EL COLOR QUE CAYÓ DEL CIELO
**** Obra maestra ***Hay que verla **Válida de ver * Tiene un rasgo redimible ° Sin valor
Por Roger Koza
EL CIELO NOS LLEVARÁ
El color que cayó del cielo, Argentina, 2014
Escrita y dirigida por Sergio Wolf
*** Hay que verla
La segunda película de Sergio Wolf confirma su amable propensión a encontrar en el ambiguo espacio de lo real signos potenciales de ficción.
En los cursos iniciales de las facultades de filosofía siempre se enseña que la filosofía y la ciencia tuvieron su origen cuando se dio el tránsito del Mythos al Logos. Nuestros antepasados aprendieron que la credulidad a secas era insuficiente frente al mundo e inventaron un nuevo hábito ligado a una forma de preguntar sobre él. Había que ir a buscar los fundamentos de las cosas y explicar los fenómenos. La progresión narrativa de El color que cayó del cielo repite involuntariamente ese recorrido, pero a diferencia de cierto menosprecio acallado respecto del mito, debido a la presunta superioridad de los saberes fundamentados, la caridad interpretativa de esta película nivela todos los puntos de vista que tienen lugar. He aquí su gran secreto democrático: todos los personajes, incluyendo al mismo cineasta, están tocados por el deseo de saber.
La magnífica El color que cayó del cielo, título justificado que remite a una obra literaria homónima de H. P. Lovecraft, arranca con un fenómeno cósmico en el firmamento: en plena noche, un objeto luminoso cae del cielo. La secuencia reconstruye la posible perspectiva de los habitantes del noroeste del Chaco, unos 4000 años atrás. Los mocovíes de hoy todavía tienen memoria de ese relámpago cósmico que descendió a la Tierra. Juan Carlos Martínez, un investigador perteneciente a esa etnia, no solamente le explica algunas creencias ancestrales al evanescente Sergio Wolf (que en ocasiones está frente a cámara –solamente lo necesario– para hacer preguntas a sus personajes), sino que además le presta algunas secuencias de un film amateur realizado por él y algunos de sus estudiantes llamado La nación oculta en el meteorito. En el film, los viejos mocovíes bailan alrededor de un cráter, huella del paso del meteorito, aquí visto en clave mítica.
De ese pasaje inicial y mágico, lo que sigue en El color que cayó del cielo irá abandonando el mito, no así el asombro asociado a ciertos fenómenos que exceden la escala humana y a los que los mitos suelen aludir. Wolf aportará algunos datos históricos de los primeros exploradores en la región. En 1786, por ejemplo, el militar asturiano Miguel Rubín de Celis llegaba a esta región del Chaco. Pero los visitantes europeos buscaban piedras preciosas, de tal modo que la decepción frente a esta roca sin brillo fue inmediata, tal vez porque en ese tiempo el mercado de piedras celestiales era aún inimaginable.
Lo que viene luego es enteramente apasionante: en una suerte de contrapunto simbólico, las investigaciones de un científico de la Universidad de Pittsburg llamado William Cassidy y las aventuras de un coleccionista (contrabandista) de Tucson, Robert Haag, se convierten en el centro del relato. Cassidy retoma su exploración en Campo del Cielo en la década del ‘60. Con Wolf revisan cuadernos de viaje, fotos y películas en 16 mm. La fría racionalidad del científico no consigue acallar su circunspecta conmoción al recordar a los habitantes de aquel lugar, entre ellos a Luis Salas y Silvano Gómez, quienes le ayudaban a ubicar los aerolitos perdidos. Es un instante hermoso y delicado, una escena fugaz que denota el punto de vista amoroso del film, y en el que se revela además la potencia infinita de una imagen. El material de archivo permite ver a Salas de joven. La fotogenia de antaño persiste en el registro del propio Wolf, que se reencuentra con ese hombre unas décadas después. He aquí otro milagro materialista: el fantasma de un hombre se yuxtapone a su semblante de hoy.
Por su parte, Haag, que bien podría haberse fugado de un film de Werner Herzog, debe ser el dealer (de meteoritos) más simpático del mundo. Delirante, felizmente obsceno, su espíritu de comerciante no eclipsa su costado aventurero. ¿A quién se le puede ocurrir pasar por la frontera del Chaco un meteorito gigante para sacarlo del país en barco desde Rosario? Sus anécdotas son increíbles, su presencia cómica y energizante, contrapartida perfecta de la pasividad de Cassidy.
La puesta en escena invisibiliza sus propios méritos. Véase que no hay plano-contraplano cuando los personajes hablan, y si bien el ángulo de registro simula ligeramente la perspectiva del interlocutor, nunca la perspectiva coincide con quien pregunta. En este sentido, el virtuosismo de Fernando Lockett, capaz de estar en sincronía con la fluidez de un acto que no se ensaya, materializa una consigna de dirección no enunciada pero sí ejercitada: de lo que se trata es de capturar una experiencia de diálogo más que el contenido del mismo. A su vez, este procedimiento tiene una función poética precisa: esa modalidad de registro lleva los diálogos a una dimensión más cercana a la de la ficción y trastoca las convenciones predominantes para filmar la palabra en el cine documental. ¿No es acaso este hermoso film un documental indirecto sobre la voluntad de ficción? Quizás esto explica la ubicuidad de la música en el film, como si así se intentara reforzar todavía más esa dimensión de ficción que el documental, tradicionalmente, intenta desterrar, debido a su misión de buscar la verdad.
El color que cayó del cielo es una prueba de que la realidad supera a la ficción. Wolf convoca personajes extraordinarios y orquesta un relato de aventuras sostenido en hechos que tuvieron lugar en un espacio específico. ¿Es posible concebir un documental de aventuras? Esta historia de 4000 años contada en 73 minutos es una demostración de eficacia narrativa al servicio de ilustrar lúdicamente un placer casi desterrado del cine de hoy: el placer de conocer.
Esta crítica fue publicada en otra versión por el diario La voz del interior durante el mes de septiembres 2014.
Roger Koza / Copyleft 2014
Coincido con esta entusiasta lectura.
Y agrego:
Wolf había recurrido al mito también en aquél entrañable film codirigido con Lorena Muñoz, Yo no sé qué me han hecho tus ojos.
Allí recuperaba el sentido antiguo del mito, y constataba que los tiempos en que el tango era uno de los pocos elementos que cifraban nuestra nacionalidad habían quedado atrás. Con pesar, comprobaba que hoy, fin de los relatos mediante a manos de la hegemonía de un único macrorrelato, ya no quedaba nada de aquel mito fundante, sino solo vestigios: los espacios donde estuvo vivo el tango (teatros, radios donde se grababan discos y se escuchaban bandas, etc) fueron reemplazados por la nueva mitología del poderoso Señor Don dinero (por Mc Donalds, bancos, comercios de grandes marcas), y aquella que había sido una diva del tango (lo más cercano a un dios viviente), Ada Falcón, era un personaje olvidado que ya nadie recuerda, incluso ella misma.
Pero lo interesante de aquél film era que también retomaba el mito en su acepción moderna, es decir, el mito como ficción. Y en este sentido, demostraba que la realidad está llena de ficción, y más aún, y dicho con palabras de Oscar Wilde, que a veces incluso la realidad copia a la ficción.
Recuerdo un par de ejemplo:
1. El tango “Yo no sé qué me han hecho tus ojos”, que en uno de sus versos anticipaba “pero nunca volverás a verlos”, no era sino una ficción que la realidad de la propia Ada, tras el desengaño amoroso con Canaro, no tendría más alternativa que “copiar”.
2. Otro ejemplo de ello es cuando el Wolf detective llega al convento donde está escondida Ada. Él dice que, antes de entrar al convento, se imaginaba que Ada, como la rubia que espera al detective en lo alto de su mansión en los policiales negros, lo esperaría en una habitación en lo alto. Y así fue. Involuntariamente, la real Ada terminaba “copiando” la iconografía del film noir.