: no se trata de ser profundos sino de hacer una lectura vertical. En el caso de El ausente, el guion provino de un texto de Antonio Marimón, que a mí y a Carlos Dámaso Martínez nos había impresionado mucho, porque los tres habíamos pertenecido al mismo partido, en el mismo momento, y los tres sospechábamos cómo había sido la muerte de René Salamanca. No nos quedaba claro si había llegado un grupo de tareas o había pasado algo más, porque lo habían dejado sin guardia personal. Ese es el origen autobiográfico de la película, con una pregunta que nosotros no pudimos resolver: “¿qué había pasado verdaderamente con Salamanca?” Yo creo que en última instancia la película lo resuelve mejor, en el tramo final, cuando sólo se muestra la casa en la que el dirigente sindical queda refugiado.

JK: Con respecto a Secuestro y muerte, ¿el guion fue escrito a seis manos?

BS: No, con Mariano Llinás escribimos los diálogos y algunos monólogos, sin un sí ni un no, trabajando intensamente. Después, aparte, David Oubiña hizo todo lo demás. Pero nunca nos sentamos los tres. Filippelli trabajó con dos por un lado y uno por el otro.

JK: En 1975, en dos números de la revista Los libros, publicaste artículos sobre Leonardo Favio: “Cine argentino: de Juan Moreira a La tregua” y “Sobre Nazareno Cruz y el lobo”[13].

BS: Eso tiene que ver con que yo empezaba a refinar mi marxismo con una intensa lectura de Gramsci, y cuando Favio aparece pensé que en su cine, en su sensibilidad, se podía encontrar la configuración “nazionale-popolare” que Gramsci remarca. Ese argumento produjo un grandísimo debate político-intelectual, en principio, en el partido donde yo todavía militaba, no sólo en la revista Los libros. Dije: “tenemos que ser gramscianos, y Favio es el cineasta gramsciano”.

JK: Acerca de la concepción del cine como fuente documental, en Tiempo pasado mencionás el film Shoah (1985) de Claude Lanzmann para identificar un tratamiento nuevo del testimonio con relación a la privación de iconografías de los campos de concentración[14]. Afirmás que se trata de una apuesta que interpela la memoria y abre una esfera de discusión inédita.

BS: Si uno toma como punto de partida Noche y niebla (1955) de Resnais –una película verdaderamente extraordinaria[15], basada en las imágenes que se encontraron en los campos, que imponía a la gente lo mismo que hizo el ejército que derrotó a los nazis, sobre todo lo que el ejército americano imponía a los alemanes: “vayan y miren lo que pasaba a dos cuadras de su casa”, para decirlo rápidamente–, pasando por algunas películas excelentes, como Lacombe, Lucien (1974) de Louis Malle, Lanzmann llega con otra cosa: prescinde de todas las imágenes del horror para estudiar la máquina del horror. Eso me pareció verdaderamente un gesto intelectual y moral extraordinario. Moral, porque no pretendía convencer a su público mostrando imágenes explícitas del horror. Si alguien muestra una pila de cuerpos humanos comidos por las ratas cuando los americanos entran a un campo de concentración, el corazón de uno tiene que ser más duro que una piedra para no conmoverse. Ahora bien, la originalidad de Lanzmann reside en que él desechó esas imágenes para justamente indagar acerca de la racionalidad de la represión. De ahí que yo le dé tanta importancia a esa película, porque para mí es una especie de modelo ético-político de la mostración de la represión. Si quiero ver una película de represión, me pregunto qué es aquello que va a mostrar, si se trata de aquello que más fácilmente va a convencer a mi emotividad o aquello que de manera más duradera va a quedar en mi razón.

Para ir terminando, hay otra cuestión sobre la que quisiera conocer tu punto de vista. En una charla que diste en 2012 en la Universidad del Cine en el marco del Talent Campus, mencionaste que el western es un género masculino. En esta línea, quisiera preguntarte si tenés reflexiones sobre la intersección entre géneros cinematográficos o géneros literarios y géneros sexuales.

BS: No tengo ninguna reflexión. ¿Que el western ha sido un género masculino? Es obvio. Quiero decir: es obvio en el sentido de su temática y de los actores principales que pone en escena. Básicamente: necesita que sean hombres. A lo mejor, aparece una mujer en un rancho, apoyada en el palo de un cerco y viendo cómo su hijo está aprendiendo a domar por primera vez un caballo. Pero es obvio que por su temática no puede ser sino un género masculino: los actores principales tienen que ser hombres y los supporting pueden ser mujeres. En el momento de surgimiento del western, no había tantas mujeres en Hollywood que estuvieran dirigiendo. A mí no se me ocurriría hacerlo estando John Ford: la omnipotencia de género no me lleva a tanto… trataría de ir por otro lado, pero también un hombre sensato lo hubiera hecho. Dirigir un western supone manejar una maquinaria formal: implica conocer cómo corren los caballos, cómo es una persecución, cómo se puede subir a una montaña, llegar a la cima y hacer un contraplano de los indios viniendo desde abajo. Regardless of sex, no importa de qué sexo seas, los géneros se aprenden a contar. Cuando uno ve que Jane Austen inaugura un cierto tipo de novela, que efectivamente contiene una fuertísima presencia femenina, es porque además tiene el género en sus manos, lo aprendió perfectamente. Las temáticas se pueden vivir, las temáticas se pueden condenar, las temáticas se pueden apoyar; los géneros se tienen que aprender. Y no me interesa ninguna temática que no provenga del aprendizaje del género que el autor, la autora o los autores eligieron. En ese sentido, hay que aprender a narrar el comienzo de Mrs Dalloway, se te tiene que ocurrir ese comienzo. Y si decís: “es más probable que ese comienzo se le ocurra a una mujer”, probablemente sea así, pero hubo una sola mujer que encontró la forma para transmitir su ocurrencia. Entonces, hasta ahí llego yo. No voy más allá en la descripción de género. Porque lo que las grandes escritoras encontraron fueron formas. Se puede pasear infinitamente por la campiña inglesa saliendo de un manor house y hablando de sentimientos, como sucede con todas esas chicas con sus parasoles y sus novios, seminovios o semipretendientes. Eso en Austen no se convierte en un plomazo sino en la cumbre de la novela de las primeras tres décadas del siglo diecinueve. ¿Y por qué no se convierte en un plomazo? Porque hay una extraordinaria dialoguista que inventa una forma y que maneja la ironía como en la literatura inglesa nadie lo había hecho.

Notas

[1] Véanse: “El gusto de los gustos” y “Los olvidados”, en Instantáneas. Medios, ciudad y costumbres en el fin de siglo, Ariel, Buenos Aires, 1996, pp. 71-75 y 95-99.

[2] Véase: “Sontag en un cine”, en Plan de operaciones, Santiago de Chile, Universidad Diego Portales, 2013, pp. 119-122, o, más recientemente, “En busca del aura”, en Revista de cine, 1, Buenos Aires, 2014, pp. 111-116.

[3] En “Buenos Aires, ciudad moderna”, primer capítulo de Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920 y 1930 (Buenos Aires, Nueva Visión, 1988), se despliega la trama cultural donde el cine se difunde a un ritmo comparable con el de los países centrales.

[4] Sobre este director surcoreano, véase: “El vacío”, en Revista de cine, 5, Buenos Aires, 2018, pp. 91-100.

[5] Sobre Godard, véase: “La originalidad de las Histoire(s) du cinéma”, en David Oubiña (ed.), Jean-Luc Godard: el pensamiento del cine. Cuatro miradas sobre Histoire(s) du cinéma, Buenos Aires, Paidós, 2003, pp. 25-43.

[6] En relación con esta observación, remito a la hipótesis sobre el contraste entre el cine y el postcine, en Siete ensayos sobre Walter Benjamin, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2007. En cuanto a los tipos de temporalidad que cada uno de estos fenómenos involucra, véase: “Cultura fast y lentitud”, ensayo basado en escenas iluminadoras de El Padrinode Francis Ford Coppola y Los muertos de John Huston (en Instantáneas. Medios, ciudad y costumbres en el fin de siglo, Ariel, Buenos Aires, 1996, pp. 51-55).

[7] Véase: Revista de cine, 2, Buenos Aires, 2016, pp. 15-17.

[8] Véase: “Rodrigo: un test para el futuro” y “La urlatrice y su gente”, en Tiempo presente. Notas sobre el cambio de una cultura, Buenos Aires, Siglo veintiuno, 2010, pp. 133-139.

[9] Véase: “Francofonía. La compleja alma rusa”, Revista de cine, 3, Buenos Aires, 2016, pp. 117-120.

[10] Véase: “La cabeza de Bazin. A propósito de Las iglesias románicas de Saintonge”, Revista de cine, 4, Buenos Aires, 2017, pp. 89-92.

[11] Véase: David Oubiña, El silencio y sus bordes. Modos de lo extremo en la literatura y el cine, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2011.

[12] Véanse: La máquina cultural, Buenos Aires, Ariel, 1998, pp. 195-269, y La pasión y la excepción. Eva, Borges y el asesinato de Aramburu, Buenos Aires, Siglo veintiuno, 2004.

[13]  Véanse: “Cine argentino: de Juan Moreira a La tregua”, Los libros, 39, Buenos Aires, enero-febrero de 1975, pp. 11-14., y “Sobre Nazareno Cruz y el lobo”, Los libros, 41, Buenos Aires, mayo-junio de 1975, pp. 24-25.

[14] Véase: Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo. Una discusión, Buenos Aires, Siglo veintiuno, 2012.

[15] Sobre este film, véanse los últimos párrafos de “Aprendiendo a escuchar”, en Instantáneas. Medios, ciudad y costumbres en el fin de siglo, Ariel, Buenos Aires, 1996, pp. 101-105.

Fotos y fotogramas: Weekend (portada); 2) Beatriz Sarlo; 3) Relatos salvajes; 4) Daney-Bazin; 5) Nazareno Cruz y el lobo. 

Julia Kratje / Copyleft 2019