EL AMOR (PRIMER ARTE)
La crítica es evidentemente la única posibilidad de discutir públicamente sobre las dimensiones históricas de los relatos y de los espejos que acogen –o que encuadran– nuestros deseos.
Jean-Louis Comolli, “¿El arte de amar?”
La vida está llena de momentos insignificantes, de miradas casuales, de especulaciones inasequibles que temprano o tarde se desdibujan, se olvidan, o bien se convierten en materia de relatos que desencadenan nuevas modulaciones. El cine, cuando se piensa a sí mismo como una forma comprometida, capaz de problematizar las historias que retrata, despliega los gestos minúsculos de las situaciones ordinarias como un evento sensible y sensorial. Cada película, a fin de cuentas, es una deriva abierta, una invitación a franquear distancias y trazar desplazamientos más allá de los marcos habituales. A través de los sonidos que rozan la superficie de las imágenes, percibir las cosas desde una perspectiva diferente o descubrir en lo desconocido alguna coordenada que sacuda los parámetros convencionales implica, cada vez, volver sobre los pasos para abrir otros caminos.
Hay un cine que resulta, en tal sentido, liberador, inclusive si una de sus mayores apuestas consiste en juntar una serie de instantes dispersos que recrean experiencias efímeras o inactuales. Sin pretender una transformación radical, detonante, de los medios que se emplean al contar esas historias cotidianas desde ángulos que normalmente suelen pasar desapercibidos, dos películas contemporáneas, A falta que me faz (2009), de Marília Rocha, y Los labios (2010), de Santiago Loza e Iván Fund, comparten una visión del cine profundamente amorosa: el cine como una contingencia permeable al encuentro, a la convivencia, a la amistad.
Canciones que hablan de amores pasados, palabras que buscan ofrecer una cercanía, silencios y risas que revelan complicidades, miradas que se acercan a los cuerpos, a los objetos o a los espacios (papeles de cartas, viejas anotaciones, paredes descascaradas, intemperies, ruinas, despojos) como queriendo acariciarlos, hacerles un poco de compañía, destellar algún intercambio genuino: la autenticidad se logra, en estos casos, por medio de un montaje labrado con delicadeza, que no pretende agregar un énfasis donde no lo hubo, sino que procura desmontar el ruido incesante de las vanidades que colman el reino de la visibilidad generalizada con sus redes de la (des)conexión.
¿Cómo mostrar los procesos lentos, invisibles, que van tramando los vínculos amorosos y sus continuas metamorfosis? Como si se tratara de documentar un encuentro fortuito que la cámara justo ha podido tocar, justamente porque ese arrebato emerge como una meta deseada, secretamente perseguida pero sin atormentarla, estos films (que son apenas dos exponentes muy bellos de una serie que prolifera en los márgenes de las grandes producciones) no intentan hacer visible el espectáculo del mundo; más bien, aproximan la cámara al territorio que habitan las personas como un oído receptivo y no tanto como una mirada que se preocupa por observar, escrutar, intervenir y desentrañar.
Dicho de otra manera, el cine se concibe como una coincidencia: la manifestación palpitante de una reciprocidad, que gira en torno a los lazos afectivos y la solidaridad (entre mujeres, en primer lugar, y desde ese núcleo luminoso hacia los otros). Las películas amplifican las formas de la intimidad y de la confianza haciendo que el espectador, que la espectadora puedan compartir el ritmo de los personajes, su respiración, sus anhelos, sus desengaños. Las secuencias que enfocan el horizonte, la llanura, la corriente de un río, las sierras, el atardecer dejan escuchar el ambiente y, con el sonido del viento, del agua, de la naturaleza, crean el tiempo necesario, duradero, para hacer aflorar las texturas que van forjando o deshaciendo las relaciones.
Así, pues, amor y reciprocidad: a todas luces, algo que puede parecer una especie de utopía para los tiempos que corren, en los que la deconstrucción de los vínculos basados en el espejismo desigual de las pasiones románticas está en la cima de la ola de discusiones impulsadas por la marea verde violeta feminista. La película de Rocha, en efecto, centrada en el tópico del amor romántico, expande sus tonalidades hacia la dimensión del recuerdo (muchachas enamoradas o desencantadas que conversan acerca de sus amores y sus desamores) plasmado en el presente, material, carnal, del cuerpo, un archivo viviente que contiene y que deja marcas (tatuajes que se aferran a nombres inapropiables, mensajes tallados en piedras que acaso el correr de los siglos llegará alguna vez a erosionar). “Vai ficar para sempre”, le dice una amiga a otra que está rasgándose la piel con una aguja para estamparse el nombre de su amado.
“Cena de um filme”, la canción sertaneja que una voz femenina tararea al comienzo de A falta que me faz, habla de un amor único, irrepetible, casi tan real como el de una ficción: “Um amor desse jeito eu nunca vi igual / Ela foi meu começo, meu meio e meu fim / Entregou sua vida inteira pra mim / Transformou meus desejos em realidade / De repente se foi me deixando a saudade”. Mientras se cantan estas frases, la sucesión de planos fijos intercala el paisaje montañoso de Minas Gerais con fotografías de cadenitas cuyos dijes decoran los escotes con siluetas de corazones como si fuesen insignias religiosas, sobre una base acústica cuidadosamente diseñada por el grupo experimental O grivo. Las imágenes revelan, sin querer dictar ninguna sentencia ni tampoco engreír ninguna ironía, el reverso o las cicatrices de un discurso amoroso: sus pliegues y sus pieles.
Lo que sucede en las películas de Rocha o de Loza y Fund es una puesta en escena que a partir de fragmentos muestra la ligazón, el contacto, la relación, el erotismo (en las imágenes y entre ellas, en los diálogos y en la frontera con la lente de la cámara o la voz de la directora, en el movimiento o la quietud de los cuerpos, en las palabras que desenvuelven y envuelven una espera, un intervalo, una pausa, una idea, en los rituales de cuidado y embellecimiento frente al espejo durante la preparación de una salida, en las escenas donde el baile y el cortejo dan lugar al goce y a la recreación). El montaje no impone enlaces predecibles o relaciones voluntariosas de causas y efectos, sino derivas, cánones y relevos entre los personajes y el entorno (que se prolonga hacia uno y otro lado de la pantalla, pues cineastas y espectadores participan de esa suerte de ritual profano que mezcla documental y ficción). De esta manera, tal como enfoca Los labios, la precariedad, la escasez, el abandono del Estado, padecidos por una población del norte de Santa Fe, no se intentan disimular ni realzar, sino describir a partir de la llegada de tres médicas que brindan un servicio a la comunidad.
La sutileza del punto de vista es deslumbrante; la película condensa en una figura superlativa ese respeto por la palabra y por el silencio: los labios expresan, gozan, tiemblan, sonríen, besan, se tensan, balbucean, callan, gesticulan, se abren, se contraen, gimen, lloran, cantan, gritan, alientan, imploran, declaran, se maquillan, bostezan, se excitan. Señalan un borde y una flexibilidad. Una superficie y una profundidad. Contacto y abismo. Dan lugar a la emisión vocal, donde residen las formulaciones del deseo, los contratiempos de la memoria, el testimonio y la transmisión de la experiencia, el ahogo, las disidencias, la capacidad de plantearse preguntas y denunciar inequidades.
Frente a la grandilocuencia, el melindre o la desazón, tan caros a los circuitos que rigen el pulso de los consumos audiovisuales más exitosos del momento –cada cual tendrá sus inclinaciones; aquí, ahora, mi ejemplo es Roma, de Alfonso Cuarón–, en estos pasajes, por el contrario, es posible encontrar un cine, sin presunciones, en el que reverberan la inmensidad y la cautela, el afecto contagioso y la inconmensurabilidad en el acercamiento a los otros, puesto que, sin pretensiones, es un cine que aún se deja asombrar.
Fotogramas: A falta que me faz (portada) y Los labios.
Julia Kratje / Copyleft 2019
Últimos Comentarios