EL AMIGO AMERICANO. LA COLUMNA DE KENT JONES: UNA ACCIÓN VALE MÁS QUE MIL PALABRAS

EL AMIGO AMERICANO. LA COLUMNA DE KENT JONES: UNA ACCIÓN VALE MÁS QUE MIL PALABRAS

por - Columnas
31 Jul, 2019 03:19 | Sin comentarios
Una mirada atenta a las ideas más difundidas sobre la actuación en el cine, y por qué son apenas un aspecto del panorama completo.

La actuación es el Triángulo de las Bermudas de la crítica cinematográfica, ya sea oral o escrita. Hay tantas formas de pasar por alto, olvidarse o evitar hablar realmente de la interpretación actoral que en general le restamos importancia. Es desestimada mediante generalidades (en las críticas habituales), desplazada por comentarios sobre la contextura física y manierismos de los actores, y eventuales alteraciones físicas en función de los personajes  (críticas de lo más variadas), devaluada o anulada mediante fijaciones sobre la forma y los modelos de actuación (crítica esencialista y bloggers), excluida de toda consideración por mandatos morales (críticas cinematográficas de perfil político), o simplemente ignorada y reconfigurada como figuras en movimiento dentro de un espacio (teoría cinematográfica alrededor de 1980).

Podría decirse lo mismo de otras áreas de la realización cinematográfica: la escritura, por ejemplo, en general caracterizada erróneamente como la fabricación de diálogos; la dirección de fotografía, que al menos es evocada adecuadamente con un lenguaje impresionista y fragante; el diseño de producción, un área que no ha sido reconocida debidamente. Pero en el caso de la actuación, existen más niveles de complejidad. Mientras la dirección de fotografía y la escritura son apenas consideradas, las críticas sobre actores podrían, en cambio, formar una pequeña biblioteca: tributos poéticos, evocaciones de actores como íconos, estudios sobre actores como auteurs y, con menos frecuencia, análisis sobre la actuación, elaborados por un desfile de críticos, los más brillantes son de Pauline Kael. En un sentido, el corazón de Kael realmente está con los actores y con los directores cuya cinematografía se percibe como una forma de representación virtuosa (Peckinpah, Altman, Bertolucci, De Palma). Muy pocos críticos han comprendido como Kael el arte de la actuación, y su colección de escritos ha sido leída como una crónica en curso del momento en el que la actuación en el cine estadounidense parecía desplegar sus posibilidades y cambiar para bien.

Kael no solo se centra en las singularidades de De Niro, Nicholson, Diane Keaton o Brando en Último tango en París, sino que expresa y realmente representa en su prosa siempre provocadora la urgencia de libertad y reconocimiento tanto entre los actores como entre los espectadores de fines de los ’60 y principios de los ’70. Todavía recuerdo la emoción que la gente de la generación de mi madre sintió cuando vio las películas de Altman y Ashby y Fosse en el momento de su estreno. La idea de liberación era compartida en ambos lados de la pantalla: el placer de los actores se proyectaba en el público, que a su vez estaba feliz de que sus vidas estén por fin representadas por personas con un sentido de voluntad propia más allá del decoro paternalista del viejo Hollywood anterior a la censura. Esto parece historia antigua hoy, especialmente después de tantos años de actuaciones motivadas por la vanidad de las estrellas y una falsa sofisticación entre actores que distaban por varias generaciones de los fuegos que encendieron Strasberg, Adler, Meisner y Kazan. La relación alterada entre directores y actores que empezó con Brando y que verdaderamente se consolidó en los ’70 es, para mí, el corazón secreto del enfoque sumamente particular de Kael sobre el cine.

En la famosa crítica sobre Último tango en París, alcanza su esplendor cuando describe el virtuosismo de Brando. “Cuando Brando es una presencia completamente creativa en la pantalla”, escribe, “el realismo trasciende la realidad emulada de cualquier estilo conocido del cinéma verité, porque la precisión de su superficie expresa lo que sucede debajo de ella”. Continúa explicando su idea mediante una comparación extremadamente mordaz. “Era una tortura ver a Brando –en su peor momento– en La condesa de Hong Kong porque se trataba de una reductio ad absurdum de la frivolidad y la emasculación (en ambos sexos) de la actuación en Hollywood; Chaplin, el director, obviamente no permitía ninguna participación, y Brando era como un soldado miserablemente obediente que seguía instrucciones”. No creo que Kael haya afectado demasiado la teoría del autor con su “Círculos y cuadrados”, pero tuvo su mérito con esta particular yuxtaposición. Había identificado esa área imprecisa y confusa en la gran reconfiguración basada en el cine de autor de la historia cinematográfica. El encorsetamiento de los actores dentro de ese dispositivo de Hollywood caracterizado por gestos de cortesía, idealización infantil, desexualización, suavización de la voz, movimientos circunscriptos y el autoritarismo de los directores puede escaparse a nuestra mirada cuando se trata de películas realizadas por genios como Lubitsch o Hitchcock, protagonizadas por actores magníficos como Stewart, Bergman o Grant, considerando sus diferencias y cierta distancia histórica. Sin embargo, es diferente cuando las pensamos en el contexto actual junto a un torrente de películas menores (que, por otro lado, es la razón por la cual tantos críticos contemporáneos analizan “erróneamente” tantas películas en el momento de su estreno original). El aura de obediencia debió ser opresivo en los ’40 y ’50, así como el aura de autosatisfacción lo es ahora. En películas notables como El bazar de las sorpresas, Tuyo es mi corazón o Caravana de valientes, todas las características antes mencionadas están presentes y son explotadas creativamente. Sería difícil describir a los actores como “presencias completamente creativas”, pero dentro de los objetivos y límites extremadamente precisos que establecían Lubitsch, Hitchcock y Ford se logra la visión de una vida plena dentro y más allá de la película, un destello de melancolía, de dolor o de júbilo, uno a uno, precisamente descriptos. Pero, digamos, en Un enviado del cielo o Cena de Navidad no hay nada más que un aura de obediencia formulada dentro de las maravillas del arte de Hollywood. La diferenciación de Kael entre el trabajo de Brando para Bertolucci y para Chaplin es precisamente la representación de un punto de vista que todavía provoca un profundo resentimiento en el núcleo duro de los defensores del cine de autor, muchos de los cuales orgullosamente se disgustan y proclaman que ellos no saben nada de actuación. Durante generaciones, un grupo de críticos cinematográficos y amantes del cine se han entrenado para identificar en una película nada más que su intención autoral o la ausencia de ella. Para algunos, Marlon Brando es la encarnación del mal, y he escuchado, confidencialmente, describir a Daniel Day-Lewis como un actor “terrible”. Hay una noción de “valor de uso” muy difundida en este sector. Siempre leemos sobre el “uso” que hace cierto director de cierto actor: Ford de Wayne, Hawks de Angie Dickinson, Ophuls de Martine Carol, Warhol de Viva o Costa de Ventura. Los mejores actores parecen ser los que complacientemente dejan usarse o los que no se dan cuenta de que están siendo usados, lo que significa que son ubicados y reubicados en la grilla del director. Esto se basa en una interpretación extremadamente literal de “director”, apoyada en una acumulación de anécdotas y comentarios legendarios: las pantomimas de Lubitsch para sus actores, Sternberg contando los pasos de Dietrich, Kubrick y Dreyer aterrorizando a Shelley Duvall y Falconetti respectivamente, la descripción de Hitchcock de los actores como “ganado”, los comentarios de Bresson sobre la actuación en su libro de máximas. He leído y escuchado a muchos amantes del cine aventurarse en una crítica que empieza lo suficientemente bien y termina pareciendo una descripción de las películas indias de Lang o algo de Straub y Huillet. Yo mismo lo he hecho.

Sin duda, Kael es la crítica que más ha profundizado en el tema de la actuación en el cine, y la que más se ha empeñado en plantear y ampliar la discusión al respecto. Pero ¿son precisas sus descripciones?

Ezra Pound empieza El ABC de la lectura con una historia sobre Louis Agassiz, el científico del siglo XIX. Un estudiante de posgrado de Harvard visita a Agassiz por su examen final. Agassiz le da un pez luna y le dice que lo describa. El estudiante sostiene el pez entre sus manos y señala: “Es solo un pez luna”. Agassiz repite la consigna: descríbalo. El estudiante vuelve con una definición del diccionario: “Ichthus Heliodiplodokus, o cualquiera sea el término que se usa para ocultar un pez luna al conocimiento popular”, escribe Pound. Descríbalo, repite Agassiz, y el estudiante regresa con un ensayo de cuatro páginas. “Luego, Agassiz le dice que mire el pez. Al cabo de tres semanas este se encuentra en un estado avanzado de descomposición, pero el estudiante sabe algo sobre el pez”.

En líneas generales, una parte considerable de las críticas cinematográficas, en el aparentemente largo pero realmente corto período de tiempo desde sus comienzos, se parece a un tumulto de voces en conflicto. La mayoría de nosotros repite continuamente “Es solo un pez luna”, un número menor aunque significativo dice “Es un Ichthus Heliodiplodokus”, y un número mucho más pequeño desecha los prejuicios y las pretensiones de virtuosismo y jerarquías y estudia realmente el pez (Dios bendiga a David Bordwell). Hemos pasado la mayor parte del siglo pasado llenándonos la boca con los imprescindibles, los límites morales y los últimos ránkings, y aunque pienso que hemos recorrido un largo camino describiendo los contornos y las dimensiones de la experiencia cinematográfica, no creo que hayamos alcanzado una comprensión acabada de qué es lo que genera esa experiencia. Estamos, creo, estancados en un lenguaje habitual que nos hace decir una y otra vez una serie de conceptos a lo Betty Crocker sobre cómo se hacen las películas. “Conseguimos un director, o directora, lo juntamos con un director de fotografía, un guionista, algunos actores y un diseñador de producción, le damos los resultados a un editor y… así se hace una película”. O la variación de los defensores del cine de autor: “Un gran director ensambla todos los elementos que le interesan, contrata un director de fotografía, un guionista, actores, un diseñador de producción, un editor, etc., y así se hace una gran película”. O la variación estudiantil: “El aparato ideológico, en perpetuo movimiento, obliga a todas las partes mencionadas anteriormente a crear productos culturales para el consumo de masas, y de este modo se hace una película”.

La distancia entre la realización cinematográfica y la forma en que más comúnmente es descripta es enorme, algo que no sucede en otras artes. Cuando uno lee a Jed Perl o James Wood tiene la sensación de que hablan el mismo idioma que los artistas detrás de las obras que consideran, teniendo en cuenta, por supuesto, las diferencias entre creadores y críticos. Esto no sucede en el cine, en cuya historia hoy queda inscripta la imagen arquetípica del cineasta alternadamente desconcertado y perplejo ante el aficionado fascinado. A lo largo de los años les hice muchas preguntas a los cineastas, que suscitaban miradas confusas y sonrisas lastimosas como preludios a evasivas, explicaciones respetuosas en sentido contrario o hábiles reorientaciones de la conversación. Y he participado y he sido testigo de muchos malentendidos sobre el tema de la actuación.

Durante el último Festival de cine de Nueva York, una persona del público se paró y le preguntó a los hermanos Dardenne si creían que habían comprometido sus principios estéticos por trabajar con una gran estrella en Dos días, una noche. Mientras Luc y luego Jean-Pierre evadían alternada y graciosamente la pregunta, la gran estrella en cuestión, Marion Cotillard, se sentó en silencio a su lado. Hoy pienso que fue un intercambio emblemático. La pregunta se basa en la suposición de que existe algo así como una estética de los Dardenne que precede a la realización de sus películas, que puede aplicarse a cualquiera de ellas y a sus actores o actrices, y que el proceso de su aplicación resulta probablemente más difícil cuando el actor o la actriz es una estrella. Las respuestas iban en sentido opuesto: la estética en cuestión emerge solo después del hecho de la creación, la combinación entre esta actriz y esta historia bajo estas circunstancias produce su propio organismo. En otras palabras, Marion Cotillard no es un factor X incorporado en el sistema Dardenne, sino una colaboradora artística. ¿Pero exactamente qué clase de colaboradora artística? ¿Una música que interpreta la partitura de los cineastas? Y si es así, ¿qué clase de intérprete, primera violinista, tercera violinista, una virtuosa? ¿O tal vez una solista de jazz? Y si es así, ¿una solista de jazz pre o posmodal? ¿O se trata más bien de una cocreadora?

Volvamos a Pauline Kael. Sin duda, Brando es una “presencia completamente creativa” en Último tango en París, como nunca lo había sido ni volvería a serlo, y como pocos actores lo han sido. Por primera y última vez en su carrera, Bertolucci le había cedido a una de sus estrellas una parte considerable de su película, permitiendo que el drama de su héroe Paul lograra una alineación tan próxima con el drama de ser Brando que las diferencias eran prácticamente indistintas, como reconociendo la singularidad de Brando, el hecho de que tal vez él era el único actor que tenía una visión un talento lo suficientemente extraordinarios para merecer tal gesto. Es por esto que Último tango en París tiene tantos pasajes magníficos y, en su conjunto, es una reliquia.

La crítica de Kael sobre Último tango en París es su gran declaración a favor de la liberación de Brando en particular y los actores estadounidenses y la actuación en general; hace un trabajo especialmente brillante al comparar favorablemente a Brando en su papel de Paul con Norman Mailer, y a Brando como un artista prominente con el cine de improvisación de Mailer. Pero no creo que Kael capte la singularidad absoluta de la empresa. Último tango en París es, finalmente, la pieza más elaborada y ornamentada del cine, y su libertad es irrepetible.

Una década después, Kael escribe otra crítica emotiva centrada en los actores sobre una película ya olvidada, Donde hay cenizas. De los dos protagonistas, escribe: “Diane Keaton y Albert Finney ofrecen la clase de actuación que en el teatro sería legendaria…”. Esta es una observación notable, que eleva el nivel de una crítica que hasta acá mantenía a actores, personajes y el húmedo condado de Marin estrechamente ligados. Sea lo que sea que uno piense de Donde hay cenizas o de las interpretaciones de Finney y Keaton, la observación de Kael siempre me ha llamado la atención como un gesto encantador que resultó entrañablemente fallido. Nos recuerda que al concentrarnos demasiado en los ojos, independientemente de la belleza y la precisión de nuestra descripción, tal vez descuidamos el entramado de arterias y tejidos que los conecta con el pez luna en su totalidad.

En una ocasión le pidieron a Orson Welles que señalara la diferencia entre actuar en el escenario de un teatro y actuar para una cámara. Su respuesta fue que no hay diferencia. No es muy difícil imaginar que esto era cierto para Welles, pero mientras muchos de sus colegas actores sostenían diversas opiniones, la diferencia para el espectador es realmente considerable, como señala James Harvey en su libro sobre la actuación en el cine, Watching Them Be [Mirándolos ser]. Seguir una actuación en el escenario de un teatro implica trazar el arco de los instintos y la inteligencia de un actor a lo largo de un período finito de tiempo dentro de la empresa más grande de una producción teatral. Pero no creo que exista algo así como seguir la actuación en el cine, por la simple razón de que cualquier actor o actriz se convierte en una figura visual una vez que su imagen ha sido registada por la cámara, sin mencionar que es desglosada en diferentes planos y montados posteriormente de acuerdo al ritmo de la película en oposición al ritmo de la interpretación del actor. Una figura visual infinitamente matizada, seguramente, pero una figura visual después de todo. Entonces, surge la pregunta más profunda: ¿quién produce los matices? Y acá es donde empiezan los problemas para los que escribimos sobre cine.La mayoría de nosotros escribimos sobre actividades como la actuación o la dirección, o sobre la escritura, la dirección de fotografía o el montaje como si cada una tuviese siempre la misma relación con las otras en todas las películas, lo cual sucede pocas veces, si es que sucede. El otro día, leía una crítica sobre Caballeros de copas de Terrence Malick donde se aludía a la película como la tercera parte de una supuesta trilogía junto con El árbol de la vida y Deberás amar. El denominador común, se sugería, era la relativa libertad de la actuación y de la dirección de fotografía, sin mencionar el cristianismo. Pero la actuación en El árbol de la vida es una cosa, y otra bastante diferente en Deberás amar. El núcleo temático de la primera es sumamente sólido –las condiciones espirituales de la infancia en un tiempo y un espacio particulares–, mientras que en la segunda es menos consistente. En El árbol de la vida, los actores representan estados sensuales y emocionales bien específicos, y recrean hechos precisos; en Deberás amar, tenemos la sensación de que la consigna para los actores era darles forma e incluso “actuar” ciertos estados de ánimo o actitudes: alegría, libertad, orgullo, confusión, desesperación. El ritmo de El árbol de la vida varía a lo largo de toda la película, mientras que en Deberás amar percibimos una monotonía rítmica que atraviesa toda la película como si buscara transmitir un ligero estado de tensión creciente. En mi opinión, pese a que comparten el mismo camarógrafo y la misma idea de improvisación, El árbol de la vida es una gran película y Deberás amar, no. ¿Se debe a que una está protagonizada por Brad Pitt y Jessica Chastain y la otra por Ben Affleck y Olga Kurylenko? Desde mi punto de vista, la diferencia radica entre la especificidad y la generalidad, y en la idea bastante difundida de que en la segunda película los actores no tuvieron el tiempo ni la capacidad para transformar las directivas aparentemente imprecisas en acciones claras.

Como respuesta, muchos podrían preguntarse, ¿qué es la actuación para Malick y qué es Malick para la actuación? Acá llegamos a un atolladero esencialista, contra el que nos advierte el teórico de cine Noël Carrol en su brillante y poco atendido artículo “Un esbozo para la teoría cinematográfica institucional”, escrito en los ’70: si una película incluye actores y narración, señala Carroll, estamos obligados a abordar ambos aspectos en oposición a ignorarlos. Pero entonces, ¿la actuación para la cámara no consiste en simplemente “ser”, como sugiere Harvey? ¿No es Malick en efecto un artista con cierta inclinación metafísica, no muy diferente de Bresson, que fácilmente podía poner a cualquier persona u objeto delante de la cámara y crear el mismo efecto? El hecho de que haya películas realizadas sin actores, ¿no demuestra acaso que los actores son irrelevantes? ¿Todos los directores deben ser Kazan? Tanto Fellini como Fuller expresaban el deseo de realizar una película sin actores, solo con objetos. En realidad, ninguno de ellos jamás hizo algo al respecto. Creo que La delgada línea roja habría sido una película bastante más pobre sin Nick Nolte y Elias Koteas, y El mundo nuevo sería impensada sin Q’orianka Kilcher. Podríamos imaginarnos estas películas sin esos actores, pero ¿quién querría hacer algo así? ¿Quién querría imaginarseEl carterista sin Martin LaSalle, y por qué alguien perdería el tiempo en eso? ¿Y qué decir del hecho de que Nolte y Koteas son actores consumados mientras que Kilcher es una adolescente novata y LaSalle un actor no profesional? ¿Esto no “demuestra” que los actores no profesionales son tan buenos como los actores profesionales? Por supuesto que no. Demuestra que Bresson y Malick tomaron decisiones excelentes en relación al casting y les dedicaron el tiempo necesario a sus actores no profesionales para superar sus propias ideas. Mientras tanto, para entender que los actores profesionales son necesarios, probemos volver a filmar Tuyo es mi corazó no Petróleo sangriento con nuestros amigos.

La crítica cinematográfica tiende a tomar el camino de la predictibilidad, el control y las múltiples fantasías en conflicto del contexto más reciente, mientras que la realización cinematográfica de los últimos cuarenta años ha tomado el camino opuesto, alcanzando una serie de logros notables con Toro salvaje, Buenos muchachos, Jackie Brown y las últimas tres películas de Thomas Paul Anderson, la primera protagonizada por el “terrible” Daniel Day-Louis, un actor que, para mí, logra un equilibrio mucho más perfecto entre técnica y espontaneidad, construcción del personaje y sentido estético que Brando. Pero la realidad es que nunca ha existido un gran director que haya rechazado la sorpresa provocativa y espontánea que genera el actor, profesional o no; ni Eisenstein o Stenberg, ni Hitchcock o Kubrick. Simplemente la aceptan y categorizan de un modo diferente.

Una vez más, ¿qué es Marion Cotillard para los Dardenne: una colaboradora o un factor X? Voy a citar a Rosellini, una de las mentalidades más “democráticas” entre todos los grandes directores, cuando un grupo de sus estudiantes le dijo que estaban planeando hacer una película colectiva. “Eso es una mentira”, les dijo, y les explicó que una película está “realizada formalmente por un grupo y esencialmente por una persona”. Pero en ese contexto, el “director” es, finalmente, de todo menos eso, cuando se trata de los seres humanos que se paran delante de la cámara, algunos de ellos simplemente “son”, otros aplican las técnicas aprendidas para impulsar la idea aún mayor de simplemente ser. Sin importar cómo se llevan, director y actor tienden a existir en un estado de tensión irresoluble entre la integridad emocional de la actuación y el diseño de la película. Y esa tensión, esa tracción entre la intención y la realidad inmediata, lejos de entorpecer la empresa del cineasta, constituye finalmente su impulso vital. Es lo que mantiene con vida al pez luna.


*Foto y fotogramas: Marlon Brando (encabezado); 2) Pauline Kael; 3) Dos días, una noche; 3) El árbol de la vida.

Versión al español de Luciana Borrini.

(lucianaborrini77@gmail.com)

* This essay was published in Film Comment’s March/April 2015 issue. Jones has given us permission to publish it. We thank to him and to Film Comment for this opportunity for Spanish readers around the world. 

*Este ensayo fue publicado por la revista Film Comment, de marzo-abril de 2015. Jones ha cedido los derechos para la versión en español. Agradecemos a él y a toda la gente de Film Comment. 

Kent Jones / Copyright 2019