CANNES 2018 (03): CUESTIÓN DE ESTILO

CANNES 2018 (03): CUESTIÓN DE ESTILO

por - Festivales
11 May, 2018 05:08 | Sin comentarios
Tercera entrega desde Cannes. Los estilistas y sus límites.

Kiirill Serebrennikov tiene estilo. Jaime Rosales también. ¿Es suficiente tener estilo? Tener estilo no quiere decir ser un buen cineasta. Un cineasta como Bresson tuvo que exigirse sin descanso para delinear una forma que no violentara una experiencia de la gracia que veía mancillada su expresión con tan solo explicitarla en voz baja. La creación de una forma cinematográfica necesita tiempo; la invención de una forma es intempestiva. En ese sentido, el estilista se parece al buen cineasta. Como sucede con los astrónomos y los astrólogos. El mapa de las estrellas es el punto de partida; luego, son prácticas inconmensurables.

En efecto, el estilista se abandona a ciertas contorsiones que prueban aparentemente el dominio de un medio, un hermoso simulacro que intimida por pura prepotencia. Pero un cineasta no es un estilista, porque aquel necesita algo más que una huella reconocible y una gramática indeleble en cada plano que plasma. Un movimiento de cámara o un desplazamiento sobre el espacio requiere cierto saber, pero el acto de asir una forma no se aprende en una academia ni menos aún implica un arbitrario uso del lenguaje del cine. Eso explica inacabadamente la razón por la cual nadie puede imitar a Bresson en su conquista de lo táctil, o a Peleshian en su intuición acerca de que el sentido nace en la distancia entre todos los planos de una película. En ellos, el estilo es una deriva de un paso previo, algo que proviene después de una necesidad que los desbordaba. Dicho esto, pasemos a los ejemplos, ejemplos de todo aquello que no tiene nada que ver con la invención de una forma.

Serebrennikov ha hecho una película bonita y se llama Leto. Eso es todo. En esta ciudad costera ya hay varios que gritan victoria.

En este film, cuya traducción es “verano”, se le rinde un honesto homenaje a una generación rockera que surgió en Leningrado, en pleno período ya crepuscular de la Unión Soviética, a principios de 1980. Sin duda, algunas escenas recobran el asombro y la insensatez de aquella época menos sombría que otras. Después de Stalin, todo fue mejor, y estos amantes de Sex Pistols y Blondie ya ni siquiera son hijos del deshielo. ¿Cuáles son esas escenas? La mejor es aquella en la que los músicos lanzan sus acordes a pura distorsión en un concierto y varios agentes soviéticos, bastante amigables, intentan apaciguar las reacciones del público. La comicidad es inevitable, y ni siquiera es comedia negra, más bien gris, como los matices del blanco y negro que predomina cromáticamente en casi todo el film. La lección fue siempre la misma y hasta 1991 fue indudable: un buen camarada no debía olvidar la importancia de mantener los modales. No obstante, el laborioso control sobre las conductas era insuficiente, y tal exigencia de fidelidad a una causa también cuenta con sus escenas, no menos divertidas, por absurdas, que las correcciones del entusiasmo del público. Sí, revisar las letras de las canciones era imprescindible, exégesis que atravesó todos los períodos del régimen. La modulación de un nuevo hombre precisa de una pedagogía microscópica.

Como suele suceder, la represión alienta la desobediencia y clama por su opuesto. Al respecto, hay una escena hermosa en la que todos los músicos, amigos y groupies, se desvisten y se meten en el mar, alternando el baño con saltos tribales por encima de la llama de una fogata en la playa. Unos de los misterios de esos períodos de vigilancia es la incitación diferida al ingenio, que en el film se expresa mejor cuando el vitalismo descontrolado permea el espacio público. Hay varias secuencias musicales, un poco ingenuas y asimismo amables, que nacen de la imaginación de los personajes, situación que Serebrennikov aprovecha para incluir efectos de animación que alteran el registro general y las figuras de los transeúntes. Es hermoso observar a hombres y mujeres ya entregados a una vida regulada y verlos liberarse momentáneamente de sus obligaciones y cantar como si estuvieran en un (video) musical. En esas secuencias aún palpita el ya olvidado móvil emancipatorio del rock, una fuerza sonora y semántica capaz de filtrarse en el imaginario de una multitud y alterar el orden de las cosas.

La noble historia de Leto no deja nunca de ser bastante elemental. El esquema es sencillo: un músico talentoso toma como mentor a otro, un joven que apenas es un poco más grande y exitoso. A su vez, el aprendiz se enamora de la mujer de su amigo y guía. El melodrama apenas se esboza, porque a Serebrennikov le interesa más plasmar una época y una escena cultural que desarrollar las peripecias de una aventura amorosa. Este es un film de canciones, homenajes y momentos. Retratar la movida musical de los ’80 liderada por Mike y Viktor, héroes de la cultura popular rusa de esa década, la cual estaba en consonancia con toda una cultura a contrapelo de la oficial y en sintonía con la misma generación en otro territorio, es el objetivo. Fue una época en la que los Sex Pistols no pasaban por ser una curiosidad británica para el consumo de nihilistas de clase media, sino que estos encarnaban una furia sin proyecto político que la ordenara.

Un malicioso y adorable crítico de cine deslizó que Leto no era otra cosa que un tardío Tango feroz ruso. Con esto no quiso prodigarle un elogio sino apaciguar el entusiasmo que despertó la película en su estreno. Una película demasiado adolescente, lírica y trivialmente pop. Es posible que esté en lo cierto, aunque el film de Serebrennikov trabaja sobre la forma elegida intentando recobrar un tiempo perdido.

¿Qué decir de Petra, la nueva película de un declarado estilista, Jaime Rosales? Lo primero es que Bárbara Lennie vuelve a resplandecer en Cannes, y no es solamente un atributo de su manifiesta belleza. La economía gestual de la actriz es notable; entiende exactamente qué necesita una escena y cómo debe ser la interacción con sus pares. No es una actriz solista ni solipsista.

Pero no se trata solamente de ella. La indesmentible virtud del film de Rosales dista de residir en el histérico movimiento de sus planos, cuya consciente lentitud es solamente parte de un show formalista que no resiste razón alguna. La gran eficacia de Petra radica en el elenco y sus interpretaciones. Todos están perfectos, incluso cuando la evolución dramática lleva a un inevitable encuentro con el ridículo. Además, la gratuita crueldad mezquina de su trama envilece a casi todos los personajes, y a pesar de eso los interpretes brillan. La mejor escena en este sentido, y la más hermosa, está en el principio: es el pasaje en el que Petra y Lucas se conocen y se insinúa un posible romance. Alex Brendemühl, Joan Botey y Marisa Paredes están perfectos.

El problema de Petra es la partitura que deben seguir los intérpretes. La tragedia griega, que desconoce todo atisbo de felicidad o telos de bienaventuranza, constituye el esqueleto de este film que emplea toscamente los antiguos arquetipos de los relatos occidentales para desarrollar una trama que se reduce a la inquietud de Petra por sus orígenes y a los meandros perversos del deseo (el único señalamiento histórico está en un hallazgo macabro de unos cuerpos enterrados, posibles víctimas del franquismo; es un signo abierto y claramente histórico).

No hay duda alguna del ambicioso cometido del cineasta y su compromiso por insistir en las profundidades del alma humana. Tal propósito no conjura lo caricaturesco, pues nada puede ser más irrisible que el espíritu de gravedad ateniéndose sin libertad alguna a los modelos antiguos del arte de la narración. Esto explica las risas ante ciertos diálogos en los que se revelan engaños y maldades gratuitas, donde incluso un escopetazo puede funcionar como un gag. Esta inadecuación entre una estructura dramática modélica y su uso contemporáneo puede acarrear traducciones insólitas y no deseables. Como suele pasar, la invocación de los grandes temas del hombre puede derivar en un cúmulo de banalidades protegidas por el consenso que las legitima, pero basta un pasaje inadecuado para despertar una carcajada.

El estilista responde al capricho, el cineasta busca una forma precisa para ordenar una necesidad que trasciende la ilustración de cualquier relato. Es difícil adivinar la lógica que guía el formalismo de Rosales. El movimiento perpetuo de los planos nada tiene que ver con la historia de la pintora que llega a una residencia de artistas situada en la casa de un famoso artista plástico, el cual lleva un estilo de vida que le permite vivir retirado en una zona campestre y montañosa de España. Constantemente, los personajes entran y salen de cuadro; en alguna que otra situación de cierto peso dramático, el movimiento los deja en fuera de campo, decisión que posteriormente no se respeta. No hay nada que dé una idea de necesidad. Tal vez a Rosales le pareció interesante observar cómo un balazo podía atravesar un cráneo, y entonces prefirió dejar en fuera de campo el propio fuera de campo. Mostrar o no mostrar una situación o un acto determinado depende aquí de una economía del suspenso y una búsqueda de efectos específicos. Lo que pasa con el movimiento de cámara se replica en el voluble uso de la música extradiegética, que suele intervenir sin mayor sentido dramático o estético.

A diferencia de la magnífica Sueño y silencio de Rosales, por lejos la única película a la altura de su prestigio (ahí, el director había hallado la forma exacta para filmar un duelo), Petra es una pieza de cámara donde la forma elegida es autónoma respecto de su relato. Nadie podrá dudar que es un film de estilo, pero un cineasta no se define por el mismo.

*Conferencia de prensa de Leto; 2) Leto; 3) Petra. 

Roger Koza / Copyleft 2018