EL CENTRO Y LOS MÁRGENES: HABÍA UNA VEZ EN HOLLYWOOD
Los años 60 en Estados Unidos, en un montaje didáctico: puritanismo, conservadurismo, segregación racial. Irrumpen el rock and roll, el feminismo, los movimientos por los derechos civiles. El amor libre, la vida en comunidad, la experimentación con drogas. La represión policial, el asesinato de Martin Luther King y los Kennedy; los jóvenes que vuelven del otro lado del océano en cajones envueltos con la bandera. La era de Acuario y la era de Vietnam. Suenan The Doors, Bob Dylan, los Stones. Desde la reconciliación y la resignación, Forrest Gump o Nacido el 4 de Julio, el cuento es más o menos el mismo.
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Rick Dalton, ex cowboy televisivo de primera línea, ahora actor de reparto, atraviesa una crisis profesional y personal. Su mejor amigo, su doble de riesgo Cliff Booth, es también su chofer. En el cruce de un semáforo, Cliff cruza miradas con una jovencita hippie y el director echa mano a un clásico del cancionero de los 60. Suenan los primeros acordes de “Mrs. Robinson”, las voces comienzan a armonizar (du du du du du…). La canción, parte de la banda de sonido de El graduado, es un guiño sugerente de amor inter-generacional. Cuando comienza la letra se corta abruptamente la canción. Ese amague nos dice: “Esta no es esa película, no es esa versión genérica de los 60, eso es demasiado fácil”. El gesto es emblemático por razones estéticas (sin descartar las ínfulas del director, principal militante de su condición de auteur cinematográfico). Para empezar, tiene que ver con la forma de mapear la historia del cine y la música pop que tiene Tarantino: el centro se desplaza a los márgenes y viceversa. “Mrs. Robinson” de Simon & Garfunkel (#1 en los ranking de Billboard) le deja su lugar a una joya olvidada como “The Circle Game”por Buffy Sainte-Marie (#126).
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Apropiarse de materiales ajenos, revisar lugares comunes y darles un giro original; revertir tópicos o tomarlos y redoblar la apuesta. Toda la narración de Había una vez en Hollywood consiste en una gran pirueta, compuesta de pequeñas acrobacias narrativas: desvíos de la línea narrativa principal, para mostrar ficciones dentro de la ficción. Flashbacks dentro de flashbacks. Escenas que solo existen para dar lugar a una conversación sobre temas tangenciales a la trama. En general, las escenas se prolongan más allá de la exposición de información necesaria y, de hecho, no avanzan la historia tanto como la dilatan. Parte de la película se compone de “puntos muertos” traídos a la vida, como cuando dedica un par de minutos a mostrar a Cliff alimentando a su hermosa pitbull, Brandy. O también podríamos decir escenas marginales a la resolución de la historia, que ocupan el centro de la atención: un actor ensayando sus parlamentos, una mujer comprando un libro para su pareja, un trabajador que vuelve en auto a su casa luego de terminar la jornada. De cualquier manera, al final cada pieza encontrará su lugar, porque Tarantino es un fanático de la puesta en escena, pero también (por qué no) de la orfebrería del guion. Entre tantos giros y desvíos, la deriva no pierde el rumbo. Más bien elige no unir los puntos por la recta más corta, sino por un camino sinuoso, serpenteante como las colinas que llevan a la casa ubicada en Cielo Drive donde todo este relato culmina.
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Permítanme contarles sobre Tony Longo, un actor ignoto aunque cuente con 155 papeles a su nombre en el registro de IMDB. Longo, un tipo de dos metros de alto y 150 kilos, nunca fue protagonista, sino un intérprete condenado por su physique du rol al estereotipo del urso sin muchas luces, que con suerte roba una o dos líneas de diálogo en alguna película. Thom Andersen le dedica un cortometraje, compuesto por las breves apariciones del gigantón en 3 películas distintas. El corto es, entre otras cosas, un experimento: qué pasa si tomo un thriller hollywoodense convencional y lo cuento desplazando al protagonista central, para enfocarme en un figurante lateral, un actor de reparto fugaz. Había una vez…crea una ficción sofisticada con un procedimiento similar. Nos sitúa en el preámbulo del fatídico encuentro entre Sharon Tate y la familia Manson, pero los protagonistas de la historia son dos tipos (miembros de la clase media y del proletariado hollywoodense) que no figurarían ni como pie de nota en la historia del cine; en ese sentido, más cercanos a Tony Longo que a la aristocracia de Tate-Polanski. Sharon es una presencia luminosa, magnética, pero no deja de ser una figura secundaria, desplazada del centro de su propia historia a la periferia del núcleo Dalton-Booth.
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Aunque tenga contadas apariciones y prácticamente no tenga diálogos, Tate es un personaje radiante gracias a la actriz Margot Robbie. Los tiempos prolongados en los que asistimos a lo mundano de la vida de los personajes se explican, en parte, a que Tarantino reconoce que ver una película es la oportuidad de pasar tiempo con gente inusualmente talentosa y carismática como Robbie, Brad Pitt o Margaret Qualley. Un punto aparte merece Leonardo DiCaprio, que a esta altura parece entender todo de la actuación cinematográfica. No se trata de imaginar tics, ni gestualizar psicóticamente, ni inventarle voces al personaje interpretado (aunque DiCaprio con total auto-indulgencia le atribuye a Rick Dalton un tartamuedeo apenas perceptible y un acento sureño un poquito ridículo). Se me ocurre que un buen actor o actriz de cine debe poder hacer por lo menos tres cosas. Una es adaptar su estilo al registro (naturalista, caricaturesco, distante, ampuloso, etc.) y al tono de la película (melancólico, efusivo, sombrío, etc.). Otra es entender las formas en las que el cuerpo nos traiciona inconscientemente (¿dónde van los ojos?, ¿cómo se colocan los brazos?; en un grupo de gente, ¿hacia quién se inclina?). La última, la más importante, es cómo se relaciona con el plano: cuándo puede desbordarlo y cuándo debe fundirse en él, convertirse en un elemento de la composición; cómo puede transitarlo, o cómo posicionarse y habitarlo desde la quietud. En esta película DiCaprio muestra que domina todas estas facetas. Un monstruo.
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La película es un nuevo recorrido por la ciudad más recorrida de la historia del cine. Un viaje en formato anamórfico, para privilegiar los movimientos horizontales, los enormes trayectos que cubren los automóviles (y ocasionalmente los caballos). En esa disposición horizontal, en su enormidad, se puede imaginar cómo el salvaje Oeste de los westerns ha sido maquillado con pavimento, autopistas y luces de neón. Ocasionalmente se puede vislumbrar algo de la ecléctica arquitectura de la ciudad, pero donde suele detenerse la cámara es en la cartelería. Si las películas de Thom Andersen son un buen contraplano de las de Tarantino, no podemos dejar de mencionar su clásico ensayo sobre la representación de LA en el cine, Los Angeles Plays Itself; pero sin olvidar otra más pequeña, Get Out of the Car, un itinerario por la metrópolis californiana a través de la filmación de carteles y pintadas en las paredes. Uno de los muchos placeres de Había una vez… es el diseño gráfico. Esto está presente también en los interiores, en los posters que adornan las habitaciones, en las etiquetas de todo tipo de bienes de consumo. Esa fascinación es en partes iguales la mirada de un fetichista y de un artista pop.
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A riesgo de contradecirme, en este punto conviene salir de una confusión: Tarantino no es un cineasta pop (si alguna vez lo fue, ya no lo es). La clave está en cómo se apropia de los materiales. La evidencia está en cómo imagina o reinventa los objetos que homenajea. El pop es el tema (uno de ellos), no el estilo. Su aproximación al cine B, al cine Z, a los seriales televisvos no es desde la estética retro y menos desde la parodia. Una de las secuencias más extensas de Había una vez…está dedicada a la filmación del piloto de la serie Lancer,del que participa Rick Dalton (acá puede verse el episodio que la inspira). La puesta en escena de esta versión de Lancer es ridículamente cinematográfica, montada en un saloon desierto, pero gigante, de manera que puede entrar una grúa y la dolly se puede mover con libertad para hacer sofisticados cambios de encuadre. Ese saloon está bañado de una luz a la vez precisa y preciosista, que sugiere la puesta en abismo (actores interpretando actores) al emular la iluminación de un escenario; y que se deleita con las volutas de humo del cigarrillo de Caleb Decouteu, el villano que interpreta Rick Dalton. Los extras se colocan de manera tal que son puntos en los marcos de las ventanas, que decoran en profundidad de campo la composición de un gran plano general. Una serie de esfuerzos, de tiempo, recursos y lirismo, que la implacable lógica económica de la televisión no permite. La puesta en escena es la amorosa traición de Tarantino a sus obsesiones, su forma de traer todos esos materiales marginales al centro de la cuestión cinéfila. Un pequeño aporte de preservación, para evitar que esas producciones que fueron parte de su formación sentimental y estética, caigan definitivamente en el basurero de la Historia.
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Antes de su primera proyección en público, Tarantino pidió que no se develen los giros argumentales de esta película. Creo haber respetado ese pedido en este texto, aunque lo hago casi a regañadientes o casi involuntariamente. La intolerancia al spoiler*es un caso llamativo de nuestra época, pero creo que es más un problema de las películas (y las series, debería decir de las narraciones) que del público. Había una vez en Hollywood es una perfecta película anti-spoilers, en la que es mucho más importante cómo se narra que lo que se está contando. Su acrobático relato podría comprimirse en 45 minutos y se extiende en 2 horas y media (es ilustrativo leer el argumento entero en Wikipedia, breve, conciso), donde cada escena es un juego con la materia del cine, con las imágenes, con los sonidos.
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Tarantino no tiene mucho para decir del final de la era hippie, ni en términos históricos ni sociológicos ni antropológicos. De hecho, podríamos decir, empuja la Historia a los márgenes (aunque la Historia esté presente en cada rincón): el homicidio de Bobby Kennedy y la Guerra de Vietnam aparecen apenas audibles en la radio del auto que maneja Cliff Booth. En sus limitaciones, el director tampoco ha encontrado una veta particular en el caso de los asesinatos de Cielo Drive, algo que nos ayude a entenderlos como fenómeno en relación a su contexto. Sí hay conciencia y precisión sobre aquel momento de la industria de las imágenes, cuando el viejo Hollywood comienza a dejar paso al Nuevo Hollywood y el western deja de ser el género predilecto del cine y la auto-representación de los mitos estadounidenses, para convertirse en una forma anticuada con la cual polemizar. Pero Tarantino no está poniendo el ojo sobre la Cultura, sino sobre un par de tipos que vehiculizan sus fantasías. No es el gran plano general de la Historia, sino el plano detalle sobre los héroes de la pantalla que le dieron forma a su niñez allá por 1969. El abrazo entre Sharon Tate y Rick Dalton es tanto un homenaje a la recordada actriz como a todos los actores olvidados que ayudan a componer el ficticio personaje de DiCaprio, que finalmente pueden desplazarse de los márgenes (al borde del precipicio) y cruzar la gran reja que los pone en el centro de la historia del cine. Lo valioso de la película no está en el comentario de un tema, sino en el resguardo apasionado de una tradición y un arte casi perdido. Es el arte de la puesta en escena, del relato que gozosamente trabaja sobre sus propios pliegues. Es el arte de trabajar sobre los desplazamientos, de sentido, de emociones; desplazamiento de centros y márgenes, para imaginar nuevas formas posibles, desacomodar las que fueron configuradas previamente. Esta película es de las pocas que hace frente a una tendencia mayoritaria: narraciones académicas, efectistas, prosaicas, expeditivas. Imágenes que no se piensan desde la forma, que desembocan en el llano del sentido unívoco. Que no tienen misterio, ni tienen lugar para lo impredecible, ni para la imaginación del público. Le hace frente a relatos que se juegan todo en la clemencia que tenemos por contar o no su resolución, que se juegan la vida por el spoiler.
*El gran crítico norteamericano Jonathan Rosenbaum hace una defensa del spoiler<<. Está en castellano en la edición de Adiós al cine, bienvenida la cinefilia de Monte Hermoso Ediciones.
Santiago González Cragnolino / Copyleft 2019
Muy buen análisis, de los mejores que pude leer sobre la película. Lo mejor de todo es que te conduce a un libro de Rosenbaum!
Uno de los mejores críticos de todos los tiempos. Para quienes les interese leer sus artículos, su sitio es muy completo y generoso. Con el traductor DeepL (https://www.deepl.com/translator) se lee sorprendentemente atinado