DJANGO SIN CADENAS / DJANGO UNCHAINED

DJANGO SIN CADENAS / DJANGO UNCHAINED

por - Críticas
12 Feb, 2013 12:03 | comentarios

**** Obra maestra  ***Hay que verla  **Válida de ver  * Tiene un rasgo redimible ° Sin valor

Por Roger Koza

UN ESCLAVO CON GLORIA

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Django sin cadenas / Django Unchained , EE.UU., 2012

Escrita y dirigida por Quentin Tarantino.

*** Hay que verla

No hace falta pertenecer al club de Quentin para corroborar que su último film, más allá de sus licencias de todo tipo, no se parece en nada al cine que llega anualmente de la fábrica de los sueños. 

“Así como el amo de antaño usaba a Tom, el negro casero, para controlar a los negros del campo, hoy el mismo viejo amo tiene negros que no son más que modernos Tíos Tom, Tíos Tom del siglo XX, para controlarte y para controlarme, para controlarnos, para mantenernos pasivos, pacíficos y no violentos. Es Tom quien te hace no violento” Malcolm X, (1963)

¿Qué hacer con Tarantino? Sus apologistas verán en Django sin cadenas otra obra maestra; sus detractores encontrarán una vez más mera banalidad en la pasión desmedida del director y su doble incontinencia conocida: citas cinéfilas arbitrarias y violencia extrema por doquier. En su película anterior se daba el gusto de carbonizar a Hitler; en ésta la tendencia piromaníaca se repite, y la “gravedad” es mayor: un negro le prende fuego a otro negro y a la mansión de su amo. ¿Tarantino, racista? De ningún modo.

Por segunda vez Tarantino esboza una intersección entre fantasía e historia. El relato transcurre en 1858, tres años antes del estallido de la Guerra Civil. La esclavitud es una práctica abierta y legal; el enriquecimiento mediante la caza de delincuentes a cambio de recompensas es una empresa exitosa.

Todo empieza con la compra de un esclavo: Django (Jamie Foxx). El nuevo propietario es un dentista alemán, el Dr. Schultz (Christopher Waltz), dedicado a matar bandidos en nombre de la ley para cobrar la recompensa. Su inglés puede ser mejor que el de los reos caucásicos que pueblan la nación en ciernes, pero sus buenos modales y la alta cultura no lo distancian demasiado de los estadounidenses; sin duda es un personaje simpático, en ocasiones magnánimo, pero no menos codicioso que los cretinos que irán desfilando en el film. En Django sin cadenas el dinero es más que un símbolo de riqueza: es una deidad visible que organiza el campo de experiencia.

En un principio amo y esclavo, luego socios, y más tarde quizá amigos, dispararán contra varios hombres buscados, pero habrá más: Django quiere recuperar a su esposa, propiedad de Calvin Candie (Leonardo DiCaprio). Liberarla no será fácil, y Schultz lo ayudará. Tal vez porque el nombre de la esposa de Django es alemán, Brunilda, alguna vez criada por una familia germánica y bautizada con un nombre épico, el odontólogo siente mayor simpatía por su caso y destino. Después de todo Django es, como el propio Schultz lo significará, un Sigfrido afroamericano con un objetivo preciso: liberar a su Brunilda de las garras de un “dragón” blanco. Y así Django, tras escuchar el relato de Schultz, también entenderá el carácter universal de la leyenda y el sentimiento de desesperación del héroe en el cuento alemán. Hermenéutica elemental sobre un melodrama tan metafísico como novelesco, Django sin cadenas es en pocas líneas un melodrama antirracista no del todo digerible para feministas.

Las interpretaciones y los diálogos son magníficos. En dos ocasiones, la importancia de la interpretación y la construcción de un personaje constituye la materia misma de los diálogos. Schultz insiste que una vez abordado al personaje no se lo abandona jamás. Si bien la recomendación tiene que ver con los personajes que Django deberá encarar en cuanto a dos estrategias destinadas para encontrar bandidos buscados y rescatar a su propia mujer, la declaración funciona también como una exposición de un método dramático extradiegético. Los actores en las películas de Tarantino no deben esgrimir un talento insólito como si se tratara de supuestos aventureros del alma humana y sus profundidades, que construyen una psicología del personaje tras una investigación exhaustiva del saber acerca de la materia. Más bien deben accionar una pirueta simbólica de otro orden. Se trata de un devenir caricaturesco contrarrestado por la palabra, personajes que funcionan como ilustraciones vivientes de caricaturas modélicas, que ganan en verosimilitud y sutileza gracias a un poder discursivo colosal. Es que el lenguaje es un fenómeno exterior, y como tal no necesita autojustificarse en la psicología invisible de los personajes. Foxx y DiCaprio están perfectos, pero los trabajos de Waltz y Samuel L. Jackson son memorables en su extrema teatralidad lúdica. A Tarantino le interesa el sonido de las palabras y el peso semántico que ganan cuando el actor deviene en vehículo de un texto tan barroco como elegante.

Django-6-JacksonJackson es el mayordomo de Calvin (y figura paradigmática de lo que alguna vez Malcolm X denominó <<el negro de la casa>>), un negro que detesta a los negros más que su propio amo, a quien ama infinitamente, una especie de configuración temprana de la figura del Kapo, propio del campo de concentración alemán; es este otro elemento difuso y elemental que une Bastardos sin gloria a Django sin cadenas. Pero más allá de esa relación (y de la fascinación de Calvin por la falsa ciencia de la frenología, una expresión de racismo maquillado de racionalidad), hay una línea de diálogo fundamental sobre la sumisión que vuelve a reunir al negro y al judío. En cierto pasaje se insiste en ese fenómeno tan peculiar por el cual los sometidos, incluso siendo mayoría ante quienes los someten, no consiguen articular una rebelión. La alusión del personaje de DiCaprio sobre el viejo mayordomo de la familia que afeitaba al abuelo y después al padre de Calvin, y quien jamás osó, ni pensó, en cortarle el cuello, es inversamente correlativo a la paulatina conquista de la libertad que el propio Django empieza a edificar. Uno es el «negro del campo», el otro, «el negro de la casa». Sucede que la libertad concedida por Schultz es formal, pues lo que el film sugiere es que el propio Django intuye que sólo él puede darse su libertad real, más allá del orden jurídico y económico, pues la esclavitud es también una batalla en la propia conciencia. La evolución de Django, en ese sentido, se ve, no se enuncia, pero es ostensible.

La figura de Jackson es una encarnación de algo ominoso. Se trata de un toque siniestro, casi repugnante, ya anunciado por dos secuencias de una violencia extrema, pero probablemente de las más maduras del director: en una secuencia varios perros despedazan a un esclavo que ya no quiere luchar a muerte con otro esclavo. Los mandingos se cansan, se estropean, envejecen. La otra secuencia es anterior y consiste en el espectáculo y el placer perverso que le proporciona a Calvin ser testigo de un combate entre dos esclavos, obligados a luchar a muerte ante él y otro hombre (Franco Nero), dueño del otro esclavo. En los dos pasajes la violencia no es gratuita, y sus modos y tiempos de exposición son precisos. Estas dos secuencias no pertenecen a la misma lógica de antaño para representar la violencia y el goce de ejercerla: las mordidas de los perros poco tienen que ver con aquel tiempo en el que desprender una oreja de una cabeza consistía en un rasgo autoral. De Perros de la calle a Django sin cadenas hay una distancia que no es de orden cronológico sino deontológico. Por alguna razón, ese cambio irrita a los militantes del Tarantinismo ortodoxo; no es fácil abandonar la adolescencia, la edad del capricho, y aún así, el propio Tarantino no puede contenerse: la gratuidad de la violencia llegará con su tiempo. Justamente será su personaje más refinado y racional, acaso el más maduro y «civilizado», el que no pueda reprimir un acto de locura.

Los pasajes cómicos, por otra parte, están al principio; uno de ellos involucra un fallido ataque contra Schultz y Django por parte de una horda de blancos que anticipan la estética Ku Klux Klan. La ridiculización de la pandilla termina con un disparo en fuera de campo a su líder mientras una tenue lluvia de sangre sobre un caballo blanco es casi del orden de lo sublime (iconografía precedida por un disparo a otro jinete que pinta con su sangre las flores cultivadas por los negros). Una de las escasas panorámicas del film se puede ver aquí, en un pasaje de entrenamiento de tiro en las montañas y alguno que otro pasaje de transición entra una escena a otra. Intuición o decisión, los espacios abiertos del western son incompatibles respecto de un film sobre encadenados.

Hay quienes lamentan el obligado reemplazo de la habitual montajista de Tarantino. La muerte de Sally Menke es para todos ellos una pérdida con consecuencias lamentables e irreparables. Encuentran aquí la debilidad del film, su falta de ritmo, sus torpezas formales, o vaya saber qué desperfecto. ¿Habrán visto la primera escena del film? El montaje inicial es rítmico y variable. La aparición de Schultz en su carreta de dentista en plena oscuridad anuncia una modalidad de encuadre. No habrá repeticiones, y se apelará a una velocidad sostenida por cambios de perspectiva y saltos entre un plano y otro, sin obedecer un posible orden escalonado; la novedad reside en la rítmica de los encuadres, y en un juego de aceleración y desaceleración narrativa en donde no prima un criterio de proporción. Es esto lo que convierte materialmente a Django sin cadenas en una especie singular que en nada se parece a la mayoría de películas que llegan de Hollywood. Por otro parte, nadie se ha quejado, lógicamente, de las elecciones musicales para acompañar algunas escenas. Pero la música no es ni decorativa, ni antojadiza. La pertinencia del rap en dos ocasiones establece un previsible orden de continuidad entre el tiempo de los esclavos y el malestar marginal de otro tiempo.

Como en sus tres filmes anteriores, el tema de la venganza, un emoción primitiva y preferencial en el imaginario de Tarantino, vuelve a posicionarse como el móvil de su personaje principal. Por eso los 35 minutos finales constituyen un festín sangriento interminable. Y he aquí un problema: la seducción de la venganza sustituye la urgencia por la emancipación. Es que el liberalismo ramplón del film abdica sin grandes resistencias ante la tentación entre infantil y perezosa de yuxtaponer el orden de la justicia al orden de la pura revancha, noción popular y vigente de una cultura que todavía necesita del western para repasar el origen de las leyes y el lugar en la historia de una nación.

En la escena de los perros, Django le dice al sádico Calvin que él está “más acostumbrado a la violencia de los americanos”, diferenciándose del horror de Schultz frente al espectáculo sádico. El problema está en que todos nosotros también estamos acostumbrados a la violencia de Tarantino, el síntoma excepcional de una cultura (cinematográfica) cuyo fetichismo por la pólvora y fijación por las masacres resultan casi un imperativo religioso y un pasatiempo obligado.

Esta crítica fue publicada en otra versión por el diario La voz del interior en febrero 2013

Roger Koza / Copyleft 2013