BASTARDOS SIN GLORIA (1)

BASTARDOS SIN GLORIA (1)

por - Críticas, Ensayos
07 Sep, 2009 06:00 | comentarios

Sobre el cine de Quentin Tarantino

Por Nicolás Prividera

“Esta película es una basura, irresponsable, incoherente, estúpida, como sus personajes. Terminemos de vender humo”, dice un anónimo comentario de la crítica publicada en el site otroscines http://www.otroscines.com/criticas_detalle.php?idnota=3149 (una de las innumerables críticas elogiosas que ha tenido el último film de Tarantino por estas playas). Y a ese mecánico elogio apunta también la ira de otro comentario: “Déjense de joder con Tarantino, le perdonan todo. La película no tiene una sola idea, es absolutamente monocorde, infectada de todos sus cliches. Es chatarra para la manada. Aparte es pelotuda e inmoral. El problema es que si ganás en Cannes podes hacer cualquier basura de por vida. Si esto lo hubiera hecho otro director ya lo hubieran fusilado, pero es cool hablar bien de Tarantino”.

Y sí: es tan cool hablar bien de Tarantino como hablar mal en los anónimos comments de los blogs. Claro que también se puede intentar ser crítico, incluso siendo un mero comentador de blog (no digamos ya un reputado crítico) y usar la potencia del lenguaje para el debate de ideas, como intentan los citados aunque no puedan dejar de caer en la pura violencia verbal. Y algo de eso sucede también con los films de Tarantino: la potencia del lenguaje (cinematográfico) se vuelve contra sí misma, para disolverlo con gozosa violencia. (A esta altura, podemos decir que con Tarantino la abyección se ha vuelto cool). No es casual entonces que el cine de Tarantino se encuentre finalmente con la cinéfila fascinación del fascismo (y que su más logrado personaje –premiado en Cannes- sea el nazi más cool de la historia del cine…). Veamos:

1.

El sobrevalorado Tarantino parece ocupar, pese a sus acciones en baja en el campo cinematográfico, el simbólico lugar que la historia (del cine) reserva a los grandes directores que condensan un espíritu de época: ese sitial lo ocupan aquellos realizadores en cuya obra irrumpe, a través de la forma, un problema de fondo (en este caso, la eclosión de la posmodernidad), para el que sus films parecen proponer una salida (más certera que la de sus malos imitadores), pero que en realidad no es sino una mera exacerbación del problema, ya que la verdadera resolución sólo logran alcanzarla los genios (no los talentos), si es que logran trascender los límites de su época. Y pese al ciego o (auto)complaciente fervor de los admiradores que aún le quedan, es claro que no es el caso de Tarantino: no se trata de un genio wellesiano sino más bien de un talento griffithiano, cuya obra resume y condensa las posibilidades de su tiempo. Lo que en una época decadente no es mucho decir…

El exacerbado cine de Tarantino hace su aparición cuando el cine norteamericano vive su última gran crisis (luego de su renacimiento durante los ’70 y su  descomposición en los ’80). Pero si en un primer momento Reservoir dogs o Pulp fiction podían parecer su revitalización, más de una década (y varios films) después se revelan más bien como la marca de su irreparable caída. Pues esas películas no logran superar (ni se lo proponen) lo irremediablemente pasado, sino que reflejan la conciencia de una era terminada (ya sin nostalgia, sino entregada a la euforia amoral de los ’90), con la asunción del fin de los grandes relatos y su sentido de la Historia: eso que conocemos como posmodernidad, y que el cine de Tarantino condensa como ningún otro.

Sus películas de la última década demostraron su verdadero rol como liquidador de la gran tradición clásica de Hollywood (que culminó en esos ’70 revisitados -en su versión pop más conservadora- en Jackie Brown, Kill Bill y Death proof). Claro que también para ese ejercicio de demolición reaccionaria hay que tener talento, y Tarantino indudablemente lo tiene: eso es lo que lo coloca a la cabeza de su clase (entre los cultores de la disgregación devenida en degradación), como los personajes de Pitt y Waltz en la película cuyo nombre evoca el destino de su estirpe: Bastardos sin gloria.

2.

El incontinente Tarantino actúa (a veces literalmente) como sus personajes: es un jovial atracador. En su defensa suele decirse que su saqueo juguetón y anárquico de los géneros clásicos se opone al de la fría máquina de hacer remakes en que se ha convertido el Hollywood actual. Pero aunque Tarantino no pase (ni pose) por un ejecutivo que lucra remixando el glorioso catálogo de su estudio, no deja de ser su asumido hermano bastardo: el hijo hippie que creció como dependiente de la cadena de videoclubes mientras sus hermanos yuppies (los Weinstein) manejaban el negocio; y que si luego se asoció con ellos para comercializar su películas, no lo hace (sólo) por un suculento puñado de dólares sino por amor al cine… Pero aun cuando así se (lo) quiera diferenciar de la nobleza bastardeada (como la de los hermanos Scott, entregados a la insípida maquinaria industrial- y de tanto bastardo sin nobleza -como su protegido Eli Roth, ejecutor de la tortuosa saga Hostel-), lo único que demuestra su condición de cinéfilo es que el plebeyo amor por el cine puede convertirse en perversión.

Porque la cinefilia (como cualquier filosofía vital que se pretende pura) no más es un amor destructivo cuando se la separa de la ética. Eso (entre otras cosas) es lo que nos enseña el cine clásico. Y Tarantino es su asumido slasher: no  pretende sostener la fe de sus mayores (como Michael Mann), para intentar salvar lo que queda de la venerable tradición de Hollywood, sino que se divierte jugando con sus ruinas. En cierto modo, se podría decir que si Eastwood es el paradójico gran último cineasta clásico (ya que es el mejor enterrador de la tradición: ver la nota El extraño caso de Mr Eastwood http://www.conlosojosabiertos.com/2009/02/05/el-extrano-caso-de-mr-eastwood/), Tarantino es el paradójico gran último cineasta posmoderno (si es que la posmodernidad llega pronto a su fin…).

3.

El excesivo Tarantino rompió las formas (en todo sentido) de la tradición de Hollywood, al destruir con lenta minuciosidad la mesura clásica (y abrirla literalmente a su venerado explotation): al mostrar un asesinato con un bate de béisbol o extracciones de cuero cabelludo en primer plano, reivindica de film en film lo que sólo parecía una forzada escena de tortura en su opera prima (y que sólo fue el inicio de una abyección continuada hasta al hartazgo por sus imitadores). A la vez, paradójicamente, su obra pareciera buscar el centro de la construcción clásica, al (re)poner como centro lo elíptico y episódico (según la gran lección de Citizen Kane). Pero se trata de un movimiento (dialécticamente) falso:

Pues lo que en la primera generación de la autoconciencia (Welles) era abierta potencialidad –en tanto reconfiguraba el paradigma griffithiano para abrirlo al cine moderno-, y en la segunda (Godard) abierta crítica –en tanto deconstruía el paradigma wellesiano para hacer una crítica de la modernidad-, en la generación posmoderna que Tarantino representa no hay intento de reconfiguración crítica ni de resolución dialéctica: los opuestos se anulan. Es un cine de la implosión.

Y ese juego pendular entre el exceso y la discreción (ya presente en su primera y mejor película, entre la elisión de la escena del asalto y la  exhibición de la escena de tortura), si por un lado parece insuflarle cierta respiración (artificial) al clasicismo, por el otro lo desarma y sangra desde la raíz. Porque Tarantino sabe bien (tal vez mejor que nadie en el cine contemporáneo) que el cine es ante todo un arte que se juega en esa tensión entre elipsis y expansión. Y su poética se basa en hacerlas chocar, elidiendo a la vez (en esa muda explosión) precisamente aquello que el cine clásico erigió como central: la imagen-movimiento.

4.

Para el insular Tarantino el movimiento es apenas la deflagración que lleva de un estado de tensión a otro: por eso el eje de sus films son esos momentos de detención que cualquier cineasta americano consideraría como mera “transición”. Pues aun sus momentos de mayor acción (como los que enhebran el movimiento espasmódico de Kill Bill), no son más que expansiones de esa tensión contenida (como el largo prólogo a los duelos en los spaghetti western). Y es que el verdadero centro de la escena es ese tiempo “muerto” entre descargas (como si Leone filmara una película de Antonioni): por eso su epítome son esas largas conversaciones aparentemente banales que aplazan el inevitable estallido (y cuya raíz profunda se remonta a The Killers de Hemingway, de quienes los asesinos de Tarantino son su  verborrágica y dispersa encarnación posmoderna).

Su asumida banalidad del mal reduce esa superficie discursiva (ese iceberg hemingwayano) a un nihilismo ya no trágico sino exultante: los antihéroes no creen en nada… salvo su discutida pasión plebeya (las mil variaciones del pop, defendido con la vehemencia demencial de un artista frustrado a punto de dar un putsch en una cervecería: los antihéroes de Tarantino sacan su revolver cada vez que oyen la palabra cultura). Y es que la violencia ya no es un medio sino un fin: la violencia es una pasión más. Como la cinefilia…  No es extraño entonces que para Tarantino no parezca existir una realidad fuera del cine (alejado ya de su clásica relación de exterioridad con el mundo), ni que esa estetización de la vida termine inevitablemente en la tentación fascista.

5.

El demagógico Tarantino hace implosionar la tradición del cine clásico de Hollywood, que fue ante todo un paradójico arte del escapismo (que permitía a quienes lo dominaban –según la gran lección de Ford- escapar del arte “escapista”): una forma de enfrentarse con lo real (allí donde la realidad –según el positivismo del siglo XIX que había dado origen a la técnica cinematográfica- empezaba a desvanecerse), en un momento en que el mundo tambaleaba entre dos guerras mundiales (que fueron en realidad una sola gran guerra, mediada por una larga elipsis), para proponer otro mundo posible (sin negar la realidad). Por eso el cine clásico podía burlarse de un dictador (como lo hizo Chaplin), pero jamás se hubiera atrevido a matarlo: el cine podía sublimar lo real (y ser una “fábrica de sueños”), pero no pretendía sustituirlo. Esa mesura constituyó la base de su gloria.

Y ese es uno de los motivos por los que la irredenta épica cinematográfica vuelve una y otra vez a la gran guerra, a buscar la gloria que perdieron (la guerra y el cine clásico). Es el caso de Spielberg (otro bastardo heredero del clasicismo): aunque no es lo mismo Saving private Ryan que Schindler’s list (tan distantes entre sí como el sacrificio de la Shoa), ambas  películas convertían a la guerra en una batalla tanto física como metafísica. Pero Tarantino está tan lejos de Spielberg (que vanamente intenta revivir una y otra vez el It’s a Wonderful Life de Capra), como de Fuller (que aun en el sinsentido de la guerra encontró el estoicismo final de The Big Red One). Aunque quizás la gran diferencia es que Fuller vio la guerra de cerca, mientras que Tarantino sólo la vio en el cine (al igual que Spielberg, quien todavía intenta conservar –aunque de modo simétricamente hipócrita- una fachada humanista para su defensa del imperio cinematográfico, o la defensa cinematográfica del imperio).

El impasible Tarantino, en cambio, es un asumido mercenario (y en eso al menos es más honesto que Spielberg). El cine es su única patria: no le interesa cuestionar la roja insignia del valor, sino vanagloriarse de la dorada palma obtenida en Cannes. “Los franceses respetan a los directores” dice la heroína de Inglourious Besterds, y ese es el problema: los autores triunfaron sobre la política (es decir: ya no hay política sino autores…). No es que Hollywood haya conquistado Francia, sino que Francia no opuso resistencia (una vez más). Así se escribe la Historia (del cine).

6.

El inmoral Tarantino se identifica tanto con la obcecada estupidez del capitán americano (digna de los Hermanos Coen) como con el refinado pragmatismo del oficial nazi (tan lejano al de Stroheim-Renoir en La gran ilusión): no es más que una glorificación del mal de la banalidad  (más que de la banalidad del mal), del mismo modo en que el incendio final del cine es una metáfora del propio cine de Tarantino (y cómo su sueño de cambiar la Historia ni siquiera logra conmover la historia del cine).

Pues el incauto Tarantino es un Sansón ciego derribando sobre sí mismo el templo del fariseísmo cinematográfico. Su logro (nada difícil en una época como la nuestra) es ocultar su vacuidad moral a través de un artificio formal (su aséptico y escéptico uso de la elipsis y la disolución, cual trituradora empeñada en diseminar –aun más- las ruinas del cine clásico). Y eso es finalmente la posmodernidad: no la nostalgia del clasicismo ni su superación moderna, sino sólo una conversación tan brillante como banal que encubre su arrogada y arrogante violencia exhibiéndola con gesto cool. Ese es el lenguaje del fascismo (y el fascismo del que es capaz el lenguaje cuando relega sus principios): tanto más terrible cuanto más trivial parece.

Fotos: 1) Caricatura de QT; 2) Póster de Bastardos sin gloria; 3) Welles en Touch of Evil; 4) Tarantino en Cannes; 5) The Big Red One

Copyleft 2009 / Roger Alan Koza