29 FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE MAR DEL PLATA 2014 (12): HARD TO BE A GOD
LOS MISERABLES
Por Roger Koza
A Gustavo Beck
No es solamente una película, es antes que nada una experiencia óptica, sonora, física, y en cierto sentido metafísica, en imágenes y sonidos. La sexta película de Aleksei German, su elegía civilizatoria o la constatación visceral de que nuestro mundo es irredimible, más allá de su exigencia extrema, tiene una contundencia semejante a la que se experimenta frente a un volcán en erupción o a cualquier fenómeno extremo de la naturaleza que pueda calificarse de sublime. La materialidad del film se impone, es irresistible.
Basada en una novela de los hermanos Arkadi y Boris Strugatski de título homónimo, Duro ser un dios transcurre en un planeta desconocido que en cierta medida se asemeja al nuestro y reproduce la aventura civilizatoria de nuestra humanidad, aunque su evolución cultural comporta unos 800 años de atraso respecto de nuestro tiempo. En principio parece la Edad Media, acaso una réplica de una pintura asfixiante y poblada obsesivamente por entes y objetos propia de un cuadro de El Bosco, aunque en blanco y negro y signada por la presencia del barro. La Tierra es aquí una superficie casi inerte cubierta de lodo, una versión orgánicamente mugrienta de un paraíso perdido, un cascote exento de belleza. La naturaleza se percibe exangüe, en las antípodas de cualquier concepción romántica.
Unos 30 científicos terrícolas están de incógnitos entre los habitantes de este “Doppelgänger” de la Tierra llamado Arkanar. Tienen una condición impuesta: no pueden revelar de dónde vienen y tampoco intervenir con sus saberes para cambiar el devenir de los acontecimientos. Uno de ellos es Don Rumata. Este presunto hijo ilegítimo de Gorán, un dios pagano para los locales (lo que explica un poco su conducta desinhibida y eventualmente despótica frente al resto de los mortales), quiere dar con el paradero de un sabio conocido como el Doctor Budakh. Es posible que quiera salvarlo del ejército de los hombres grises, esa caterva que ha eliminado a los intelectuales y quemado las universidades. El relato se circunscribe a esta búsqueda, pero aquí no importa tanto el argumento como el laberíntico movimiento de su protagonista por los recovecos de pasillos y casas, lo que sugiere, entre otras cosas, una yuxtaposición constante entre el orden de lo privado y de lo público. No hay recintos de intimidad, tampoco una delimitación entre el afuera y el adentro. El hacinamiento define aquí una forma de estar en el mundo.
German organiza la experiencia espacial a través de planos secuencias que, si bien van recorriendo sin detenerse los corredores abiertos de este universo fangoso, tienden a reducir la profundidad de campo y todo horizonte debido a una invasión programática de la perspectiva por parte de cientos de personajes, animales y objetos, como si la lógica formal de la película estuviera constituida por un imán que lleva a todo lo existente a hundirse al punto de registro. Claustrofobia metafísica y física de una civilización fallida, Duro ser un dios ordena su puesta en escena en pos de exponer formalmente una distopía cósmica.
La clave reside en la materia del film. No hay aquí efectos digitales destinados a inventar un mundo. El delirante trabajo minucioso sobre la composición de objetos para que apuntalen la credibilidad de este territorio, la forma de concebir el espacio en el registro, todo esto sumado a una sonoridad omnipresente en la que las voces se despegan de los emisores a la vez que los utensilios adquieren una musicalidad primitiva irreconocible, revelan una poética de un cine de otro tiempo. De lo que se trata aquí es de “descubrir” una segunda naturaleza que se despliega como si se tratara de un cosmos que evoluciona frente a los ojos. Más que un director de cine, German es un demiurgo.
A lo largo de Duro ser un dios puede suscitarse una molestia creciente y no del todo comprensible. La identificación de una ontología fangosa es lo primero que adviene como evidencia, pero no alcanza a significar la sustancia de la asfixia que precipita la reducción del espacio. En esto todavía el sentido de la vista dirige el malestar a la estética del lodo. Pero hay algo más, un fuera de campo de la Tierra privada de su condición de reparo y recogimiento. Tal vez Duro de ser un dios podría considerarse un film de terror en la medida en que esa descomposición externa tendría un correlato directo en la propia corporeidad de los habitantes. Las mucosidades, los órganos internos de los muertos que cada tanto aparecen, todo ese universo de secreciones componen una figura de lo ominoso, una magnitud de las cosas que siempre acecha frente a las conquistas a largo plazo que se le atribuyen a la civilización, conjura colectiva destinada a domesticar, huir y ocultar esa amenaza. Es el contracampo de lo orgánico: todo aquello que alcanza, inevitablemente, un estatuto de desecho. En otros términos, es la mierda, el excedente que sale del cuerpo y debe inmediatamente ser negado. La incomodidad de Duro de ser un dios pasa por su materialidad ominosa que, sin oler a mierda, traduce ese tufo intolerable en una forma visual.
En este sentido, Duro de ser un dios comparte algo del reciente intento de Aleksandr Sokurov en Fausto de imaginar una Tierra anidada por fuerzas diabólicas. Ahí también la materialidad de lo orgánico adquiría una cierta expresión de lo asqueroso. Pero Sokurov todavía pretendía la redención metafísica de ese mundo. La teología del film de German es solamente aparente, debido a que su título parece invocarlo. Pero este mundo es un mundo sin dioses, en las antípodas del romanticismo de Goethe. Curiosamente, si Duro de ser un dios reside en las coordenadas inversas de Fausto (algo que también sucede en términos poéticos, ya que hay algo de la estética digital de ese film que lo hermana con Harry Potter y El señor de los anillos), es a su vez un film muy cercano a Días de eclipse, también de Sokurov, y en este caso inspirado en una novela de los hermanos Strugatski. Lo interesante es que en la década del ’80, aquella película de Sokurov funcionaba como una crítica sesgada de la Unión Soviética, incluso cuando allí la totalidad del mundo parecía hundirse en un estadio apocalíptico en el que la aridez en clave metafísica signaba la materialidad de ese mundo. Esto lleva a pensar que si German hubiera empezado su carrera con Duro de ser un dios en la década de 1960, deseo real del director, su película, en ese contexto de producción y recepción, habría tenido inevitablemente una enorme potencialidad crítica de lo político, mientras que su crítica de la civilización en general habría quedado en segundo plano.
Tras 13 años de rodaje y montaje, la última película de German es tan devastadora como memorable. En el fondo, se trata de un doble juego de extinción. Primero, la extinción de la clarividencia tardía de un director que entiende que la voluntad de poder es la forma dominante de nuestros comportamientos colectivos y que cualquier otra posibilidad de organización colectiva que conjure la brutalidad es casi inconcebible. El ideal de una humanidad luminosa es imposible. Segundo, la extinción paulatina de una tradición a la que pertenecía German. ¿Quién podrá hacer en el futuro películas como Duro ser un dios? German ha muerto, Miklos Jancsó también y Béla Tarr se retiró. He aquí una especie cinematográfica en extinción. El cine del siglo XX muere de a poco.
Esta crítica fue publicada en otra versión en el diario Oaxaca en el mes de noviembre 2014
Roger Koza / Copyleft 2014
Con un registro alucinante, que merecería un Oscar al diseño de arte y al vestuario, si es que este tipo de filmes realmente compitieran por dichos trofeos, German, nos entrega una obra carente de narración, filmada en blanco y negro, que podría encasillarse en el genero de ciencia ficción, pero que lo trasciende ámpliamente. Es que si bien el espectador se informa que los hechos transcurren en otro planeta que no es la Tierra, habitado y controlado por una especie diferente a los humanos, su fisonomía y organización social son casi idénticas a las sociedades humanas. Así, entre otras cosas, los habitantes están divididos en clases sociales, existen la esclavitud, las guerras y las ejecuciones.
El gran mérito de German, es que logra transmitir una sensación apocalíptica de esta sociedad, recurriendo exclusivamente a la forma de filmar y apoyado, como lo dijimos antes, en el vestuario y la escenografía. Apelando a una mezcla rara de primeros planos y travellings laterales, los rostros feos de los personajes desfilan delante de la cámara en un eterno movimiento de derecha a izquierda y viceversa. German satura cada plano, con una gran cantidad de objetos y personajes, que mientras chapotean en el barro y sufren el rigor de una lluvia interminable, parecen pisarse unos a otros por la falta de espacio físico para existir y moverse. La sensación de asfixia y hacinamiento, es insoportable. Además de los habitantes similares a los humanos, gallinas, perros, caballos, zorros y cerdos, deambulan también en escena. Todo demasiado similar a la Tierra, como para que el espectador no pueda resistirse a hacer una extrapolación a nuestro planeta, de lo que se ve en pantalla. German acude a otro efecto para enrarecer las imágenes y aumentar el efecto de inmersión del espectador en el lugar de la historia y sin necesidad de filmar en tres dimensiones. Me refiero a la decisión muy inteligente, de hacer que varios de los personajes que pasan frente a la cámara, miren directo a ella, como si nos hicieran saber que nosotros estamos siendo observados también por ellos y no escapamos a la pesadilla. No estamos fuera de la historia, sino adentro, mal que nos pese. Esta idea de romper con lo que se conoce en cine y teatro como la “cuarta pared”, suele ser más un recurso de comedias, donde se busca la complicidad del espectador, para alguna escena graciosa. Pero aquí German, aplica el arbitrio a imágenes terroríficas y personajes muy feos que encima nos miran de frente y “saben de nuestra existencia”, haciendo más tenebroso el visionado del filme. Sin dudas una clase magistral de buen cine, con un mensaje poco esperanzador para el futuro del genero humano.
«No hay recintos de intimidad.» No recuerdo (la tendría que ver de nuevo, FICUNAM mediante) un sólo plano en el que veamos a un personaje ocupar un espacio en soledad. Casi al final, cuando Don Rumata está metido en una poza y el sonido roza el silencio, parece que va a quedar aislado pero hay un sujeto en el fondo que no se termina de ir.
Gran texto, Roger. Viendo la retrospectiva de German pensaba justamente eso -quien podría filmar así ahora- y se me partía el corazón.