EL CRONISTA DE UNA NACIÓN AGITADA
Fue un destino, un imperativo, una obstinación: filmar la Historia, la de un pueblo y una nación, y sin duda en sintonía con un continente, alguna vez conquistado y por eso sometido y ocupado, también explotado y modelado bajo una figura conceptual política y cinematográfica ineludible: el opresor. Ese drama histórico, de una intensidad decisiva en el siglo XIX y XX, que coincidió con el período moderno del arte cinematográfico de mitad del siglo precedente en adelante, tuvo un cronista entre nosotros: Fernando Ezequiel Solanas.
La muerte reciente del cineasta argentino en París, una ciudad que no fue para él una entre otras, puso fin al “plano secuencia infinito”, como le gustaba decir a Pasolini a propósito del acto de existir. Solanas no tiene reemplazo en la materia que dominó, porque con él culmina una época del cine, en la que se le adjudicó a esa invención mucho más que el papel de representar la crónica de un país y el desencanto y la tímida esperanza de quienes viven en él. Es que en el gesto inicial de Solanas como cineasta, en eso que él y sus compañeros denominaron “un tercer cine”, no se filmaba para mostrar, sino para transformar. El movimiento de cámara era un movimiento de y en la conciencia y el de esta en su propia rotación guiada por la liberación en un nuevo movimiento, un paso a la acción (política). Al menos así, bajo ese programa estético, Solanas y los suyos comenzaron a esculpir el tiempo con la urgencia de su tiempo. Cine, liberación y revolución, consignas intempestivas, incluso vetustas para el sentido común de nuestro tiempo, de lo que no se predica ni impertinencia ni menos todavía delirio retórico y pragmático de una mentalidad ya superada. La inconmensurabilidad de aquella posición es ostensible, como también no lo es, ante un examen honesto, el sufrimiento colectivo que se deseaba conjurar.
Después de dos cortometrajes (uno de ellos notable, Reflexión ciudadana,), Solanas debuta en el cine con una película descomunal: La hora de los hornos, codirigida con Octavio Getino. La duración es apenas un indicio de su ambición, porque los 260 minutos de metraje tenían un propósito concreto: exponer la violencia de lo que allí se denominaba neocolonialismo, examinar esa experiencia ubicua en el continente latinoamericano, comprender en ese contexto la aparición de una anomalía política en Argentina llamada peronismo y, tras un esclarecimiento a gran escala, propiciar un llamado a la acción revolucionaria. La reiterada consigna en la propia retórica del film es conocida: había que destituir al espectador (tanto del cine y de la Historia) que se comportaba como un cobarde y un traidor.
Este film fue el modelo de un cine del porvenir, que se invocaba como un destino estético para la región y la nación. Un año después de que estuviera terminada y ya proyectada y también discutida, aquella película conoció su suplemento discursivo. El famoso manifiesto “Hacia un tercer cine”, publicado en octubre de 1969, delineaba las condiciones formales e ideológicas para mitigar el cine espectáculo y asimismo eludir el prestigio del cine de autor, menos dócil que el cine de Hollywood, pero no por eso lo suficientemente disruptivo ante la demanda de un cine a la altura de las circunstancias.
Al respecto, La hora de los hornos era un dechado de virtudes formales: el empleo ubicuo de textos con citas y consignas, el uso magnífico de planos generales en tanto modalidad necesaria para encuadrar al protagonista excluyente referido como “pueblo” y la elección precisa de los primeros planos de los rostros singulares de este, los travellings en contrapicado para filmar los edificios que glosaban la arquitectura del poder o el peculiar uso de la voz en off como una forma de enunciación que prescindía tanto del saber absoluto de una entidad difusa pero poderosa como también de la autoridad de un pastor esclarecido que conduce a las multitudes; tales rasgos formales conformaron una nueva gramática. Esas innovaciones y búsquedas estéticas pertenecían a toda una generación de cineastas latinoamericanos. Bastaría con volver a ver cualquier film de Santiago Álvarez, los primeros de Jorge Sanjinés, Patricio Guzmán, Glauber Rocha, Luiz Rosemberg Filho e incluso de Raúl Ruiz como prueba de insumisión a un sistema canónico de representación.
El período militante a secas, aquel que se ajusta a pie juntillas a los postulados generales del Cine Liberación, conoce su expresión más delicada y grandiosa en Los hijos de Fierro. La apropiación del poema de José Hernández y la yuxtaposición con todo lo que sucede con Perón en el exilio y su anunciado o posible regreso al país mientras el clima revolucionario avanza a la par de su contrapunto represivo constituyen una ampliación imaginaria de lo que sucede a principios de 1970, trastocado por una dosis especulativa que puede asir un tiempo preciso y prodigarle un plus simbólico que solo la ficción puede añadir.
En efecto, Los hijos de Fierro es una película de transición en dos sentidos: con el esplendor de la película capitula el cine militante y además la película prueba que Solanas puede trabajar con el registro de la ficción con la misma eficacia que en el cine documental. En este sentido, es notable la perspicacia poética con la que Solanas puede transformar la urgencia del registro documental y reorganizar por consiguiente los planos obtenidos o construidos como materiales básicos del desarrollo de una ficción. Los planos generales de la ciudad de Buenos y sus suburbios tienen la impronta de quien concibe el registro como documento, al igual que las hermosas panorámicas con las que filma el campo argentino, paisajes en contrapunto con el relato de los tres hijos dilectos del personaje no visto casi, pero sí omnipresente: Fierro o Perón.
En este film, acaso el mejor de todos, la voz enigmática y suave de Aldo Barbero lleva la palabra, a veces interceptada por las de los personajes. Barbero dice en un pasaje en el que una pareja se encuentra en un café y un travelling hacia delante los ubica en el centro del plano: “Sería injusta la memoria si no dice por lo menos: las mujeres resistieron desde el trabajo y la casa y encendidas como brasas a los hijos sostuvieron. La lucha que ellos hicieron fue apenas parcialidad de esa gran inmensidad del pueblo y su movimiento que tuvo por eje y centro al obrero y la mujer”. Y se añade de inmediato: “Viviendo con picardía, la profesión de Teresa fue distribuir la pobreza en el enjambre de hijos. Yo recuerdo que me dijo: ‘Mi lucha es poner la mesa’”. Se trata de un pasaje “menor” de Los hijos de Fierro, un film indisimuladamente masculino, pero en ese apunte, casi imperceptible, se suma una visión que en potencia remite al Pino Solanas en su último discurso memorable en el Congreso nacional, en aquel momento en el que apeló al derecho al goce de las mujeres. Aquella afirmación extraña a la retórica exangüe del funcionario público medio, inolvidable por la vitalidad con la que se pronunció, puede rastrearse genealógicamente en este pasaje secundario de su mejor film.
Nada de lo que hizo Solanas después de este primer momento en su carrera como cineasta sostuvo la intensidad dramática y la pertinencia estética de Las horas de los hornos y Los hijos de Fierro, dos películas que ya le habían asegurado su lugar en la Historia del cine. Quizás porque las coordenadas simbólicas fueron otras, su cine se modificó en tono, y tal vez también por la misma circunstancia el cineasta se aventuró menos a la invención de formas.
Poco se ha visto de aquel film por encargo que hizo en Francia sobre discapacitados, La mirada de los otros, pero sí se ha escrito muchísimo acerca de sus ficciones sobre el exilio, la reconquista democrática primero y más tarde sobre esa nueva figura política y social llamada hoy sin ambages neoliberalismo, que caracterizaron el cine de Solanas en las dos últimas décadas del siglo pasado. El exilio de Gardel y Sur son las mejores de este período en el que la predilección por la ficción fue ostensible, películas que vistas hoy traducen fielmente un estado de ánimo generacional y epocal. En efecto, muchos argentinos en París o Buenos Aires durante y después de la última dictadura no eran más que espectros, ya destituidos de sueños y por ende revestidos de una melancolía que las armonías de Astor Piazzolla transmitían con absoluta precisión. Los espacios vacíos en aquellas películas y la predilección de escenarios sin luz expresaban un sentimiento. El tono alegórico predominaba, y también la necesidad de que los personajes fueran vehículos y bocas de principios e ideales. Tales elecciones estéticas le sumaron detractores al cineasta, pues el nacimiento de una nueva crítica de cine observó en ese procedimiento alegórico un recurso afectado.
En mayo de 1991, cuando Solanas se retiraba del estudio de Cine Color, en el inicio del frenesí privatizador del menemismo, recibe cinco o seis balazos en sus piernas. Solanas no dejó de señalar al poder mafioso ligado al poder político y fue a todo este elenco de traidores y vendidos, con sus respectivos modus operandi, a quienes le dedicó, una década después y por elevación, Memorias del saqueo, el film que inaugura el tercer período de su cine, un regreso prolífico al documental en plena mutación cinematográfica. La era digital le permitió a Solanas filmar mucho y convertirse desde ese título recién mencionado hasta Viaje a los pueblos fumigados, estrenada dos años atrás, en el sistemático cronista en tiempo presente de los estragos estructurales del neoliberalismo, una fase del capitalismo de fin siglo y principio de otro en la que los Estados nacionales pierden soberanías y las multinacionales y las corporaciones llevan adelante políticas que trastocan aun la materia misma de la Tierra.
En el 2016, en El legado estratégico de Juan Perón, Solanas sintió el permiso para ser el auténtico, si no el mejor, hermeneuta del peronismo. Los exégetas de la doctrina pueden haber menoscabado o no la honesta e idiosincrásica lectura del famoso movimiento, pero nadie podrá objetar cómo en ese film tardío y didáctico Solanas revela su propio destino como cineasta. El marco conceptual de sus relatos fue siempre el mismo: la tercera posición o la construcción de un socialismo nacional. El enemigo también: el neocolonialismo, en tanto praxis, y asimismo como fuerza simbólica que modula el alma, porque solamente así puede comprenderse la operación mental por la cual el ciudadano ama y defiende aquello que lo explota. Se podrá coincidir o no con el cineasta, pero nadie podrá objetar que nadie como Solanas, entre nosotros, filmó la Historia y las consecuencias de esta en la vida del pueblo argentino.
*Este texto fue publicado en otra versión por Revista Ñ en el mes de noviembre 2020.
Roger Koza / Copyleft 2020
El arco vital que va desde La hora de los hornos hasta el discurso en el senado de 2018 solo puede merecernos nuestro agradecimiento, respeto y admiración. Vivió en un tiempo difícil y en un país difícil; se da el caso que también es nuestro tiempo y nuestro país. Él estuvo a la altura de las circunstancias. Después, las diversas valoraciones que nos merezcan sus períodos están dentro de los límites epistemológicos de la crítica. Creo que no caben dudas de que la estatura de La hora de los hornos es descomunal. Y si no da para que la consideremos un monumento es porque todavía nos llama. El corazón de esta película es la tarea inacabada de la liberación, con la que venimos existiendo desde que existimos. Está tan inacabada ahora como hace 50 años. Creo que para los que nos importa el cine también la película invita a la tarea de un cine inacabado. Los motivos por los que esas tareas se quieren no solo dejar atrás sino borrar de la memoria ya no son problema de Pino Solanas. Con eso tenemos que lidiar los que todavía estamos vivos. Y hay que ver si vamos a estar a la altura de las circunstancias. No es que no deja herederos, es que nadie quiere agarrar esa papa caliente. Otros grandes cineastas dejaron un legado con el que parece más fácil lidiar. Pero mientras haya opresión nadie puede dejar atrás nada. Lo que no cabe alegar es que ya no es la época: nunca fue la época y siempre lo será.
Yo sentí exactamente eso: agradecimiento y asimismo un destino trunco, una difusa posta. A la vez, los temas de fondo, eso que está en La hora de los hornos y persiste, como bien decís, ya no prende ni conmueve. No es exactamente como antes, pero no es menos deletéreo. Y en esto ya no es cuestión de la epistemología de la crítica, sino de la política de esta. Sobre esto último solo puedo atenerme a los textos y al trabajo sobre estos. Poco pueden hacer, poco puedo hacer, seguramente, demasiado poco. Abz. R