EL CAMBIO DE GUARDIA

EL CAMBIO DE GUARDIA

por - Críticas
23 Jun, 2024 09:19 | 1 comentario
Acerca de El cambio de guardia, última película de Martín Farina

GENTE DE BIEN

El cambio de guardia, de Martín Farina, ha sido reconocida como la primera película que asume la reactualizada discusión política que atraviesa la argentina hace casi veinte años. Pero este tardío y extraño autorretrato termina convirtiéndose en una suerte de (¿ambiguo?) signo de los tiempos.

La película sigue a lo largo de algunos años la peculiar amistad de un grupo de hombres que se conocieron varias décadas atrás haciendo el servicio militar en el Regimiento de Patricios, y que todos los años asisten al “cambio de guardia”. Por las charlas y nombres que surgen en sus conversaciones, podemos entender que los seguimos durante los años del macrismo y del posterior gobierno de Alberto Fernández. Pero aunque El cambio de guardia no llega hasta Milei, la época se desprende larvadamente de la dinámica del grupo (así como este gobierno de los anteriores).

El cambio de guardia

Las reuniones parecen replicar cierto léxico y rituales que no son sólo propios de la masculinidad, sino del universo militar en el que nació esa camaradería. Y de a poco, lo que parece ser una convencional reunión de amigos deja ver (casi a pesar de la película misma) sus zonas más oscuras. Uno de los amigos vuelve tras un tiempo de ausencia, y Farina elige ese plot para introducir la discusión política: el regresado aparece enfrentado al “zurdito” del grupo, al que le “da asco” y piensa que el otro “es un tarado” (macrista, o de derecha, aunque nadie lo caracteriza como sí lo hacen con el “zurdito”), aunque no dejan de compartir los encuentros. 

Los Farina (el padre en la reunión y el hijo tras la cámara) no dejan que la sangre llegue al río: mientras oímos un rasgueo de guitarra y vemos el asado que los espera, se escucha: “vamos a comer, se terminó”. Farina padre cierra la discusión: “tenemos que seguir conviviendo”. Y la película no cae muy lejos de esa conclusión. Tampoco algunas de las elogiosas críticas que la película ha recibido, que reafirman esa intención conciliatoria. 

Sonzini y Candela sostienen en La vida útil que “Farina tiene una cualidad innata y bendita: una profunda empatía”, que “logra que toda la sala tenga un compromiso afectivo con ese grupo de viejos gritones, machos e incorrectos”. Así, críticos y realizador sostienen “la apuesta por los sentimientos primero y ante todo; para que el espectador aprenda a querer a los personajes por cómo ellos se quieren y se cuidan y por cómo viven en compañía. Es decir, lo primero que hace la película es enseñarnos a mirar a los personajes en sus propios términos y no en los nuestros”. Sin entrar a discutir esta última petición de principios (una película no debe “enseñarnos a mirar a los personajes en sus propios términos”, sino en los de su propio punto de vista, que incluso puede no ser igual al del realizador), digamos algo sobre esta repetida demanda de “empatía”, que confunde lo que entraña “vivir en compañía”:

Aristóteles solía decir “amigos míos, no hay amigos”. Porque la fraternidad tiene sus límites: los amigos se reconocen como libres e iguales. Y una “política de la amistad” (para decirlo en palabras de Derrida, aunque acaso contra su concepción) exigiría elegir entre lo propio y lo extraño. Recordemos un detalle no menor, al que la película presta poca atención (o diluye como un tema más de conversación): los amigos hicieron la conscripción en 1977, uno de los peores años de la represión. Pero sólo en algún momento aparece una referencia lateral, que incluye terminología “operacional” o frases como “a punto de entrar en combate”. (Digamos, de paso, que este es un tema poco tratado, no sólo por el cine argentino: la forzada participación directa de jóvenes civiles en las fuerzas armadas durante la dictadura ha sido silenciada.)

Farina dispone como clímax una conversación que sobrevuela el tema, en la que queda claro que los amigos comparten una mirada sobre aquella época (salvo el “zurdito”, claro): “no pueden ser buenos los 30000 e hijos de puta los otros”, dice uno. Y si bien todos los diálogos tienen el mismo nivel de superficialidad, la pregunta es si ese cualunquismo (que pasa de ahí a justificar el gatillo fácil) representa algo. Es decir: si lo (no) dicho es una dimensión consciente de la puesta en escena de esa fractura (¿social?). Pues si bien los críticos rescatan esa voluntad de hablar de la dividida sociedad, la película no sugiere nada, fiel a la distancia impuesta desde los 90 (no sólo en el Nuevo Cine Argentino), aunque a la vez implica una suerte de superación del conflicto a través de la amistad. 

Tomás Guarnaccia escribe: “La manera en la que se retrata el afecto que circula entre estos amigos ex colimbas genera una empatía profundísima”, lo que llevaría a que “la persona que dice que hay que matar de un tiro al que roba puede ser un buen tipo”. He ahí el dilema, que la crítica (y acaso la película) subraya sin preguntase qué significa ser “un buen tipo”. Sobre todo cuando un gobierno de derecha utiliza el mismo concepto de “gente de bien” para fomentar una falsa unanimidad, a la vez que despliega el mismo discurso violento sobre los “zurditos” que vemos reproducido en el grupo de amigos.

Convivir no significa confraternizar. Ni se pueden superar las diferencias, cuando son irreconciliables. Contra esa certeza lucha la película, mientras muestra la tensión constante en el grupo. Pero no puede dejar de evidenciar que la discusión está generada sobre todo por la resistencia del “zurdito”, mientras los otros hacen la vista gorda sobre la violencia (verbal…) o se pliegan al discurso cualunque. Del mismo modo, la película parece concluir con la frase dicha en su centro por el retornado: “estamos en las antípodas en lo político pero eso no influye en el afecto”. “Nosotros somos amigos, vos que solo estás” cantaban en sentido contrario Los fabulosos Cadillacs en su canción “Yo no me sentaría a tu mesa”. Porque, como dice un dicho popular alemán que viene a cuento, salvando las distancias: “cuando alguien se sienta a la mesa con un nazi, hay dos nazis”. 

El origen militar de la amistad parece definirlo todo, como deja ver El cambio de guardia desde su título (además de desfiles, hay varias referencias a la misma “tropa” y la “defensa del camarada”). Pero ese no es un destino irrevocable de los personajes ni del film. Hace más de medio siglo, Dar la cara (película-manifiesto de la generación del 60) narraba la historia del tres amigos del servicio  militar en la Argentina posperonista, y lo que contaba allí eran las relaciones de clase, no la amistad. Eso apenas aparece en la película de Farina, cuando la división con los “garcas” (i)letrados se hace evidente por parte del “zurdito”, que les pide que lean libros en vez de repetir latiguillos escuchados en TV (pero el realizador elige volver al plano del asado –con el gimoteante rasgueo de guitarra– mientras se grita “no quiero hablar más de política”). Y en esa distancia con Martínez Suarez (que era conservador pero no neutral) se cifra todo lo perdido por el cine argentino, salvo cuando aparece cada tanto alguna película que busca filmar el presente con la misma mirada crítica (aunque ninguna tenga la ambición y contundencia de Dar la cara).

El cambio de guardia ganó el premio a mejor película en la competencia argentina del Bafici. Tres días después, la cámara de diputados convalidó la ley que reactualiza la política económica de la dictadura y el menemismo, buscando quebrar la última resistencia a la conversión neoliberal de la Argentina. Aunque tal vez ese quiebre ya se había producido, como demuestra a su pesar esta película y la “empatía” que despertó a su alrededor.

El cambio de guardia, Argentina, 2024.

Escrita y dirigida por Martín Farina.

Nicolás Prividera / Copyleft 2024