CUESTIONES PROVISORIAS: SUEÑOS, CONJETURAS Y ASOCIACIONES (14): EL SEÑOR DE LOS HISOPOS
En esta ocasión, el sueño es lacónico como un sintagma ingenioso de algún publicista. Cinco palabras son suficientes, un personaje excluyente, un observador, una acción, un enigma. La escena onírica es sencilla: un hombre sonríe con un hisopo en la mano. Lo introduce en su oreja, lo saca, repite la acción inicial y así prosigue. Eso es casi todo, porque la narración es breve, lo distintivo reside en el sonido del sueño, en el efecto de sonido. Acá está la verdadera astucia del inconsciente.
El hombre me recuerda a un escritor y también a un desconocido que observo todos los viernes en el café La Plazoleta, situado en pleno centro de Córdoba. Cuando veo al desconocido, siempre asocio su semblante al de ese escritor que se caracteriza por su astucia y elegancia para injuriar y pensar lo que pocos quieren pensar. ¿Es Fogwill? Quizás. El doble sentado en la mesa me confirma con su mirada lo que está pasando. Sonríe sin esmerarse, exento de elocuencia, aunque se entiende. Pero pasa algo: cuando saca el hisopo de la oreja yo escucho los ruidos ubicuos de la ciudad, al regresarlo a la oreja todo se silencia. “Es así, hermano, es así”. No lo dice, lo escucho en mi mente.
Ese fue el sueño. Modesto en su duración, pero lo suficiente para amanecer a las 4 de la mañana con un sentimiento signado por la zozobra. ¿Qué puede haber sido? Toda angustia cuyo núcleo no se puede rastrear e identificar es una angustia que no se refiere a una circunstancia ni tampoco a un desajuste ocasional en el orden de la existencia. Como los sonidos sin referencia que la conciencia percibe sin nitidez al apagarse lentamente para entregarse al sueño, la angustia sin referencia, al darse a conocer, desacomoda la conciencia e induce un desequilibrio anímico. Es una incomodidad muda, latente, un temblor microscópico que sofoca. Asma por otros medios.
De todo el episodio, es el final el que ejerce, tal vez por la familiaridad de la oración, el mayor estruendo en la madrugada. “Es así, hermano, es así”. ¿Por qué la telepatía, la incursión de la voz ajena en la intimidad? ¿Quién es el hombre del café?
La dogmática psicoanalítica proseguiría con el hisopo como instrumento de placer y su significante erótico. A ese atajo libidinal se llega dócilmente, como quien lanza monedas investidas de poderes metafísicos frente al famoso libro de las mutaciones oriundo de la China y convertido en el uso corriente en un horóscopo literario. No es por acá, dice mi espíritu. El problema es otro, y radica en el poder de ese hombre, quien me hace oír su voz y también el contracampo sonoro del estruendo cotidiano. ¿Qué es ese barullo ciudadano constituido por un sinfín de máquinas en movimientos, temas musicales que suenan en el bar, frases y gritos que pueblan la escena callejera? A esto el señor Peter Sloterdijk lo denomina soundscape. El de la ciudad de Córdoba tiene una característica ostensible y ubicua: los caños de escape de muchísimos autos y motos estallan sin interrupción, sin dar tregua, sin compasión, como megáfonos prepotentes con los que se anuncia un poder agresivo, como disparos amenazantes al aire o a inocentes cuerpos incautos o en fuga, como la celebración violenta de la victoria del individualismo más venenoso y de la derrota de una comunidad. Es inconfundible ese ruido irrespetuoso, ese ruido del infierno, que siempre sale impune y al que no se le ofrece resistencia, porque ya ha sido aceptado y acaso interiorizado; incluso, no faltan quienes lo admiran. ¿Es un tema de derechos?
El recién citado tiene un libro estupendo que se llama El imperativo estético. Ahí dice que la relación con el sonido es decisiva porque la primera constatación del mundo para cualquier mujer o hombre es el irregular latir del corazón de la madre y su intermitente dialecto melódico, experiencia acústica que por nueves meses configura una impresión amable del existir, interrumpida por un evento traumático en el que la luz habrá de dominar la percepción y en el que un inesperado repertorio de sonidos complejos culminará como un estadio irrecuperable en la memoria. En ese mismo texto, apasionante y singular, se postula una epidemia sonora que es comparada con la gripe española. En efecto, se le endilga a la industria de la música propagar una plaga. ¿Lo dice en serio el filósofo? Sí. Desconozco qué predilección musical tendrá Sloterdijk, pero su desconfianza respecto de la música pop, si bien es comprensible, también es temible y sospechosa. No se le puede escapar al señor que piensa todo y sabe de todo que el pop no es una entidad homogénea, cuyo destierro del campo sonoro de la especie fuera deseable. ¿No puede el señor de las esferas admirar y sentir el desgarro y la algarabía en las melodías de un cuartero de cuerdas de Beethoven y repetir esa misma experiencia en un fraseo esplendoroso de la joven congolesa Marie-Pierra Kakoma? Pero lo que dice Sloterdijk es clarividente, más allá del objeto concreto que elige atacar. Nuestra vida sonora es una cifra de algo mayor.
La lógica del estruendo no es prerrogativa del orden público; lo es también en el cine, aunque también prevalece en los fondos sonoros de las radios, la producción sonora de los podcasts y la irritable musicalización de las noticias en la televisión. Y Sloterdijk tiene razón: puede verse como una plaga, y no se trata acá de las molestias histéricas de almas quisquillosas que reclaman el silencio monacal de otros siglos para poder pensar y meditar sobre lo primordial. El tema es mucho menos sagrado y mucho más vital que ningún otro. La expresión sonora del mundo es el punto exacto de condensación existencial en la que se entrevé la alienación, una palabra elidida pero que describe con justeza el estado del alma.
El cine ofrece en todo esto una memoria y también explicita el dilema sonoro que lo acecha, al que hay que añadir un dilema lumínico. Dos combates estéticos: desentenderse de la nitidez y el brillo que nacen sin esfuerzo del registro digital; rehusar del estruendo como gramática del espacio sonoro y más aún de la falsa ubicuidad con la que se pretende esparcir sonidos de todo tipo, en afán de un realismo microscópico auditivo en los planos sin un razonamiento estético que los justifique. En materia sonora, prestarles oídos a las películas de Sokurov, revisar los hits de Jacques Tati, ponerse a escuchar algunos conciertos de música concreta de Jean-Pierre Melville y Abbas Kiarostami y volver a oír todo Bresson es restituir el oído para distanciarse del soundscape y presentir cómo percibir sonoramente algo del mundo que el ruido obstaculiza.
Quisiera, después de haber escrito el último párrafo, volver al sueño. Me gustaría entregarle el texto al señor del café y que este repitiera aquello: “Es así, hermano, es así”.
Roger Koza / Copyleft 2021
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