CUENTOS REUNIDOS / LOS CASOS DEL COMISARIO CROCE

CUENTOS REUNIDOS / LOS CASOS DEL COMISARIO CROCE

por - Libros
09 Nov, 2020 11:18 | Sin comentarios
A propósito de dos libros recientemente publicados de dos figuras clave de la literatura, la crítica y el cine.

LOS DOS COMISARIOS

El año pasado coincidieron en las mesas de novedades de Córdoba –sin que el concurso desordenara el azar ni mucho menos– el último libro de relatos policiales (póstumo) de Ricardo Piglia, Los casos del comisario Croce, y los Cuentos reunidos de Edgardo Cozarinsky. Esto en un año 19 que para las chimeneas de la cultura se podría sospechar ya lejano, pero que a la luz (negra) de las circunstancias, parece más bien haberse afantasmado, idealizado –especie de extraña presencia asintótica– conforme el siglo XXI, como todo parece indicar o cuanto menos: en tanto de ese modo nos sintamos tentados a aventurarlo, se ha resuelto definitivamente a comenzar, como acostumbran a comenzar –siempre en retrospectiva– los siglos, las épocas: con la reacción durmiendo el sueño de los justos, alguna clase de apogeo técnico que lo expresa, o que expresa –más bien– sus fuerzas irreconciliables (cierta armonía universal de la capacidad instalada) y una pasión intempestiva, fatalmente a oscuras, disputándose los talismanes (los monolitos) de la razón. A favor de esta contextualización desbordante, innecesaria, agradezcamos, Los casos y los Cuentos reunidos tienen poco de mímica profética. En sus maneras de ensimismar la historia –si bien desiguales, desparejas– priman la aptitud (nunca la actitud) y el teorema de Lafinur: «Como todos los tiempos, en todos los tiempos, para todos los hombres. Difíciles, se dijo Croce, mirando arder la brasa del cigarro en la oscuridad». 

Desde luego que en estos asuntos de arco, de trazado secular, seglar, una antología (o bien su simulación –he aquí una de las intelecciones de Borges que el propio Piglia asimiló o conjugó con proeza–) corre siempre con ventaja, y en oposición a un libro agónico –como es el caso de Los casos, como lo han sido tantos: se nos viene rápido a la cabeza El gaucho insufrible– insinuar la carrera solo comporta equivalencias desde la alevosía. O como resulta todavía menos infrecuente, desde su reverso menos cortesano, menos digno de su príncipe mendigo: la compunción. Una obra contra –o en diálogo con– el reflejo, el sueño último o la ilusión de celo (el ángel) de una obra. 

A la derecha, Cozarinsky, seguido por Piglia y el tercero, Luis Ospina.

Pero no. Nada más absurdo. El punto de contacto, de partida, es –era– menos extenso, más obsesivo y más idiota. (La modulación del pretérito no es solo un portamento: opera el drama de una disuasión). Quiero decir: cierta especie de compilación nómade del cuento cinematográfico y oculto –¿del cuento extraño?– que vendría a registrarse aquí, en este espacio, con el correr del año, a pura y dura prepotencia de trabajo. Credo, este último, por cierto, al que José Celestino Campusano alguna vez nos convocó –jóvenes y cortometrajistas; él con su abstinente, casi fibrilar elocuencia metalera–, en un asado en la campaña bonaerense –¡en las tierras del comisario Croce!–, mientras pinchábamos el vacío (la anfibología también: es un manjar) de una fuente que tripulaba Mimí Ardú. Algunos de nosotros –huelga decirlo– lo decepcionamos. Como se decepciona a los perseverantes: casi sin esfuerzo. O lo hubiéramos decepcionado, claro, si la disuasión no contemplara entre sus préstamos –sus costos, sus protecciones– el olvido. Este silbar del viento entre los árboles.     

Una antología, en suma, otra, secreta y dispersa, por mesas, anaqueles, del cuento, el episodio, la poussière cinematográfica. De Updike (sin duda: de La belleza de los lirios) a Bicho de luz, de Jorge Dana. De Firbank a Lorenzo García Vega («¿cómo pueden seguir andando, en 1936 (¿dónde está 1936?), los que, en una mañana espectral, repartían programas del Cine Wilson?»). ¡De “Borsalino”! («Mi sueño está surcado de ráfagas de metralla / venidas del film llamado Borsalino»), de Jorge Teiller, o mejor: de “Viendo Casablancadonde Lorenzo Peirano” («Rick “el Boss” / no recuerda en dónde estuvo anoche / y yo tampoco») a Mashenka. O a Pálido fuego: «Después, en la primavera del año siguiente, llegó del extranjero una noticia pasmosa. El actor zemblano Odón estaba dirigiendo un film en París». De Ezequiel Martínez Estrada a Lord Dunsany. O a Arturo Loria. O a Kafka: «En el cine. He llorado. Lolotte» [20 de noviembre de 1913]. «Las excusas no se filman», solía ser el apotegma con el que algunos profesores de la Escuela de Cine de Córdoba se preservaban, en mis tiempos, de incurrir en la enseñanza. Mejor atenernos a nuestros dos comisarios (no lo hemos dicho aún: el de Cozarinsky se llama Balcarce) y firmar el acta.

En los Cuentos reunidos –y a diferencia del resto– no se reporta, pero la procedencia de “El caso de las sonrisas póstumas” (cuento bastardo que concluye el volumen) es –parece un divertimento– Palacios plebeyos. Los demás cantan la cifra de su estirpe: La novia de OdessaHuérfanosEn el último trago nos vamos, Tres fronteras. Cosa curiosa: “El caso de las sonrisas póstumas” también era un cuento suelto –suerte de entonación de la miscelánea de estilo sobre la ficción diatomea que lo acaudala y lo impone–, y también concluía, concluye, Palacios plebeyos, con su tendalito de longevos cadáveres sonrientes; de fulgurados viejos solitarios desplomados en el hemiciclo de su arquitectura fantasma, «con los párpados intactos». El periodista Daniel Simpson se lo dirá al comisario Balcarce, cuyo método –a diferencia de la presencia de ánimo de Croce– consiste en dejarse proveer por el hastío: viejas salas porteñas devenidas en outlets parkings, en templos potestativos, objeto de una arqueología (por parte de Cozarinsky) sin panacea materialista ni jardín de ruinas; solo radiación y relente, encantamiento inmóvil de las superficies exactas.

Había una especie de ala de sombra o ángel tutelar que sobrevolaba Palacios plebeyos cuando uno lo leyó en su momento, siendo estudiante, y me reconforta comprobar que sigue ahí, que no lo soñaron los años (los míos). Esa presencia se llamaba Good-bye Dragon Inn (*) y era –como la luna– dicótoma. Su cara iluminada recortaba el ámbito abolido con una suerte de melancolía blanca, family, que insinuaba o invocaba (subrepticio vudú urbano) el comercio oscuro de sordideces y placeres, la confusión de soledades (chagrinrouge, rosa, purple) que el ámbito imantaba. Dos epígrafes –dos entre tantos que Cozarinsky recobra– bastan para trazar esa esfera, ¡que lo diga Ferreri!, d’argento. «Detrás de los cartelones o enfrente, hay un pueblo de mujeres y de chicos que sueñan por anticipado el argumento y los peligros de los protagonistas. En los vestíbulos vuelve a verse a los desaparecidos, los revenants». Episodio, poussière (eso: partícula de polvo) oculta en Radiografía de la pampa, que al margen de mantener a Croce a tiro de piedra nos recuerda (es la segunda vez que Martínez Estrada aparece en esta nota) que Cozarinsky es su cazador predilecto. Alfonso Reyes, Parker Tyler, Duras, los Bioy (es decir: Silvina y Adolfito, Borges, y ese ubicuo the boy next door: Johnny Wilcock. No está Pepe Bianco pero sí, en el pan, en el vino –en el plan divino– Alberto Tabbia). Arlt y Cabrera Infante se mueven como cazadores invitados. No sé Bolaño. Con certeza, sí, Henri Langlois, con el carcaj de Orión, de Artemisa: «La nobleza de una morada se mide por la calidad de sus fantasmas».

El segundo epígrafe, hemisferio pardo, es del Wilcock on fire (sonetista y provenzal) de Sexto: «Hoy sábado a las once de la noche / tú mi ternura, / tu mea cura / nuevamente iluminas lo deciduo / cuando me miras en los vacuos antros / de la íntima, analgésica cinematografía». Para no hacer del epígrafe epitafio –del exergo exequias– sino acaso el debido gesto silencioso que ausculta Genette (Gerard: uno espera todavía sentado la traducción de Bardadrac), Cozarinsky no incluye los últimos cuatro versos de la estrofa inmediatamente anterior de “Epitalamio”: «Aquí fue el Rex, aquí el Politeama, / inminens regus mors in terra est; / cometamos el acto de las sombras / sobre las hiedras de los escenarios». La toponimia fantástica se continúa y viene, ya, desde La Habana, con Caín: Radiocine, Rialto, Lira, Plaza, Negrete, Cinecito, Reina, Belascoaín –que acaso no fuera otro que el Cine Wilson, Belascoaín la calle, de (los tiempos devastados de) García Vega–. El Rotary, el Avenida, el Princesa, el Eclair… «En el Eclair, por ejemplo –escribe Cozarinsky–, los acomodadores avanzaban dirigiendo firmemente hacia el piso el círculo luminoso proyectado por su linterna, sin duda por miedo de revelar, si lo levantasen aún brevemente, alguna actividad privada en ese lugar público». Salas porteñas, aquellas, que cambiaban a diario su programa de cheaps thrills. De plateas masculinas, semovientes,  donde los conscriptos de uniforme estaban eximidos (offert par la maison) de cortar entradas (Happy Together).

Palacios plebeyos gesta o incita un encargo de Sudamericana para la colección In situ, cuyo Where’s the beef? era –es, ahí están los Cuentos reunidos, o La vida descalzo, de Pauls, para asentir– «Pasiones ambulantes, lugares que quedan». Como su composición coincidiera con la redacción (la presencia auxiliar, superciliar) de Maniobras nocturnas, aquella novela conscripcional de E.C., de ambiente oficialesco, cortésien(el Ministerio de Guerra, tan cerca, se nos antoja aquí, de la calle Balcarce), Palacios plebeyos parece desprenderse como un dossier (frutal) de su ensoñación autobiográfica o de su despertar en Conrad, cuando «la aceptación de un ocasional regalo por parte de señores de edad y condición social muy distintas, que me habían abordado en los cines Rotary y Eclair» lo madura, lo medita, y nos viene a la memoria (como a Caín, en aquel prólogo inégale: «En este libro fascinante la memoria es ántuma») el Armonía de Vudú urbano, donde: «es muy probable que no quedara registrada la primera vez que la mano de un viejo se deslizó sobre la rodilla de un soldado», o donde: «ya entonces y allí era yo [ese pronombre incidental, de peso aéreo en los libros de E.C.] una figura desplazada, cuidadosamente cortado con tijeras y pegado en el fotomontaje que no correspondía».    

Eran los tiempos, por cierto –¿los late fifties?–, o bien los años inmediatamente previos (junio del 60) al primer cameo de Cozarinsky en los diarios mozos de Emilio Renzi: «Soy amigo de Edgardo Cozarinsky, un muy buen crítico». En los últimos (1966, 1967) se lo suele oír guardar silencio en casa de Beatriz Guido (es decir: de Torre Nilsson) conspirando, a Traición, a favor de un plebeyo: Manuel Puig. (Beatriz Guido que ostenta su pañol y su baulera –como los Bioy, Pepe Bianco ad libitum– en el Nuevo Museo del chisme). Son los tiempos, asimismo, del segundo caso del comisario Croce: “La película”. (Que otro escritor argentino, menos arbitral, menos equidistante en el commonwealth de la cultura –y a la vez, curiosamente, menos prescindente: no habrá ninguna Lady Niebla para un Emilio Millia– hubiera titulado “La mamadita”). Tiempos, no obstante, inmediatos pero lejanos, veloces, psicóticos, anterógrados (habría que ver en qué medida amnésicos, como Ireneo Funes), como lo serán por lo menos hasta 1975. (¡Cuántas diégesis pueden caber en una época!) «Ahora el asunto era distinto –relata Renzi, el Daniel Simpson de Croce–, algo más grave, supersecreto, ligado a la disputa de Perón con la Iglesia católica y a los rumores de golpe de Estado que agitaban el ambiente…». Estas tomas de instalación un poco a la carrera, menos propias del cálculo (viniendo de Piglia) que de las magnitudes (el libro funciona en gran parte como una coreografía de anhelos) acaso sirvan a que la materia excluyente de Los casos sea –como en un índice analítico– el corpus al que Los casos mismos reconducen. Suerte –o mejor: especie– de ménagerie pigliana, de jardín epiceno de la tradición (la nuestra). «El interesado lector podrá comprobar si mi estilo ha sufrido modificaciones», escribe Piglia, predisponiendo la lítotes para nuestro understatement o nuestra barbarie literal, mientras piensa –cabe imaginar– en el Borges de El informe de Brodie [«El curioso lector advertirá…»] o en «los ejercicios de ciego» de ese otro prólogo sprezzante, el de El libro de arena

« “La película” –según asienta R.P. ahí mismo, en una “Nota” final– está inspirado en un mito urbano que se contaba en 1955 en las vísperas de la caída de Perón y también después de la Revolución Libertadora. Incluso se llegó a decir que en la Cinemateca Uruguaya iban a presentar la película para un grupo de periodistas extranjeros, pero Alfredo Palacios, que era embajador argentino en Uruguay en aquellos días, lo impidió». Relámpago (¡veranito de San Juan!) para una breve historia del porno sudaca: ¿la chica de ese fragmento monocromático, positivado en nitrato a razón de cómo se prestará a arder, La doncella viciosa–rubia, ausente, enconada–, es o no es, esa mujer? (De cómo socializar una fantasía inconfesable para deslizar una imagen irresistible también trata el compromiso –siempre venal– del escritor). «En aquel tiempo, recién venida a la ciudad, en manos de los buitres del ambiente… la han obligado vaya a saber uno a cambio de qué enorme necesidad» […] «Para peor… se oía un murmullo musical y feroz en la pésima banda de sonido, con gemidos y palabras obscenas en español que se traducían vilmente abajo en un francés prostibulario» […] «Y entonces Croce supo que lloraba por la miseria y la maldad del mundo y por esa mujer a la que tantos habían amado como a una virgen». Por mucho que se acentúen estos juicios obvios, su erudición moral, sino la disculpa, o cuanto menos: la voluntad permanente de sobreactuar la potencia de una imagen –por su necesidad, por su economía mítica– feroz y perfecta, el cuento no se arrepiente –no del todo– de su segundo mito necesario: el autor. O no responde por su lealtad en la misma ordalía, y hasta en algún punto –extraño, raramente hábil– continúan alcanzándose. (Literatura y política, aprendizaje doloroso del entusiasmo, siempre parecen congeniar mejor –decepcionarse menos– en la teoría de la prosa.)

Ricardo Piglia dictó, ya impedido, el prólogo de la reedición de Vudú urbano para la Serie del Recienvenido, la colección de narrativa argentina contemporánea que dirigió para el Fondo de Cultura Económica en sus últimos años. Prólogos que compilados, cuando les toque –si es que no les ha tocado ya– vendrán a componer uno de sus libros o de sus incisos más esfumados y más bellos: «A veces pienso en Norberto Soares; puede ser una música en la ciudad o los tonos de la prosa del libro que estoy leyendo o la figura vacilante de alguien que se aleja en la noche…». Desde luego, como concierne a la inteligencia táctica más incidente de nuestros últimos –menos supérstites que extintos– campos del honor, la Serie vino a reanudar (ahí donde el espacio vacante todavía parecía y todavía parece –en la larga prisa de todos estos años– no venir a ser tentado por ningún tupé) a buena parte de la pandilla de los Diarios (Di Paola, Briante, el propio Soares: «Ahora hablemos un poco de Marco Vicario y de Boom-Boom Melito».)

“La película” –por cierto– junto a otros tres cuentos, es decir: los primeros cuatro de esta edición definitiva de Los casos –“La música”, “La película, “El Astrólogo” y “El jugador”– también fue publicado en su momento por el Fondo de Cultura, en la Antología personal que Piglia dio a prensas en 2014, mismo año en que se reeditó Vudú urbano para la Serie y mismo año en que se dictó el prólogo. ¿Había vuelto a leer R.P. “Star Quality”, la tercera postal de Vudú, cuando tuvo la visión de esa imagen para un cuento cuyos títulos podrían ser intercambiables? «Anoche soñé con ella –escribía Cozarinsky, como si viniera a posar el infinito en la parábola: era 1975–. La vi en la pantalla de televisión, toda gris y azul, y no parecía sentirse a gusto… Esta mañana, al despertarme, ya sabía que nunca iba a hacer un film sobre ella. Había jugado con la idea durante años. Había puesto por escrito secuencias enteras. Había visto en mi mente imágenes precisas: recuerdo cómo estaban iluminadas, dónde un corte las unía y las separaba».

Cuando las citas –las transcripciones– comienzan a ser cada vez más extensas y más encantadas –más entonadas, incluso, que el oficio de cualquier paráfrasis–, suele ser síntoma (uno siempre cree conocerse a medias) de que las ganas de leer se están imponiendo a las ganas de seguir planeando, sin pista, sobre la enunciación. «Desplegó una pantalla, bajó las persianas y puso en funcionamiento un proyector…». «Apagó la luz alta y dejó un velador prendido en una mesa baja. Al costado, estaba el proyector…». En las caras opuestas de esta cita de Moebius, sentados, ¡fumando! [«esta imagen fue soñada por el espectador, que deseó verla…»] el comisario Croce y el comisario Balcarce –¡acabáramos!– ¿en el Eclair? 

Era cierto: los libros sólo pueden conducir –nadie iba a voltear nunca esas postales– al deseo que precede su lectura. Era una vez un siglo. Shanghai Blues.

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Cuentos reunidos, Edgardo Cozarinsky, Alfaguara, 352p 

Los casos del comisario Croce, Ricardo Piglia, Anagrama, 188p

*Fotograma de encabezado.

Sebastián Menegaz / Copyleft 2020