CUESTIONES PROVISORIAS: SUEÑOS, CONJETURAS Y ASOCIACIONES (17): LA ÚLTIMA PALABRA
En diciembre del año pasado, salimos del viejo edificio de correo reinventado ahora como palacio monumental del arte para todos. Fernando no había reservado, como sucede todos los meses y en el único día que compartimos, la mesa del restaurante español especializado en pescados. Por tal razón, caminamos un rato juntos, prolongando conscientemente el tiempo de espera de nuestros respectivos medios de transporte. Íbamos en direcciones opuestas y nuestros compromisos eran diametralmente opuestos. Una cita de amor, un compromiso laboral.
En ese tiempo extendido él dijo algo o, mejor dicho, recordó algo que afirmaba al pasar un personaje en una película de David Lean. No conseguí volver a ver Pasaje a la India, pero, si le entendí bien, en esa película que solamente vi en un cine cuando se estrenó alguien dice: “Es un alma vieja”. Me llamó la atención el comentario por diversas razones. En primer lugar, ni él ni yo somos creyentes, y al decirlo así no basta con retener la descreencia compartida en el más allá que rige el cristianismo con la autoridad que inviste una tradición. En segundo lugar, porque ninguno de los dos hemos dicho algo que supusiera la clandestina apuesta por otro tipo de fe que atenúe la mera contingencia. Ningún difuso budismo globalizado ni panteísmo de Palermo rigen nuestras cosmovisiones. Por eso la expresión no me fue indiferente: “Es un alma vieja”. Es indesmentible la metafísica que cobija la sentencia, porque contiene una esperanza ajena a cualquier materialismo o límite empírico. El concepto de “alma” encierra una victoria posible sobre la decrepitud y el olvido.
En reiteradas ocasiones se menoscaba sin mucho esmero el Juicio Final, pero desdeñar versiones menos drásticas y jurídicas del “después” es menos común. La angustia no pasa por el acontecimiento en sí de morir, sino por la anticipación del segundo posterior, el instante en el que la (no) existencia se consuma. La fe consiste en pensar la acción posterior al instante en que se decreta el fuera de campo total como una opción posible. ¿Cómo asumir otro escenario? El Yo disuelto en la nada, disperso paulatinamente en la osamenta o velozmente esparcido en cenizas sin singularidad alguna constituyen paisajes desoladores. Todo ser vivo quiere persistir en su ser. Por eso, la conciencia del propio fin de la conciencia se puede formular, aunque el vértigo de esa capitulación asoma involuntariamente de vez en cuando en algún que otro pasaje intrascendente de un día cualquiera.
Dos días después de ese diálogo con Fernando, un fantasma muy añejo se presenta como protagonista en el sueño. Había olvidado su barba blanca, la luz de los ojos celestes, la peculiar elegancia de la comisura de los labios y las manos con sus uñas quebradas. Al despertar pienso que a Luis le hubiera gustado mucho el comentario de Fernando sobre “las almas viejas”. En el inicio de la década de 1980, Luis viajó a la India para conjurar su destino de hombre de provincia que en la gran ciudad triunfó como profesional, formó una familia y fue emblema entonces de un modelo social que fue legítimo en el siglo pasado. En Tiruvannamalai, en el sur del país de Nehru y Ray, Luis creyó encontrar en esa tierra fértil para supersticiones y misterios un nuevo sentido en su vida. Lo que vivió desde entonces fue feliz, según mi recuerdo, pero la duración de la dicha no contó con la aprobación del sistema coronario. Murió demasiado joven. La escena onírica fue tan contundente como amablemente perversa. En el sueño, Luis me dice mirándome y sin dejar de hacerlo: “El año que viene tendrás mi edad”.
Desde agosto del año pasado leo un sueño de Fogwill antes de irme a dormir. Cada sueño está tan bien escrito que no opera como un lubricante onírico. Sucede que las palabras y los enlaces de las oraciones me distraen de las imágenes aludidas que pudiera encender mi propia máquina de asociaciones. La constatación del uso de una subordinada, el empleo de un adjetivo o de un punto y coma me entusiasman y no concilio entonces el sueño. El combustible onírico no funciona, sí el lingüístico; es que Fogwill es un demonio de la precisión; puede ser abstracto, puede ser minucioso en un detalle, nunca descuida su gramática y menos todavía la potencia de la lengua para intensificar la experiencia. Sin embargo, el enunciado “El año que viene tendrás mi edad” podría estar en algún pasaje de los sueños anotados en La gran ventana de los sueños.
Yo no estuve presente en la muerte de Luis, pero muchos amigos cercanos lo vieron morir. Anunció que cerraría los ojos y pidió que nadie se asustara. Había algo profético en su muerte, un disimulado control espiritual que tal vez no fue otra cosa que el cumplimiento de la fantasía de escenificar la propia muerte.
Viví en la India durante 1991. Viajé por ese país. Fui por Luis, también por Bill Murray. La lectura de Al filo de la navaja y la segunda película sobre el libro tuvieron mucho que ver con ese viaje que empezó en la Unión Soviética y terminó en Chile. En agosto de ese año, en Madrás, caminé tres horas por la gran ciudad del sur buscando la sala en que proyectaban Los modernos de Alan Rudolph. No puedo recordar cómo supe de la función y del cine. ¿Lo habré leído en el diario? No era un estreno, y el cine, hasta donde puedo memorizarlo, era bastante pequeño para los palacios plebeyos de 800 personas que suelen abundar en ese país.
Quería ver Los modernos por dos razones: el cineasta estadounidense había reunido un elenco de mi interés: Keith Carradine y Linda Fiorentino estaban entre sus protagonistas; el primero tenía mi devoción desde la infancia, porque era el hermano de David (en aquel entonces el de Kung Fu, la serie que no entendía en mi niñez pero que me gustaba por sus desvergonzados ralentís y flashbacks extensos; también era el hijo de John, el viejo actor que estaba en algunas de John Ford, así lo identifiqué en ese tiempo); Fiorentino fue uno de los primeros amores que tuve en el cine, junto a Madeleine Stowe y Debra Winger. La otra razón no es muy distinta: no mucho tiempo antes de viajar a la India había visto Made in Heaven, también de Rudolph, que era rarísima. Todo lo que sucedía en la película resultaba descabellado, empezando por el papel que interpretaba, justamente, la hermosa Winger, que estaba siempre disfrazada de hombre, hablaba con voz rasposa y fumaba un cigarrillo con boquilla. La masculinización era cabal. Nadie podía imaginarla detrás de ese semblante. Winger tampoco aparecía en los créditos («Elmo as Himself»). El personaje era secundario, pero decisivo y enigmático. (Otros secundarios los interpretan Neil Young, Ric Ocasey y Tom Petty, entre otros).
En la película de Rudolph, Winger era Elmo, una suerte de celador en un distrito entre otros del paraíso en que las almas, sin nacer o ya nacidas, podían dedicarse a lo que tuvieran ganas. Que el paraíso no fuera el lugar donde se cumplen los sueños (el mantra de El campo de los sueños), sino un estadio sin caducidad alguna y circunscripto a responder a los deseos sin limitaciones de ningún tipo, constituía un giro hedonista bastante heterodoxo. Los personajes no tenían deberes ni deudas, solo tiempo y deseos. En la película, un joven recién llegado de la Tierra por haberse ahogado mientras salvaba a una familia completa de esa misma tragedia se enamora perdidamente de una mujer que jamás conoció la existencia física. Un buen día la joven tiene que descender a la Tierra, lo que implica el fin de ese amor construido en el cielo. El joven se desespera y reclama que le permitan volver a nacer y encontrarse con la mujer que ama. El misterioso Elmo accede al reclamo y le concede su deseo, pero le advierte que, si no logran encontrarse en un tiempo determinado, la desdicha será eterna. Existe toda una tradición espiritual difusa en el cine de Hollywood que está ya consolidada en las primeras décadas del siglo pasado, pero en las del setenta y ochenta las fantasías esotéricas y los anhelos trascendentales fueron pródigos. El film de Rudolph no estaba exento de responder indirectamente a un imperativo de la época, que no fue otra cosa que la absorción y devaluación de la contracultura de los sesenta, devenida lentamente en mercancía simbólica.
El día que caminamos con Fernando recordé el film de Rudolph ni bien él hizo el comentario sobre la vejez de un alma. Cuando se lo comenté, él supo de qué estaba hablándole. Me dijo que había varios defensores de la película. En esos días había releído uno de los capítulos finales de Lacan: esbozo de una vida, historia de un sistema de pensamiento. El libro de Roudinesco es eficaz para neutralizar al personaje Lacan y entrever en ese nombre propio una vida complejísima que urdió un conjunto de conceptos extraordinarios para pensar la vida del espíritu. Hay un pasaje que nunca me deja de sorprender y fascinar. En el momento en que Lacan está por morir, le dice a su médico: “Soy obstinado”. Luego, añade: “Desaparezco”. En Made in Heaven, un personaje muy secundario muere en escena. La mujer que llegó del cielo y empezó su vida en la Tierra, interpretada por Kelly McGillis, mira a su padre agonizante, apenas recostado sobre la almohada mientras sabe que falta muy poco. Suena un adecuado fondo sonoro de Mark Isham, se ve un plano abierto del mar, luego de la hija desconsolada y del padre, que la mira sin ningún reclamo de piedad. Solo falta que el padre deje de existir. Como Lacan, el personaje de Don Murray siente que desaparece. Pero dice otra cosa, algo que resultaría impropio en boca del psicoanalista: “La gente es maravillosa”.
Roger Koza / Copyleft 2022
Otras Cuestiones provisorias:
16. El regalo de una madre (leer acá)
15. Cornelius y Buster (leer acá)
14. El señor de los hisopos (leer aquí)
13. Breve vida (leer aquí)
12. El momento de la ficción (leer aquí)
11. Las máscaras (leer aquí)
10: El trabajo de mis ojos (leer aquí)
9: Las pieles (leer aquí)
8. Las estampita del monje (leer aquí)
7. Desde el diván (leer aquí)
6. Un misterioso idioma (leer aquí)
5. El método Castro (leer aquí)
4. Bichos (leer aquí)
3. Memorias del teleconductismo evangélico (leer aquí)
2. En los primeros días de otoño (leer aquí)
1. En los labios de Luis (leer aquí)
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