DESPIDIENDO A AGNÈS VARDA: LA LIBERTAD PRIMERA Y ÚLTIMA
Tal vez la infrecuente longevidad de Manoel de Oliveira (creíamos que había conquistado la inmortalidad) nos llevó a sentir que nuestros héroes de la modernidad cinematográfica iban a estar para siempre con nosotros. Pero la física y la biología son insobornables. Quien vive, muere. Unos meses atrás, Jonas Mekas pasó al improbable otro mundo; después lo siguieron Carolee Schneemann, Barbara Hammer y Marlen Khutsiev. El viernes 29 de marzo se sumó la cineasta más libre de todas: Agnès Varda.
Pensábamos que Varda iba a estar por más tiempo, porque su vitalidad indesmentible no solamente se podía constatar en cada una de sus películas: la propia cineasta transmitía una fuerza que la desbordaba. Su cuerpo compacto, su flequillo coloreado y su sonrisa jamás melindrosa disimulaban los 90 años sellados en su organismo. El 30 de mayo hubiera cumplido 91 años. A su cumpleaños no llegó, pero sí estrenó en la Berlinale, en el mes de febrero, un hermoso y didáctico documental de casi dos horas titulado Varda par Agnès. En este repasa toda su obra, a través de distintas clases magistrales en diversos teatros. Zeta Films anunció que la estrenará durante este año, así que podremos ir a despedirla al cine, ese lugar que en el epílogo de Las playas de Agnès definió como su verdadero hogar. Es que las películas de Varda siempre nos cobijaron, incluso cuando un personaje moría de frío frente a nosotros. La sola existencia de Sin techo ni ley, ese (im)piadoso film en el que la vagabunda encarnada por Sandrine Bonnaire muere congelada en el campo, bastaría para agradecer eternamente a la cineasta.
El imperativo enciclopédico le ha adjudicado en estos días motes de todo tipo. El más grosero la catapultó como “la abuela de la Nueva Ola francesa”, una lectura mezquina y un poco incorrecta. Es cierto que un film como Cléo de 5 a 7 resultaba muy cercano a la estética de los jóvenes turcos, al cine de esos críticos de cine de los Cahiers du Cinéma que abandonarían paulatinamente el papel y escogerían la cámara como forma preferencial de relación con el cine. Había que ir a filmar las calles de París, robarles para la ficción la vehemencia azarosa de lo real e incorporar la pesca del día a la puesta en escena. Pero la sensibilidad de Varda, más todavía si se observa su obra retrospectivamente, tiene mucho más que ver con el otro grupo mítico de cineastas de aquella época, aquel situado al otro lado del río. Los muchachos de la Rive Gauche tenían entre sus filas a la directora nacida en Bruselas. ¿No fue acaso Varda la compañera espiritual más cercana de Chris Marker?
Dos virtudes sensibles guiaban las películas de Varda y determinaban su poética libre: una curiosidad infinita por todo y una atención particular por los fenómenos no atendidos por el cine, la literatura e incluso las ciencias sociales. Si todos miraban al centro o depositaban el foco de sus acciones en discutir los temas candentes de una época, Varda atendía el fuera de campo del interés general. Antes de que el feminismo fuera un tópico universal, Varda ya había hecho L’opéra-mouffe y Réponse de femmes: Notre corps, notre sexe. Y si prestaba atención a la Revolución cubana (Salut les Cubains) y el fenómeno político de los Panteras negras en Estados Unidos (Black Panthers), su mirada no se detenía en demasía en las obviedades ideológicas y en la vindicación de una política emancipatoria en ciernes. Había que filmar algo más. Llamémosle el contracampo, lo microscópico de esas experiencias colectivas que esbozaba una forma de vida concreta.
Dos películas inolvidables glosan la poética y la política de Varda: Daguerréotyp es y Les glaneurs et la glaneuse. Lo que Varda recoge de la vida secreta de sus vecinos de la calle en la que vivía en París en la primera, o las derivaciones que surgen de la atención puesta en un hombre que espiga entre los restos de vegetales y frutas que se abandonan después de una jornada en un mercado en la segunda, contienen la totalidad de la intuición holística de Varda: el costado extraordinario del mundo palpita en los actos cotidianos, en ese espacio descuidado por el gran cine arte y de espectáculo y asimismo por parte de las instituciones del arte que desdeñan cualquier atisbo de la sencillez de lo popular. Espigar en lo inútil y en lo irrelevante y restituir así una experiencia viva que justifica la composición de un plano fue el gesto por excelencia de una cineasta insustituible.
Este texto fue publicado por Revista Ñ en el mes de abril 2019.
Roger Koza / Copyleft 2019
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