EL CUENTO DE LAS COMADREJAS
ARSÉNICO Y ENCAJE ANTIGUO
Los muchachos de antes no usaban arsénico (1976) podría haber sido la última película de José Martínez Suárez: no es menos oscura que la involuntaria despedida de Nilsson estrenada ese mismo año (Piedra libre), pero su autoconciencia es más distanciada y cínica (remite más a la comedia negra que al melodrama gótico), y acaso eso la salva, a la distancia, de parecer lo que es: una excentricidad que la época convierte en profética. Se trata de la primera película nacional estrenada durante la última dictadura, pero –a diferencia de la persecución sufrida por Piedra libre– representó al país en las precandidaturas a los premios Oscar. Tal vez porque el poder veía un aval más que una crítica en esta historia sobre esta junta de amables viejecitos que matan no solo a la nueva generación que quiere desbancarlos (Bárbara Mujica) sino también a los que aun entre su propia clase se ponen en su camino (representada por Mecha Ortiz, también matrona en Piedra libre, pero esta vez como víctima propiciatoria).
Todo el elenco hacía referencia directa al viejo sistema de estudios: Ibañez Menta, Soffici y García Buhr (una suerte de versión octogenaria de La patota): Los muchachos de antes no usaban arsénico anunciaba de manera alegórica el ocultamiento de los cuerpos y el robo de los bienes de las víctimas, pero también hacía menciones directas al pentotal sódico (que los genocidas de la ESMA rebautizarían “pentonaval”) y al uso de eufemismos para hablar de la desaparición de personas (“se esfumó”). Con la astucia de coronar la película con una cita bíblica que engañaba a los censores entonces y a la corrección política ahora (un salmo bíblico que reza “no tengas envidia de los que hacen iniquidad, porque como hierba serán pronto cortados”), Martínez Suárez entregaba un final falsamente tranquilizador, que cualquier espectador medianamente informado de 1976 podía comprender.
Más de cuarenta años después, en la remake de Campanella ya no están las viejas glorias venidas a menos, sino actores que remiten más al renovado antiperonismo que a la ya centenaria historia del cine argentino (salvo en el caso de Graciela Borges, que une todas las tradiciones). Campanella declara que quiso hacer una película “como las de antes” –como le pedían a Nilsson los productores de Piedra libre–, pero ni siquiera trató de ser fiel a Martínez Suárez, que nunca condescendió a la nostalgia: El cuento de las comadrejas, en cambio, luce como una película hecha a destiempo, hasta filmada sin la habitual solvencia del director de El secreto de sus ojos.
Se trata de una película de retruécanos, de resoluciones televisivas, de una autoconciencia malgastada (Entre tanta cita fuera de lugar, Campanella se permite incluso una referencia irónica a su opera prima, El niño que gritó puta [1991], que más de 25 años después todavía sigue siendo una película inquietante, mientras esta parece prematuramente envejecida). La paradójica modernidad de sus películas previas deja lugar a un engendro festivo con olor a naftalina, que confunde clasicismo con conservadurismo.
Hasta su pretendido humor se vuelve vetusto hasta la solemnidad, envuelto en una subtrama amorosa que busca compensar su cinismo de salón, todo musicalmente subrayado hasta el hartazgo, muy lejos de la lacónica sequedad de la película de Martínez Suárez, que parecía concentrar (como ¿Qué es el otoño?De David José Kohon, también estrenada en 1976) toda la desazón de la malograda generación del 60. Las referencias a ese pasado son aquí tan confusas que el film evocado dentro del film, con su imaginería oriental del viejo Hollywood, parece más una película de los años 30 que de los 60. Si esa venerable tradición moderna aparece voluntariamente desdibujada, es acaso porque El cuento de las comadrejas luciría más antigua que esos luminosos antepasados que se superponen en el rostro de Graciela Borges. Cuando se habla de “Soffici, Del Carril, y Tinayre” (curiosa hermandad, en la que el último parece de más) es solo para demostrar que los jóvenes no conocen esos nombres, pero pareciera que también para Campanella todo tiempo pretérito fuera igualmente brumoso.
Todas las referencias al pasado de los personajes son igualmente vagas. Del director encarnado por Oscar Martínez se menciona que debió exiliarse por haber hecho de un documental sobre campesinos de la zafra, y que al volver al país en los 80 “se le había pasado el momento”, por lo que terminó haciendo una suerte de película infantil vergonzante antes del retiro anticipado… Del exilio al refugio, de la militancia a la misantropía, como en El mismo amor, la misma lluvia, los vientos de la época parecen pesar más que las decisiones (políticas). Acaso por eso los cambios de trama con que Campanella traiciona finalmente a Los muchachos de antes no usaban arsénico, para buscar la curiosa inocencia de sus añosos personajes (a los que en este caso se suma la estrella femenina), hacen de El cuento de las comadrejas una fábula sobre la exculpación (sobre “el consentimiento de este mundo”, diría Brecht).
“Pragmatismo versus romanticismo”: así resume Campanella su repetido agon. Pero uno de los viejos habla del “resentimiento” como motor de la lucha generacional, en una inversión de la “guerra del cerdo”: la tragedia vuelve como farsa siniestra, porque aquí la “comunidad” en peligro son unos viejos que no dudan en dar muerte (“más malos que los jóvenes pero del lado correcto”, acota el director en alguna entrevista), y las habituales contradicciones de Campanella declinan esta vez inequívocamente hacia su lado más oscuro (esclareciendo porqué el director de Luna de Avellaneda o Metegol terminó defendiendo un nuevo avatar neoliberal en la vida real).
Si los viejos ganan es porque explotan el mismo deseo de salvación del que los muchachos de hoy no pueden escapar: después de todo, los jóvenes merecen la muerte por no haber sabido vencer (inversión del sentido original de la fábula de Martínez Suárez, en la que esa vejez amoral solo encarnaba la voluntad filicida de lo que se resiste a morir, algo de lo que Martínez Suárez se lamentaba y Campanella festeja). Los “bichos se comen unos a otros” –como en 4×4–, en otra alegoría darwinista acorde con nuestros tiempos, en los que el viejo orden se impone por la fuerza de los débiles, o sea, no por los viejos draculianos sino por las criaturas sacrificiales que se entregan a una batalla perdida de antemano.
Pero de aquel fundacional 1976 a hoy pesa aún más la dimensión generacional, ya que hubo otro Nuevo Cine Argentino mediante: por eso los jóvenes no pueden ser aquí sino tontos o villanos, nunca ingenuos. De la imposibilidad de asumir la tragedia pasada (uno de los rasgos más notoriamente silenciados de la generación del 90) a su celebración por un hijo de los años 70 que, aunque la conoce bien, quiere enterrarla (aunque el tema siempre retorne en sus películas, de un modo u otro, como en todas las de esa golpeada “generación del 80” que nadie reconoce como tal, donde convergen nombres como Campanella, Agresti o Poliak).
Esta también –como la de Martínez Suárez y todas las suyas, mal que le pese– es una película que trasunta un clima de época. En el epílogo, los viejos discuten si invertir el producto del crimen en “narcotráfico o política”. El pragmatismo gana una vez más.
Nicolás Prividera / Copyleft 2019
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estaría bueno que prividera escriba sobre las películas de césar gonzález
abrazo