CANNES 2018 (02): EL MENSAJERO PREDILECTO
André Bazin solía hacer una distinción entre los cineastas que creían en la imagen y aquellos que creían en la realidad; Hitchcock entre los primeros, Rossellini entre los segundos, por mencionar esquemáticamente lo que tenía en mente el hombre a quien ahora le place citar sistemáticamente a Thierry Frémaux cuando se refiere a los nuevos cambios organizativos concerniente a las funciones de prensa.
Esa distinción de Bazin puede aplicárseles también a los festivales. Hay algunos que priorizan la relación del cine con la imagen y otros con la realidad. Dicho de otro modo: la selección de películas que se pondera para una competen<eden ser más relevantes que lo que sucede en Rusia y sus países vecinos, pues de trata de una región geopolítica determinante, en la que el fascismo vuelve a seducir a muchos e inspirar conductas colectivas. Sin embargo, el espectador de Donbass poco podrá informarse sobre qué sucede entre ucranianos y rusos, incluso si este ha visto el soberbio y problemático documental Maïdan, que retrataba las manifestaciones que tuvieron lugar desde el 21 de noviembre en Ucrania.
A Loznitsa le parece suficiente transmitir el absurdo y el nihilismo a los que todos los personajes adscriben en sus actos y dichos; desestima entrever las razones y el contexto y se conforma con la barbarie de cada día. En este sentido, Donbass no es otra cosa que una serie interminable de calamidades: bombas que explotan en la vía pública, ridículas pesquisas policiales, humillaciones cotidianas y otros elementos en los que el sentido del mundo ha sido degradado hasta la insignificancia de la materia. En esto, Loznitsa, como sus colegas latinoamericanos propensos a la sociología minimalista, sigue la estética de la visceralidad: se cree en el impacto directo como un estímulo suficiente para la destitución del entramado discursivo que legitima una práctica. Es un atajo conveniente y eficaz. Impacta.
En principio, Donbass atomiza al sujeto colectivo de aquel film precedente mencionado y se ocupa dispersamente de todo lo que presuponía la manifestación en la plaza. El film empieza en un camarín improvisado en un tráiler donde un grupo de actores se están maquillando. No es muy claro qué están por interpretar y para quién, pero la aparición de una mujer militarizada los saca de inmediato a la calle. ¿Están filmando? ¿Es la película de Loznitsa? La urgencia es absoluta. De ese modo, los intérpretes empiezan a correr por las calles y la tensión es total. Se oye una explosión y un poco después se divisa un colectivo pulverizado con varios muertos en él y en el piso. Así empieza y también así termina. En el final habrá otro atentado en la vía pública y el relato volverá a situarse con los actores que se estaban maquillando en el inicio. En esta ocasión ya no saldrán a la calle; literalmente, no irán a ninguna parte.
La antojadiza estructura circular del relato tiene un propósito: afirmar la indistinción entre la ficción y su opuesto, procedimiento que vuelve a subrayarse en el momento en que empiezan a correr los créditos. Hay otra secuencia, la mejor de toda la película, cuya manufactura documental es casi indudable. Se trata de una visita a una especie de comunidad desperdigada en un edificio sin luz en el que subsisten amontonados familias numerosas, hombres solitarios y niños abandonados. Alguien dice “es como si viviéramos en la Edad de Piedra”. La aseveración es irrefutable, y la naturaleza de las imágenes es inescrutable. Este tipo de procedimiento en el registro, propio del documental, siempre está presente en las ficciones de Loznitsa; suelen desestabilizar el sistema de representación y producir un efecto de verdad sobre una forma de organización del relato que tiende a la ilustración de ideas. Sobre esto, como sobre todo los elementos formales que dispone, Loznitsa es enteramente consciente; lo explicitaba magistralmente en un pasaje de su fallida y en ocasiones aberrante Gentle Creatures, en la que repetía la extensa escena en la estación de tren de Polustanok, una de sus grandes películas, un ensayo sostenido enteramente en la indistinción del origen de sus imágenes.
La idea principal y evidente aquí es que esta guerra es cruel y primitiva; al mismo tiempo, la idea velada por la primera es no dejar pasar la oportunidad para recordar que los rusos son los hombres más primitivos y vulgares de la Tierra, gente capaz de todo. No menos rústico que el comportamiento de los rusos, Loznitsa, tan elegante para registrar un rostro humano y comportamientos colectivos en sus documentales, pone en escena una especie de linchamiento en una esquina donde tres soldados rusos dejan a un prisionero ucraniano a consideración de los transeúntes. A medida que se descubre la nacionalidad del detenido, la pasión por humillar al enemigo encuentra distintas expresiones y distintos ejecutores. Todos gozan con hacer sufrir al soldado; es un goce ostensible y desmedido, una inversión silenciosa del fascismo que la muchedumbre le adjudica al solitario uniformado. La insinuación y la ambigüedad brillan por su ausencia.
Caso extraño el de Loznitsa, acaso una especie de doctor Jekyll y Hyde del cine contemporáneo. Cuando observa y compagina sus registros para los documentales, una fría racionalidad le confiere cierta reservada piedad que se extiende a sus criaturas. Pero cuando elige la ficción adopta un tono demasiado grave con el que pone en escena y vindica el irredento pesimismo de los hombres. La ficción para Loznitsa debe ser aleccionadora, una pedagogía amarga que solamente refuerce el convencimiento de que hay una podredumbre en el corazón de la civilización. Cada plano grita educadamente: “Esto somos, esto”.
Y el resto es pirotecnia formal y suspicacia narrativa, como se puede verificar en el plano grúa hacia atrás en el cierre, que se detiene convirtiéndose en un plano general en picado, para así mostrar una entrevista que la televisión realiza con un testigo de la masacre, y que se reitera dos veces por algún presunto problema técnico. No es otra cosa que el empleo de una puesta en abismo caprichosa, que puede parecer un giro lúcido sobre la naturaleza de la representación y que solamente es pura ocurrencia y mero cálculo. Lo mismo pasa con el consciente estiramiento del tiempo de la escena final que, más que una muestra de atrevimiento, resulta un aprovechamiento exangüe de un recurso conocido.
Roger Koza / Copyleft 2018
Pregunta que se me ocurre sin haber visto esta película, por lo que arriesgo demasiado:
¿No será que en el sistema de Loznitsa documental y ficción, lejos de oponerse, se complementan? ¿Que lo que nos interesa en su indeterminación en Maidan se explicita y desambigua en las ficciones, donde se siente más a salvo para opinar? ¿No será la intederminación de sus documentales un truco cuyo sentido se manifiesta en sus ficciones?
Es buena la pregunta. Pienso en esa ilusión instalada de que en el documental, y especialmente en el observacional (muy a lo Lonitzsa) «no hay opinión» porque sólo se remite al «dar a ver» deleuziano. En cambio en la ficción es innegable la opinión porque es una construcción subjetiva desde el vamos. Pero por supuesto sabemos que el documental es otra ficción, por lo tanto, otra construcción cargada de opinión y mirada.
Quizás este «ruido» que hace Lonitzsa en sus ficciones ayude no solo a ver mejor sus documentales a partir de lo que omiten, sino a sospechar de los documentales «impasibles» en general. Ya va más de una década de «observacionales» que repiten una suspensión del juicio de la mirada que podría ser una impostura. Quizás pronto el «dar a ver» deleuziano empiece a mostrarse él mismo como una coartada para ocultar el juicio que el autor sí tiene, pero trata de ocultar.
Leo sus comentarios; ni bien encuentre un tiempo libre les respondo. Gracias. R