DE LA BUENA GLOSA CINEMATOGRÁFICA: UN DIÁLOGO SOBRE EL LIMONERO REAL CON GUSTAVO FONTÁN
Por Roger Koza
Hay novelas malas que dan buenas películas y los ejemplos en el cine son conocidos. Lo opuesto también sucede y ha dejado como resultado una gran cantidad de películas académicas, dispuestas a la ilustración obediente de un argumento inobjetable y de aparente importancia. Hay también casos más enrevesados y curiosos, donde la propia sustancia de una novela parece intraducible al lenguaje de las imágenes con sonidos. La literatura infilmable existe, y puede, bajo ciertas circunstancias, inspirar películas notables. El limonero real, de Gustavo Fontán, es una de ellas.
Cuando llegaron las primeras noticias de que un director de cine iba a filmar el venerado libro de Juan José Saer, los seguidores fieles del escritor santafecino se mostraron escépticos. Los guardianes de la obra de Saer deben haber pensado con razón que, si bien la materia narrativa de El limonero real es afable, las peripecias descriptivas que constituyen la estructura del texto deberían amedrentar a cualquier cineasta. La dilatada acción dramática del libro, su escasa apelación a la psicología, como asimismo su analítica obsesiva por la descripción autónoma de cada minúsculo suceso, inducen a desestimar una versión cinematográfica, en la medida que se busquen tanto en el cine como en la novela una exposición evolutiva de un relato con picos dramáticos y resoluciones finales susceptibles de edificación.
Fontán había demostrado en La orilla que se abisma una admirable capacidad para hallar una vía de traducción de los versos de Juan L. Ortiz en imágenes. Prácticamente sin citar al poeta entrerriano el cineasta se situaba en el ecosistema que inspiró al poeta y conseguía disponer imágenes y sonidos que dispensaban el efecto sensible de esa palabra poética. La existencia tocada de gracia por el mero estar entregado a la vitalidad sensual de la naturaleza no se divisaba en el filme como un retrato fidedigno. No hay allí ningún plano de una flor o de los camalotes del río fotografiados bellamente para conseguir mayor nitidez y descansar entonces en una mimesis fílmica de lo real que repitiera lo que el ojo sí podría ver si el observador estuviera atento. Fontán transformaba el encuentro con lo real (de J. L. Ortiz) en una experiencia perceptiva ligada al trance poético.
Este arduo procedimiento estético es el que también se pone en práctica en El limonero real. Si la dilación descriptiva del libro retiene al relato o más bien lo confina a un misterioso seguimiento de los actos mínimos desprovistos de importancia, Fontán encontrará cómo filmar ese sortilegio de la prosa de Saer que tiende a la poesía en una laboriosa operación en donde el sonido sugiere en su indeterminación el lugar de lo poético y la imagen retiene la lógica necesaria de un relato. Ver y oír en El limonero real adquieren otra valencia. El placer puede ser inmenso, pues se trata de una forma de habitar el mundo según la cual la experiencia sensorial reinventa la sucesión ordinaria de eventos desprovistos de un aparente sentido. Hay varias escenas que evocan ese éxtasis en lo cotidiano. La cena familiar con la que cierra el filme es una de tantas escenas magníficas: una simple reunión se transforma en un acontecimiento que mitiga la insignificancia.
A esta altura, el lector se preguntará de qué trata El limonero real. El relato transcurre durante un solo día. Wenceslao se despierta, va al baño, prepara el mate, habla con su mujer, visita a su hermano, almuerza con toda su familia, se baña en el río, duerme una siesta bajo un árbol y en la noche asiste a los festejos típicos que reúnen anualmente a los grupos familiares. Todo eso sucede bajo una difusa cualidad espiritual que tiñe secretamente el ánimo del filme. La mujer de Wenceslao está de luto y su tristeza es infinita. Todos los familiares conviven con esa tristeza y el deseo de que ella deje de penar. Quizás El limonero real no sea otra cosa que una forma peculiar de filmar el deseo de conjurar un duelo. En esa noche en la que se celebra un nuevo ciclo de vida, los comensales bailan y parecen felices.
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Roger Koza: Cuénteme a qué se debe la predilección por filmar obras literarias o, más bien, experiencias literarias; sabemos que el cine no es literatura por otros medios. En el pasado usted se interesó por Jorge Calvetti y Juan L. Ortiz. En cada caso, encontró un modo peculiar de apropiación de la palabra poética. Aquí usted toma una novela de Juan José Saer. ¿Por qué eligió esta novela y qué busca en estos cruces entre la imagen y las palabras, el sonido y el lenguaje?
Gustavo Fontán: Me gusta la palabra “apropiación” porque pone en cuestión algo que parece ser claro pero no lo es: el sentido que aloja la palabra “adaptación”. Recrear, reflejar, aproximarse, rozar, asir, soltar, y podría seguir en una enumeración de procedimientos para pensar la relación entre cine y literatura. Es a partir del texto, sí, pero con un recorte posible y con la convicción de llevar adelante una creación nueva que se apoye en sus propias decisiones.
Saer es para mí, como para tantos, una inflexión en mi experiencia como lector. El limonero real es una novela que me atravesó a partir de ese borramiento –presente en la obra saereana– entre narración y poesía. En El limonero real, la narración pone en cuestión, como lo hace la poesía, cualquier discurso cerrado sobre el mundo y restituye para lo real la conciencia del enigma.
Como los más grandes artistas, Juan José Saer se pregunta por el lenguaje. Se hace una pregunta que parece obvia pero no lo es: ¿qué significa narrar? Esta pregunta es profundamente política porque se vuelve rebelde a los supuestos y a los discursos cristalizados, y entiende la literatura y la cultura como un campo de tensiones. La idea de la cultura como algo hecho, positivo, le provoca una reacción lógica: yo con esto no tengo nada que ver.
Entre esa pregunta y la construcción de la obra, Saer toma una posición: borrar los límites entre narración y poesía. La sencillez de este enunciado puede encontrar su verdadera dimensión, la más profunda, la más compleja, en la lectura de sus libros. Experiencia nueva, inédita de lectura, y por lo tanto exigente. Como si debiéramos también nosotros aprender a leer.
Si pienso en el cine que me interesa hacer, me gusta esa idea de una simbiosis entre la narración y la poesía. Por otro lado, creo que no se puede hacer una película sin volver a preguntarse cada vez por el lenguaje.
RK: En todas sus películas existe un principio poético que organiza la disposición de planos visuales y sonoros. ¿Qué entiende usted por ese principio y cuál es el que ha encontrado en El limonero real?
GF: Entiendo por principio poético una clave, una ligazón profunda entre el guión y la puesta en escena. Ese concepto tiene que tener una doble cualidad: ser lo suficientemente preciso, por un lado, y lo necesariamente ambiguo por otro. El principio poético le otorga al grupo una clave operativa. El cine está muy mediado en su hacer; es necesario poner en sintonía todas las sensibilidades. Las decisiones de puesta en escena deben ser orgánicas y ese principio rector nos lo permite. No hay una explicación parcializada para cada elemento de la puesta en escena. Todas las decisiones se hacen cargo, sin ostentación, de la emotividad que intentamos construir; en este caso la emotividad de Wenceslao. En una tensión signada por las dos ausencias, la de su mujer, y la de su hijo muerto, ocurre cada acto de ese día para Wenceslao. Una duda: ¿Ella podrá perdonarle alguna vez el hecho de estar vivo? Esa pregunta atraviesa cada acto de Wenceslao. La vida es la de siempre, los actos son los cotidianos, hacer mate, remar, comer, pero el tironeo entre la vida y la muerte es permanente. La percepción del mundo, por lo tanto, tiene una continuidad aparente. Por eso no hay sutura definitiva entre la imagen visual y la imagen sonora.
RK: ¿Cómo trabajó el guión? El inicio, por ejemplo, tiene la virtud de resumir más de 30 páginas en menos de 10 planos que a su vez tienen lugar en menos de 10 minutos. La economía narrativa es ostensible y la concentración sobre lo que la novela nombra es asombrosa.
GF: Me gusta el concepto de economía. Es a partir de la resta que las cosas se muestran esencialmente. La austeridad es una clave poética que me interesa mucho.
El acto de apropiación de un texto es un acto de doble signo: un acto amoroso, por un lado, el amor a un texto, el reconocimiento de esa huella que un texto deja en nosotros para siempre. Pero, por otro, es un acto cargado de violencia. Se parte de un texto; pero solamente desprendiéndose del texto puede nacer una película.
Por lo tanto, desde el comienzo sabía que intentar reproducir la variedad de voces narradoras, por ejemplo, o el arco temporal o los múltiples recursos que despliega Saer maravillosamente en su novela, eran actos demenciales.
Una creación nueva, que reconoce un origen, pero que se ha separado lo suficiente del origen, en esa separación define su propio universo, se vuelca sobre las decisiones que la constituyen. La película, para ser, debe olvidarse del texto del que ha nacido.
RK: ¿Cómo eligió a los actores? Los nombres y las conductas elementales en El limonero real tienen una prestancia. ¿Buscó usted ciertos semblantes y cualidades anímicas en sus actores? Hay dos intérpretes cordobeses y un actor reconocible como Germán Da Silva. El resto son actores no profesionales.
GF: Para representar a los distintos personajes de El limonero real trabajamos con una mezcla de actores y no actores. Germán de Silva y Eva Bianco son actores con mucha experiencia, Patricia Sánchez tiene experiencia en teatro, Rocío Acosta tiene formación actoral. Y luego el resto de los personajes no son actores, incluido Rosendo Ruiz, que es director de cine y es su debut como actor. Creo profundamente que cada actor aporta algo único, su cuerpo, su rostro fundamentalmente, su energía, algo que le pertenece además de su capacidad técnica. El trabajo central estuvo en amalgamar la representación de todos ellos. Y estoy feliz con lo que cada uno le aporta a la película.
Me gustaría contarte algo: uno de los no actores es Carlos, de profesión albañil. Una mañana, Carlos se acercó al lugar donde estábamos construyendo los ranchos y me dijo que quería actuar en la película. Me impactó su rostro, eso inefable que tienen algunos rostros. Le expliqué, de todos modos, que precisaba hacerle una prueba con cámara y combinamos un horario para que esa tarde se acercara al Solar Cultural La Guardia, en una localidad cercana. Carlos no fue. Nos sorprendió porque estaba muy decidido. Intentamos comunicarnos varias veces con el número de teléfono que nos había dejado, pero fue inútil. Nos dejaba cierta tristeza su ausencia, había algo inexplicable en lo que había pasado. Al otro día, cuando volvíamos al lugar, lo encontramos parado al costado de la ruta, nos esperaba desde hacía un buen rato. Nos explicó que nunca había encontrado el Solar y que había caminado de una punta a la otra del pueblo, infinidad de cuadras buscándonos durante toda la tarde. Esa caminata, esa espera al costado de la ruta, su rostro y todo él, alimentan la película. En El limonero real, Carlos Daniel Linches es Agustín.
RK: En el inicio usted elige dos planos contemplativos del ecosistema que resulta un intérprete secundario pero determinante del contexto anímico de los personajes. La hermosura es indesmentible, pero usted sugiere algo que desnaturaliza secretamente esa beatitud vitalista. Hay un extraño fondo sonoro en el inicio, y que vuelve a aparecer en el final. ¿Qué quiere usted hacer con esa intrusión sonora?
GF: Ella, la mujer de Wenceslao, se niega a asistir a la reunión familiar del 31 de diciembre porque está de luto. Está de luto por su hijo, su único hijo, muerto seis años atrás. Se niega a ir a pesar de la insistencia de su marido, de sus hermanas, de sus sobrinas, y sólo dice eso por toda explicación: “Estoy de luto”. Ese núcleo narrativo, esa negación que provoca movimientos concéntricos a su alrededor, configura la estructura de la película.
Pero la emotividad de la película se posiciona en Wenceslao, en su subjetividad, en el modo en que vive esa doble ausencia: la de su mujer y la de su hijo. Rosa, la hermana de Ella, la va a buscar después del almuerzo, y vuelve enojada porque no la consigue convencer. Wenceslao le pregunta: “¿Qué hacía?”. “Ni mierda”, responde Rosa, y agrega: “Debería haber ido y enterrarse con él”. Y Wenceslao le contesta: “Ella no, yo”. Hay que seguir, la vida sigue para Wenceslao y para todos ellos. Pero Wenceslao no puede dejar de preguntarse a cada momento si alguna vez le perdonará el hecho de estar vivo.
Hay una secuencia hermosa en la novela, la secuencia de la llegada de Wenceslao niño con su padre a la isla, por primera vez. Hay una niebla profundísima que no le permite al niño ver y lo aterroriza. Por nuestro recorte, esa secuencia no era parte de la película. Pero pensábamos lo siguiente: es 31 de diciembre, el día amanece soleado, lo vemos, vemos esa luz sobre el río, pero el sonido se hace cargo de la niebla.
RK: En La orilla que se abisma usted apostaba a sintonizar y manifestar la poesía naturalista de Ortiz intensificando, a través del desenfoque continuo, una representación abstracta de la naturaleza inspiradora de la poesía del escritor entrerriano, única vía para conjurar la banalización de su simplicidad cautivante. En esta ocasión, usted parece alcanzar el corazón de la poética de Saer operando una disyunción entre sonido e imagen. ¿Puede explicar este procedimiento? ¿Por qué elige casi permanente desplazar la sincronicidad entre la imagen y el sonido?
GF: Abel Tortorelli, el sonidista de El limonero real, se preguntaba y me preguntaba cómo escucha Wenceslao el mundo. Lo que creemos es que la realidad no puede ser pensada y percibida más que como algo imperfecto. Las suturas entre los planos de imágenes o la sutura entre el plano de imagen y el plano sonoro, es sólo aparente. Por todos lados se cuela el sentimiento de Wenceslao y el misterio. Como si el mundo estuviese rasgado. Como si los actos cotidianos no perdieran la conciencia de la muerte.
El sonido, Roger, es una herramienta imprescindible de este lenguaje. La capacidad de abismar el mundo es una capacidad del sonido, la posibilidad del silencio pertenece al mundo del sonido. Y también el sonido aporta la respiración de la película. El modo de percibir una película está muy orientado por el sonido.
RK: ¿A qué se debe la forma de registro en las escenas de diálogos colectivos (tanto en el almuerzo como en la cena), en donde usted le otorga una parcial autonomía al discurrir de las conversaciones respecto de las conductas corporales? Por momentos, parecen conversaciones fantasmas, pero de pronto se descubre que sí coincide lo que se dice con el movimiento de los labios de los personajes.
GF: No hay una explicación parcial para cada elemento de la puesta en escena. Todas las decisiones se hacen cargo, sin ostentación, de la emotividad que intentamos construir. No sé por qué pensábamos que ese hombre que vive cada momento del día con esa duda –¿podrá Ella perdonarlo alguna vez por estar vivo?– , con la tensión inevitable entre la vida y la muerte, con la carga de esas dos ausencias, debe ver todo por el rabillo del ojo
Lo que podríamos decir, sí, es que hay una doble operación en la puesta en escena: por un lado entender cada elemento, el río, un cuerpo, un rostro, un perro, como un fragmento de materia para construir una imagen, un fuerte asidero en algo vago que podríamos llamar “real”. Una concepción materialista del mundo. Pero por otro lado, la rasgadura, el rabillo del ojo, todas las decisiones que provienen de esa intención, y sustraen al mundo de una segura comprensión. Restituir, en un relato, la ambigüedad de lo real. Eso es lo que no perdemos de vista
RK: Otro elemento que proviene de la novela pero que usted aprovecha es la composición multigeneracional de sus personajes. ¿Qué cree encontrar en esa variedad de edades que la mínima interacción no deja de acentuar?
GF: Son tres familias, con hijos de distintas edades, niños y jóvenes. Salvo Ella y Wenceslao, que perdieron a su único hijo, las otras dos parejas tienen varios hijos. La convivencia de esa variedad de generaciones pone de manifiesto distintas posiciones ante el mundo, no discursivas sino vitales, resueltas en actos simples. Los rostros, pienso en los rostros. El de la abuela, el del Ladeado, el de la Negra, el de cada uno de los personajes: las marcas y las promesas, todo eso que está en los rostros. A mí me emociona y los considero sustancia central de la película.
RK: Hay algunas secuencias notables. La escena en la que Wenceslao se baña en el río, por ejemplo. Es una escena típicamente suya. Se podría también citar el momento en el que una niña está jugando con un paraguas al lado del río y el sonido de los chicharras se vuelve omnipresente. ¿Qué busca en esos pasajes en los que la experiencia perceptiva pasa a un primer plano y sustituye la voluntad narrativa?
GF: El entramado de la narración no está dado solamente por el argumento. Tanto la materia, pensada como lo constitutivo de un plano, como el argumento, tienen que ser abismados. Aunque partíamos de un guión bastante cerrado, no queríamos abandonar como principio de trabajo algo que ya habíamos desarrollado: dejar ciertos intersticios que nos permitan interactuar con lo real; en este caso, el espacio, el tiempo y la luz de ese espacio, el río, los rostros. Una idea si se quiere materialista: robarle al mundo los fragmentos que construyan una visión. La niña que juega con el paraguas, por ejemplo, simplemente ocurrió. Y nosotros lo registramos. Eso que llamo entramado tiene que ver con entender que esas imágenes no dejan de narrar, ahondan lo narrado.
Y el tiempo, la idea del tiempo.
En una de las primeras escrituras de la novela, El limonero real empezaba así:
“Amanece
Y ya está con los ojos abiertos.
Queda un momento ciego
Sin ver, todavía mezclado en lo que ha entrevisto en el sueño.
Para algunos el pasado que se hace presente”.
El tiempo es pensado de otra manera.. Hay una idea de san Agustín en relación al tiempo que me parece fantástica: todo el tiempo es presente. Hay un presente de cosas pasadas, la memoria, un presente de cosas presentes, la vista, y un presente de cosas futuras, la espera. Esa idea del tiempo me parece maravillosa para pensar el cine. A nosotros nos sirvió mucho para pensar El limonero real. Pero no desde el desarrollo del flashback o anticipaciones, sino simplemente desde la percepción.
RK: ¿Es la luna llena que usted muestra una verdadera imagen del satélite natural?
GF: Sí, claro. Por suerte esa noche teníamos una lente que nos permitió realizar ese plano.
RK Sé que ha hecho otras películas que aún no ha estrenado y que son un poco más materiales. ¿De qué se tratan?
GF: Sí. Hay un documental, El día nuevo, que se lo conocerá pronto. También un conjunto de tres películas, que son el resultado de una inquietud que tuve desde el 2013: la necesidad de filmar el mundo de manera más inmediata, mirar lo contiguo sin mayor intervención que una cámara, mirar lo que sucede, en el momento que sucede, robar fragmentos del mundo. Los procesos dilatados de la producción de una película, la intermediación de un equipo, sentí, me impedían llegar a una zona de la mirada más ingenua, más intuitiva, más visceral. Empecé a trabajar entonces con una cámara y una idea que, en líneas generales, muy generales, responden a la idea de “diario”. Hay un conjunto de películas resultado de esto; espero que se las vea el año próximo.
Esta entrevista fue publicada en otra versión por la revista Ñ en el mes de agosto de 2016
Roger Koza / Copyleft 2016
Este tipo me emociona, y eso q aun no he visto ninguna pelicula suya. Tengo grandes expectativas con el limonero real, espero q se pueda ver aca en san juan. Es muy conmovedor y fascinante todo lo que dice fontan, todo lo q han escrito sobre la pelicula, y la experiencia de leer esta novela increible y compleja miemtas espero con ansiedad ver el film. Saludos