CASA PROPIA
Esta vez, con Casa Propia, el cineasta cordobés por adopción, elige trabajar a partir de un personaje en concreto, seguirlo, atisbarlo en sus rincones, en su melancolía, en sus avatares cotidianos, en sus inseguridades. Este personaje es la carnadura de la película que le da pie a Rosendo Ruiz para sugerir las realidades posibles de un hombre que llegando a los cuarenta años se ve “desalojado” de su propia vida. Y la palabra desalojo tiene acá una polisemia estructural: desalojado de la casa en la pareciera que vive con su mujer (en un inicio fantástico), desalojado de la casa de su madre, incluso de su profesión (es docente de literatura en una escuela media; estos desalojos son en algunos casos reales y en otros simbólicos.
Casa propia, Argentina, 2018.
Dirigida por Rosendo Ruiz. Escrita por R. Ruiz y Gustavo Almada
Sucede que el personaje es ese tipo común que no encuentra un espacio, ni un lugar, ni un territorio que le sea propio; se encuentra extrañado de todo lo que lo rodea, distanciado. Y esta distancia se refleja en la puesta en escena. Los planos se alternan, en un montaje extraño – y no es deliberado el uso del término- entre planos cercanos, casi primeros planos y planos de conjunto. La cámara de Ruiz busca la distancia ideal para no someter al personaje a un juicio moral. Lo muestra en su cotidianeidad tan cerca y tan lejos como ese personaje deja que lo vean. Así, podemos entender algunos de sus conflictos, inseguridades e incomodidades, pero a la vez no llegamos a comprender cabalmente algunas cuestiones que lo movilizan o lo inmovilizan. Este juego de distancias aparece en la película dejándonos ver la permeabilidad y la impermeabilidad del cuerpo de ese hombre de manera alternada. Ese cuerpo nómade que no encuentra pertenencia alguna, que en su deambular busca – tal vez como una improbable solución- una casa propia, un espacio del que apropiarse, un territorio donde poder, finalmente, descansar. Ese cuerpo que vagabundea es también la forma de la película que se distancia y se aleja de las cosas, que se deja ver pero también se empaña, que rodea a su personaje en su entorno cerrado y a veces hostil.
Dos secuencias notables: la primera es la apertura de la película. La cámara que solo registra, sin inmiscuirse, a unos jóvenes cordobeses que hacen “cosas de jóvenes” en la calle. El plano los muestra sobre un costado, charlan, toman fernet; son el reflejo de una generación. De pronto, por detrás del plano aparece un hombre que quiere entrar a su casa; tras varios intentos, una mujer desde adentro le abre, pasan velozmente unos segundos y se suceden algunos gritos tras lo cual el hombre sale con su mochila al hombro, mientras los jóvenes le gritan. Dos generaciones, un mismo espacio – la calle- y esa cámara quieta que registra lentamente aquello que sucede.
La segunda secuencia es una clase en la que el personaje, docente de literatura, trabaja las viejas y no por ello desactualizadas categorías de Vladimir Propp acerca de la constitución de los relatos populares. Los chicos sin saberlo invocan los roles y las situaciones de Propp: el héroe, el antagonista, la peripecia. El profesor les pide que hagan con esas categorías un relato más actual, más cercano en el tiempo y los chicos imaginan y cuentan en voz alta, mini relatos centrados en su presente más inmediato. El modo en que Ruiz concibe esta escena es interesante y reveladora: cada chico cuenta algo y a su vez es enfocado; la cámara se desplaza rodeando a ese conjunto de adolescentes. El plano sugiere que estamos ante una generación diferente a la del profesor. Por otro lado, simbólicamente, esta secuencia es una radiografía de la estructura narrativa de la película: el antihéroe – ese profesor personaje- tiene un antagonista – la propia realidad en la que vive, su propio presente. El personaje tiene un recorrido, o debe encaminarse por un largo y trabajoso trayecto para conquistar la pertenencia. Dicho de otro modo: ser propietario de sí, o conquistar su vida adulta.
En este camino son importantes los detalles: una planta que se está secando, un libro que sobresale en la biblioteca, el espacio reducido de la casa de la madre, una canilla que gotea, unas cortinas que apenas se mecen con la brisa que llega de afuera, los pasillos de la casa y del hospital, un viaje en colectivo de vidrios empañados que no dejan ver el otro lado, el afuera de esa ciudad. Detalles que dejan entrever dejadez y desgano y que desnudan cierta negación sistemática a la que se ha habituado este hombre.
Los detalles vinculares también importan: la tensión entre los hermanos, a propósito de la madre que se enferma, lo que sucede en el trabajo, siempre insuficiente, lo que pasa con el amigo que obtiene logros profesionales que espejan las fallas propias constituyen el universo personal de un hombre que no encuentra su espacio y que no puede “habitarse”. La cámara discreta e inteligente de Ruiz no sofoca a su personaje y le da la suficiente libertad y distancia para que Alejandro pueda encontrar finalmente su territorio y reconocer las ambigüedades del mundo, el propio mundo.
Marcela Gamberini / Copyleft 2018
Últimos Comentarios