CANNES 2011 (02): LOS NATURALISTAS

CANNES 2011 (02): LOS NATURALISTAS

por - Críticas, Festivales
13 May, 2011 06:43 | comentarios

Por Roger Koza

El plano en picado sobre un joven tirado en una ruta acoplándose al contorno de un dibujo de un muerto inicia Restless, el nuevo film de Gus Van Sant. Es un plano holístico, pues allí se anticipa la pretérita muerte de los padres del protagonista y la obsesión de éste por la muerte. Enoch (Henry Hopper) es un habitué de entierros ajenos, una práctica que bien podría ser calificada de morbosa pero que en su universo simbólico quizás tenga connotaciones terapéuticas. Después de todo, la muerte es un fenómeno que resiste a su simbolización. Quizás por eso, Enoch juega a la “Batalla naval” con un espectro imaginario, un kamikaze adolescente llamado Hiroshi, quien por momentos hasta parece desearlo. Una figura del inconsciente, una estrategia heterodoxa para aplacar la soledad.

Por azar, conocerá a Annabel (Mia Wasikowska, un trabajo extraordinario), quien salvará a Enoch durante un funeral de ser atrapado por un guardia de seguridad que sospecha sobre el motivo de las reiteradas visitas del joven al cementerio. De allí en adelante serán primeros amigos, luego novios. Visitarán cementerios, pasearán por la morgue, discutirán la vida de los pájaros y compartirán juntos una fiesta de Halloween.

Annabel es admiradora de Darwin, según ella, “el hombre más inteligente de todos”, capaz de sistematizar sus observaciones en una teoría sólida sobre el origen de las especies. Annabel, cuyo libro favorito es Viaje al Beagle es, como ella se define, una naturalista, y de ese modo enfrentará su propia muerte, pues los médicos le han dado como mínimo tres meses de vida. Ni un ápice de metafísica, actitud más propia de su madre, y menos aun de dramatismo, el vitalismo de Annabel, a pesar de su cáncer incurable, le lleva a eligir vivir. En tres meses se puede aprender francés, viajar al África y tomar lecciones de xilofón.

Esta elegía naturalista sobre la finitud en manos de Gus Van Sant, en el contexto de su especialidad, la vida adolescente en Oregón, quizás no tenga la sofisticación formal (no hay aquí planos virtuosos á la Bela Tarr) de Elefante y Gerry, o los momentos experimentales de Paranoid Park, pero poco tiene que ver con el Van Sant de su film wikipedia llamado Milk y sus películas más hollywoodenses del tipo Descubriendo a Forrester, por citar un título.

En realidad, Van Sant hace aquí su primera película de terror adolescente, o consigue retratar todo aquello que insinúan las películas del género pero que pocas veces plasman acabadamente, en donde el adolescente es siempre la víctima preferida de un asesino serial. El motivo disperso pero no del todo articulado en esa películas es la confrontación temprana con la finitud del cuerpo y la primer intuición de que la irreversibilidad define nuestro modo de estar en el mundo. Lógicamente, aquí no se trata de dementes con una sierra que corre y mata a cuanto joven se le cruza o un misógino de voz grave y enmascarado acuchillando bellas jovencitas. Las criaturas de Van Sant discuten la pertinencia del seppuku, se imaginan víctimas de un accidente, reinterpretan en sus propios términos Romeo y Julieta, y hasta llegan a visualizar la explosión nuclear en Nagasaki.

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Restless

Hay una secuencia admirable en donde Annabel y Enoch, ella vestida en kimono y él disfrazado de kamikaze, participan de Halloween, un territorio simbólico propio de las películas de terror que rara vez llegan a delimitar y exponer la sustancia filosófica difusa que está implícito en la atracción adolescente por la muerte repentina. Después de una misteriosa persecución en pleno Halloween por parte de unos jóvenes disfrazados de cazadores (como si salieran del libro y las películas de y sobre El señor de las moscas), Annabel y Enoch irán al bosque y tendrán sexo. No son estrictamente dos secuencias unidas por la voluntad de un guión. Más bien constituye una observación pertinente y delicada sobre la sexualidad, una experiencia en donde la yuxtaposición de las pulsiones de vida y muerte resulta del orden de lo tangible.

Si bien Restless no es del todo pareja, ya que después de unos 45 minutos, por ejemplo, la película se resiente narrativamente, y a veces los motivos musicales de Danny Elfman son excesivos y poco expresivos (no así los temas musicales elegidos para ciertos momentos), Restless es una de esas películas menores fundamentales en la obra de un cineasta. Además, se trata de un prodigio de desacralización: pocas veces se filma la muerte con tamaña clarividencia, pocas veces también se consigue materializar cómo los muertos viven su discreta inmortalidad en la evocación que se suscita entre quienes los sobreviven.

Con Restless se dio el puntapié a la sección Un Certain Regard, quizás la sección más interesante de Cannes, al menos ahora que no llega a ser demasiado claro el concepto de programación de la Quincena de los realizadores, tras la partida de Olivier Pére. Este año será clave para entender los criterios de programación de su nuevo director artístico, Frederic Boyer.

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Trabajar cansa

La segunda película de la sección fue la brasileña Trabajar cansa, título inspirado en un poema de Pavese. Dirigido por Juliana Rojas y Marco Dutra, esta ópera prima es meticulosa en su puesta en escena y pertinente en su temática: la inestabilidad del mercado laboral y sus consecuencias psíquicas, en especial para los profesionales de clase media.

Como sucedía en el film de Van Sant, los animales también tienen aquí un rol simbólico. Las cucarachas, los perros, las vacas (dibujadas), los monos y los restos fósiles de un lobo o un animal similar que convocará lo siniestro, algo del mundo que no podemos tamizar a través de nuestros discursos, tienen apariciones repentinas, incluso un Papa Noel mecánico funciona como una entidad desestabilizante. En efecto, las criaturas de Rojas y Dutra son también naturalistas, o al menos viven en un universo darwiniano innoble, es decir participan de una lectura de la teoría de la evolución en clave liberal: el mercado es una jungla, y los trabajadores son fieras en plena lucha por la supervivencia.

Trabajar cansa articula su relato en el momento que una familia de clase media carioca experimenta una crisis laboral. Helena consigue abrir un mercado, y en el mismo momento su esposo, Octavio, es despedido de su trabajo. El mantra de que después de los 40 años conseguir un empleo es casi imposible alcanza aquí lo ridículo sublime en la extraordinaria secuencia final que resignifica la totalidad de la película y la eleva por encima de muchos filmes de su tipo: un grupo de empresarios desempleados participan de un seminario dictado por uno de sus gurúes de poca monta quienes combinan zen, terapias alternativas y managment con el propósito de traspasar al hombre moderno (y mediocre) y reconectarlo con sus instintos (y su espíritu). Un petulante coordinador arenga. Los primeros planos sobre los rostros de estos hombres desposeídos de toda dignidad constituyen una evidencia, una derrota. El facilitador narcisista les pide que griten, se liberen y que experimenten la fuerza primitiva de su constitución humana, su costado animal, su condición gorila. Octavio mira, piensa y, finalmente, pega el grito. No es precisamente el grito de un hombre libre. La desesperación atraviesa la pantalla.

Copyleft 2011 / Roger Alan Koza