EL SECRETO DE LOS BASTARDOS

EL SECRETO DE LOS BASTARDOS

por - Ensayos
12 Oct, 2009 12:28 | comentarios

Recapitulación de una discusión crítica

Por Nicolás Prividera

Esta larga nota resume mi participación en la discusión crítica desatada por las últimas películas de Campanella y Tarantino (aunque su centro será más bien la crítica misma), tomando como base las notas Y comments) sobre El secreto de sus ojos y Bastardos sin gloria publicados en LLP (a través de cuya comparación Quintín parece replicar –invertidos- argumentos como los usados en mi nota anterior: http://www.conlosojosabiertos.com/2009/09/07/bastardos-sin-gloria-1/). Por eso el desarrollo no estará centrado tanto en las disímiles apreciaciones sobre ambas películas (para mí ni Bastardos sin gloria es moderna -sino un pastiche posmo-, ni El secreto de sus ojos es neoclásica -sino moderna-), como en la discusión que tuvo lugar en los comments, en la que participaron también Leonardo D’Espósito y Hernán Schell, redactores de El Amante.

Porque –para dejarlo claro desde el inicio-, quisiera ir contra la siguiente afirmación (que sospecho compartida por todos ellos): “Hay directores con los que uno se encariña, se pone mimoso y hasta cuidadoso en exceso. Hay otros, en cambio, que son malqueridos, siempre minimizados, ninguneados. Los primeros nos llevan de la admiración al fanatismo, del elogio fácil hasta el palabreo sofisticado para defenderlos. Posiblemente un director talentoso y siempre sorprendente como Quentin Tarantino sea el caso indicado para pensar la primer variante.» Lo dice Federico Karstulovich (otro Amante) en una crítica de otroscines (donde reivindica a un mercachifle como David Ellis, para terminar comparando al cine con un “pelotero”…), y supongo que eso define bastante bien el problema: esa «línea editorial» es consecuencia de una lectura sesgada y desideologizada de los Cahiers (así como Tarantino hace una lectura sesgada y desideologizada de Godard, digamos), cuya aparente “arbitrariedad” se sustentaba en una teoría. Y la base de su modernidad consistía en el modo en que repensaba lo clásico, mientras que la crítica y cine contemporáneos (mayormente posmodernos) tienen una imposibilidad para pensar lo moderno (que es nuestro clasicismo). A esa distinción se avocará la primera parte de esta nota, mientras que la segunda se centrará más en las imposibilidades de cierta crítica (incluida su falta de autocrítica).

I. Clásicos y (pos)modernos

Dice Quintín: “En 1941 el cine ya era casi todo lo que llegaría a ser (y si se reemplaza 1941 por 1961, se puede prescindir del “casi”). El cine estaba maduro hace setenta años y desde entonces no ha hecho mucho más que envejecer. A cambio, el paso del tiempo convirtió ese cine de la era clásica en una excelente ruina, en un inagotable motivo de estudio, de interés y de inspiración. Y es lógico, porque la acelerada constitución de un arte universal, popular y sofisticado resulta uno de los logros más asombrosos de la humanidad.”

“Tarantino lo saquea, lo cita y lo utiliza como material de sus películas pero intenta superarlo sin nostalgia. (…) No ensaya una parodia del clasicismo para un público avisado –como hacen los posmodernos– pero tampoco intenta imitarlo como los neoclásicos, quienes creen que el gran cine de Hollywood, con su mimesis, su sentimentalismo, sus técnicas narrativas, y sus dilemas morales es un mundo perfecto e inmutable que sólo necesita una adaptación a los temas y las tecnologías actuales.” Ni tanto ni tan poco: Tarantino no tiene nostalgia. No ensaya la parodia del clasicismo, aunque eso no lo salva de la posmodernidad, sino todo lo contrario: lo convierte en abanderado de esa forma aun más propia de la posmodernidad: el pastiche. Lo de Campanella es otra cosa: una revisión moderna del cine clásico. Aunque Quintín no lo ve así:

 “Campanella es un neoclásico, alguien que cree en esa permanencia. El público lo aplaude y la crítica reconoce como nunca en El secreto de sus ojos su destreza profesional, su capacidad para hacer lucir a los actores, su eficacia para resolver con elegancia y vigor ciertas escenas. Pero la película es también una nueva apelación al costumbrismo, a la identificación con emociones preestablecidas, a las convenciones ideológicas a cuyo servicio se pone en funcionamiento la vieja maquinaria. Pero (…) no sólo pone de manifiesto la tiranía de las coproducciones sino la falsedad esencial de un método basado en la simulación de lo verdadero y no en su búsqueda.” Para Quintín, esa búsqueda es lo propio del cine contemporáneo. El problema es que el cine contemporáneo es una categoría difusa: es lo que ya no es moderno. Y que siempre está al borde de caer en lo posmoderno: eso es lo que sucede con Tarantino, mientras que Campanella está un paso atrás. Claro que para Quintín es exactamente al revés:

 “Mientras el cine nacional de Campanella nos arrincona en una idea, nos obliga a ser rehenes de la pantalla y a reaccionar como está previsto, la imaginación cosmopolita de Tarantino nos libera al impedirnos pretender que el tiempo se detuvo hace setenta años.” Más bien podríamos decir que el de Campanella es un conservadurismo abierto (a la reformulación moderna), mientras que el de Tarantino es un modernismo falso (profundamente reaccionario cuanto más posa de “revolucionario”): y es más fácil dar un paso al frente que volver atrás. Porque el cine de Tarantino no es liberador: es otra cadena (con más onda, claro). Su est-ética queda resumida en la escena en que Pitt le dice a un soldado al que le van a reventar la cabeza con un bate de béisbol: “es lo más parecido que tenemos al cine”.

El problema de Tarantino es precisamente que esta vez “representa” a los nazis y a los judíos (como todo el cine sobre la segunda guerra), y así se ve más su imposibilidad para enfrentarse con la Historia. Y que use y abuse de géneros y citas es una coartada posmoderna que no invalida la voluntad de “representación” (que es esencial al cine, salvo el más experimental o abstracto…). El diseño hiperbólico y caricatural no lo exime de nada (como tampoco los eximía a Chaplin y Lubitsch), y de ninguna manera libera la película de toda posible comparación con su referente: eso es lo que pretende la est-ética posmoderna, en todo caso. No alcanza citar clásicos, sino de revisar críticamente la tradición (de eso se trata la modernidad): es una cuestión de forma (y mucho más que jugar con la forma, que es todo lo que Tarantino puede hacer: sólo puede arañar la superficie, porque no tiene fondo. Es un gran espejismo… Comparar a Tarantino con Lubitsch es como comparar a Eli Roth con Val Lewton: un despropósito).

El problema es que Tarantino sobrevive a su propio agotamiento (como la posmodernidad…). Y esa ya es responsabilidad de los espectadores (y los críticos…): no hay nada peor que creer que se está frente a algo renovador que en realidad es reaccionario (lo que lo vuelve doblemente reaccionario…). Pero de lo que se trata no es de hacer resurgir el cine clásico (lo que es imposible), sino de no dar por muerto el cine moderno, como hace buena parte del cine contemporáneo, entregado a lo posmoderno. Como también lo hace cierta crítica… Y aquí quiero detenerme en los dichos de Hernán Schell, redactor de El Amante (a quien pertenecen las citas entre comillas, tomadas también de la discusión en LLP):

Tarantino puede ser “amante de Bresson y Godard” del mismo modo que un oficial nazi (como el de su última película, casualmente…) puede ser admirador de Beethoven o Wagner: sus gustos no dicen nada de su ética. Pero su estética sí (del mismo modo que la estética nazi dice mucho del fascismo, tanto como que Hitler y Goebbels amaban la potencia imperial del cine americano).

No es una cuestión de contenidos sino de formas: Si el film NO “pone en crisis la concepción del mundo de los héroes y por ende la justificación de su violencia”, es porque su FORMA (más allá de las falsas “rupturas” de Tarantino) se asemeja mucho a la de la película fascista que está en su interior.

La “representación de la violencia” en Tarantino no tiene nada que ver con “Cronenberg, Browning o el mencionado Hitchcock”, del mismo modo en que los asesinatos de Tarantino no tienen nada que ver con los de Hitchcock… Pero para entender eso hay que entender el cine clásico y su reformulación moderna (algo que intenté lateralmente al analizar la escena de la ducha en Psicosis: http://www.conlosojosabiertos.com/2008/11/06/anatomia-de-un-asesinato/). Hitchcock probablemente sea uno de los pocos realizadores –junto con Ford- que participó de ambos períodos con igual suerte, ya que con obras claves de los ’60 como Psicosis y Liberty Valance realizan una reformulación “moderna” de su anterior obra “clásica”.

La hiperviolencia de Tarantino se relaciona con el más bajo explotation, en su versión posmo (como el de su ahijado Eli Roth o la saga Saw). La diferencia es precisamente el convertir la violencia en algo “estéticamente estimulante”: a eso le llamamos abyección (desde el famoso artículo de Rivette…) Lo notable (pero nada casual) es que el cine contemporáneo la ha hecho llegar a todas partes (desde el mainstream al cine indie). Tal vez porque esa abyección es solidaria con la destrucción formal del cine clásico y moderno bajo la posmodernidad… Pero es que, lamentablemente, no sólo el cine entró en crisis: también buena parte de la crítica (otro efecto del triunfo pírrico de Cahiers), que ahora festeja lo que antes logró reconocer como un grave problema…

Schell cita en su defensa a Daney diciendo que “nunca le molestaron las películas explotation de campos de concentración” cuando lo que dice Daney es que “esas películas tenían por lo menos la honestidad de tomar en cuenta una misma imposibilidad de contar, un alto en la continuidad de la Historia, cuando el relato se cristaliza o se desboca en el vacío. En ese sentido, no habría que hablar de amnesia o de represión sino de forclusión”. Lo que está diciendo es que más le “indigna” (y usa ese verbo, que a tantos molesta, sí) el cine de qualité sobre el exterminio (toda esa rastra de films que tuvieron lugar en la prjmera posguerra y que resurgieron luego de la lista de Spielberg, llegando hasta El lector o El niño del pijama a rayas). Porque lo que a Daney le molesta es ese humanismo ramplón que es falaz ideológicamente desde la misma forma, produciendo una feliz catarsis en el espectador. (La película de Tarantino no es su contracara: apenas es la otra cara de la moneda, una especie de explotation cool).

Y cuando hace referencia a la “extraña belleza” de una pila de cadáveres, sobre lo que está reflexionando es sobre como la belleza puede surgir del mal (o sea: reconoce que lo bello y lo bueno no necesariamente van juntos, algo que sabemos por lo menos desde El triunfo de la voluntad, y que nos ayudó a desembarazarnos del lastre del platonismo), no que la violencia sea en sí estética (lo que sería fundar un nuevo esencialismo): porque no es lo mismo la pila de cadáveres de Noche y niebla que la de La lista de Schindler o La vida es bella (ni mucho menos su interdicción en Shoah…). Y la cuestión (y el problema) es precisamente establecer la diferencia. Por eso Daney rinde homenaje al artículo de Rivette, el primero en enunciarlo en el caso del cine… no en vano ligado a su reciente experiencia de la violencia totalitaria: si algo redefinió la reflexión sobre el cine (y el cine mismo) fue el fascismo. Por eso toda la reflexión sobre el cine moderno y contemporáneo está atravesada por la reflexión sobre la el poder de la representación y la emergencia de la violencia.

Porque (una vez más) la abyección no tiene que ver con un contenido específico (genérico, temático, etc.) sino con la forma. Aunque evidentemente resalta más cuando aparece en relación con lo “real” (sea documental o ficcional, histórico o testimonial, etc.). Porque en el caso del “realismo” –como dice Rivette- “cualquier tentativa de reconstitución o de enmascaramiento irrisorio o grotesco, cualquier enfoque tradicional del “espectáculo” denota vouyerismo y pornografía”. Y eso es precisamente lo que hace Tarantino en Bastardos sin gloria (que lo haga sin el humanismo reaccionario de Iñárritu –es decir, que sea solo reaccionario- no hace más que mostrar la contracara de lo que El Amante definió como “cine choronga”: el de Tarantino es su vertiente cool, nomás).

II. Posiciones críticas

Recapitulando (porque esta discusión es antigua, y nos excede), las posiciones son dos: las que defienden la obvia relación –en diversos grados- entre arte y realidad (social, histórica, política), y las que creen -en diversos grados- en la autonomía del arte. (Yo representaría el primer caso y Q y D’Éspósito el segundo –salvo cuando pretenden juzgar según un “doble estándar”, como veremos).

Decir que “el cine [o cualquier otra cosa] es un conjunto de formas y discursos infinitos, una cosa inaprensible”  no es más que escaparle a la cuestión. Incluso defendiendo la “autonomía del arte”, porque hasta el arte tiene reglas, aunque cambien o sean puestas en cuestión o no sean fácilmente formalizables en una teoría…: puede haber varias, pero alguna hay (implícita en la obra o en el discurso crítico sobre ella). Y si todo arte implica una teoría estética (implícita o explícita), necesariamente también implica una ética (incluso cuando se defienda la autonomía del arte…): esto está muy claro en Sontag, que podía estar “contra la interpretación” pero era muy consciente de su responsabilidad “ante el dolor de los demás”.

Además, para demostrar que “la violencia puede ser algo atractivo de ver” no hace falta ir al cine: basta detenerse a ver accidentes al costado de la ruta. Pero eso es morbo, no arte. Y un crítico debería poder apreciar la diferencia… porque de lo contrario va a terminar valorando las películas por lo imaginativas que son sus escenas de “destrucción de cuerpos” (así de aséptico como suena), del mismo modo que Doña Rosa juzga sus bondades por la cantidad de lagrimas que le hace derramar. Pero el cine es algo más (o quiso ser algo más) que un derramamiento de fluidos.

Por otra parte, la ética de la obra no necesariamente implica la del artista: ahí hay otra compleja relación (y otra discusión, cuando su participación –pública, no privada- lo lleva a apoyar causas políticas nefastas –como en el caso de Pound, Celine, e incluso Borges). Y aquí no estamos hablando de la ética de Tarantino o Campanella (aunque el “doble estándar” también lo aplican para esto…): yo –al menos- estoy hablando de la ética incluida en la obra (que muchas veces incluso salva las reaccionarias posiciones explícitas de dichos artistas).

No se trata entonces de que a Tarantino “le tienen sin cuidado las distinciones entre alta y baja cultura” (¿a quién no, a esta altura de la (pos)modernidad?). Tampoco que sus nazis sean “humanitarios” y sus héroes no. Esas son cuestiones contenidistas, que no hacen al fondo de la cuestión (que pasa, por supuesto, por la FORMA: eso es lo único que puede definir su carácter reaccionario o no): ver la violencia como algo “estéticamente estimulante” es fascista. No hay vuelta que darle: pensar en “la potencia cinemática que puede tener la destrucción de un cuerpo” parece un argumento entresacado de un viejo manifiesto de Marinetti.

Porque (una vez más…) no se trata de una cuestión de contenido, sino de forma. Y eso es lo que define la diferencia entre un “buen o mal” director (en todo sentido). Y también entre una época y otra. [A ambas cosas me referí en los links que te dejé en mi anterior respuesta: aquí pesa un cambio epocal, pero también la est-ética de los directores]. Porque la forma implica la reflexión (o no) sobre el contenido. Basta pensar la diferencia entre La naranja mecánica de Kubrick o en la Saló de Pasolini y el explotation (que en nuestra época ha ascendido a explotation de qualité).

Incluso esos viejos films que de algún modo fueron la prehistoria del slasher film (tanto que ya se han hecho profusas remakes de todos ellos),contenían un elemento contracultural (me refiero a 2000 maníacos, La masacre de Texas, o Las colinas tienen ojos): pero hasta para entender esa diferencia hay que entender el paso del cine moderno al posmoderno  (algo en lo que no puedo abundar aquí y ahora, como así tampoco en el tránsito entre el cine clásico y el moderno, pero que toqué en: http://www.lalectoraprovisoria.com.ar/?p=3790).

Cronemberg y Haneke son directores “modernos” en tensión con su mundo “posmoderno”: Una historia violenta y Funny games, por ejemplo, son precisamente dos reflexiones sobre la institución de (y por) la violencia en el cine contemporáneo (y su conexión con la decadencia del cine americano). Es decir que no hace falta “volver la violencia algo misteriosamente destructivo y fascinante” sino interrogar ese misterio y esa fascinación. Desmontarlos (como Foucault en Vigilar y castigar, que no casualmente se inicia con una escena de tortura…) Lo mismo puede decirse de la forma misma del cine (sobre todo cuando se vuelve totalitaria): es preciso desmontar su violencia (formal).

En fin: lo más discutible (más allá de tal o cual película en discusión) es que se reivindique lo que para cualquier crítico (o cineasta) que se precie debiera ser un problema: la fascista fascinación del cine contemporáneo con la violencia. Entiendo que esa complacencia (posmoderna, sí) sea en buena parte generacional, o achacable al “espíritu de la época”… pero eso no nos libra de nuestra responsabilidad (como tampoco lo hace una “línea editorial” o cualquier otra determinación externa). También la crítica tiene su ética (y no puede excusarse en la autonomía del arte…).

III. Doble estándar

“Se ve a Hitler, Goering y el resto de los jerarcas nazis disfrutar como chicos con un film ficticio llamado El orgullo de una nación. Es una especie de contrapartida de Sargento York (1941), una película de Howard Hawks con Gary Cooper, refinado ejemplo de propaganda belicista”, dice Quintin.Lástima que la de Tarantino no sea refinada sino tan limitada como el cine de propaganda nazi… y el actual cine mainstream americano (del que Tarantino es su expresión más cool).  Lo abyecto no es la representación de la violencia, sino la violencia de la representación (algo que se viene discutiendo desde el famoso artículo de Rivette sobre el travelling de Kapo).

En el caso de Tarantino no se necesita discutir mucho, porque a diferencia de Campanella, la operación es absolutamente transparente: no se propone ninguna reflexión sobre esa violencia (y mucho menos sobre la representación en general): sólo goza (y quiere hacernos gozar) con ella. Y esa estetización es fascista (de hecho, no es muy distinta de la película nazi que ven en el cine…). Goebbels no es Selznick (ni siquiera es Weinstein): es Tarantino. Su est-ética queda resumida en la escena en que Pitt le dice a un soldado al que le van a reventar la cabeza con un bate de béisbol: “es lo más parecido que tenemos al cine”.

Sin embargo, dice Quintin: “Aunque el film tiene su dosis de acción y de suspenso, no le propone al espectador que ocupe el lugar de los jefes nazis o, para tomar un ejemplo más amable, el del duro general americano que llora desconsoladamente frente a Bambi en una película de Spielberg llamada 1941. De hecho, Bastardos sin gloria termina quemando El orgullo de una nación y con ella a sus espectadores.” Esa idea (enunciada por varios críticos) de que la película propone «el incendio por fascista de un determinado tipo de espectador» (que, ¡oh casualmente, es el suyo propio!) es una autoironía de la que Tarantino es incapaz (y que solo existe en la afiebrada mente de los cinéfilos, que Tarantino pervierte con más facilidad que un maestro pedófilo). La falsa quema de la película alemana es la falsa gloria de la película americana. Un verdadero fuego fatuo, una hoguera de las vanidades.

Plantear que «reflexiona sobre el realismo baziniano» para negarlo «como no válido para su concepción del cine» es una sobreinterpretación que no soporta el menor análisis… salvo si uno considera a la propia interpretación «autoconscientemente abyecta». Es decir, si asume como propia la operación Tarantino (que es lo que la película -y buena parte del cine contemporáneo, no sólo de Hollywood)- propone): separar la estética de la ética, y negar así la relación (de exterioridad y por eso de  mutua implicación) entre el cine y el mundo.

Tarantino hace que el espectador se identifique con los protagonistas tanto como con el mecanismo. Es tan “neoclásico” como Campanella, a no ser por su afán de destruir la mesura del cine clásico. Mientras que Campanella –como vimos-, sin renegar de lo clásico, hace jugar una autoconciencia moderna (poniendo a jugar varios géneros sin condescender al mero pastiche posmoderno).

En su crítica a la película de Campanella, Quintín la acusa de  “doble moral” (al proponer un protagonista simpático que avala la violación a los DDHH), pero es lo mismo que hace al no juzgar a Tarantino. Lo mismo hace D’Espósito en su nota en Crítica y en su intervención en LLP. Hay dos cuestiones: las críticas a Campanella por un lado y la (no) comparación entre Campanella y Tarantino por otro: la segunda (la que D’Espósito despacha demasiado rápido) me parece mucho más importante que la primera (porque la incluye).

De todos modos quiero señalar algo sobre su crítica a El secreto de sus ojos: la mayor discusión la ha provocado la elección de no mostrar lo que hace el personaje de Darín cuando descubre lo hecho por Rago (lo que parece ajeno a su misma construcción clásica, aunque creo que bien podría asimilarse a que también es deudor de su reformulación moderna). Pero digamos que habría suficientes razones para inclinarse por sus dos motivos (la posible denuncia o la irresolución), que en realidad son el mismo: porque la decisión final (del espectador y del crítico) viene definida por su propia ideología (política y cinematográfica).

Por otra parte (y volviendo a la relación entre las películas, que es el punto central),  decirle a la prisión del personaje de Rago “Centro Clandestino de Detención” es tan ideológico como decirle “Cárcel del Pueblo”, o simplemente hablar de “justicia por mano propia”… Pero decir que Rago “tiene una ESMA en su casa” es además una afirmación tan poco prudente como decir que la heroína de Tarantino lleva a cabo su propia “solución final” (cosa que también he oído por ahí…). Y eso que la “fantasía” de Tarantino amerita más ese exceso retórico… Pero el problema no es sólo la incongruencia de utilizar un crimen de lesa humanidad como metáfora (en tu argumento y en la película de Tarantino), como que se propone para el puro goce del espectador: algo muy cercano a la voluntad fascista (de hacer de la guerra –y el exterminio- un espectáculo).

En ese sentido, lo que ilumina la película de Campanella con su ambigüedad final es precisamente ese “doble estándar” de la moral media. Que esta haya sido su “intención” autoral o su inevitable efecto (como representante de esa moral) es otra discusión… La misma que puede darse en el caso de Tarantino.

Porque cuando D’Espósito reclama que el final (sea cual sea) debe ser “ostensible”, no casualmente es usa la misma palabra que para reclamar la inocencia de Tarantino (sólo responsable de una “ostensible fantasía”…) Y no me parece casual (que una película le parezca un realismo necesariamente ostensible y otra de una fantasía necesariamente ostensible), porque el problema es precisamente lo “ostensible”… Y desde lo más básico (y material): es “ostensible” que estamos hablando de películas, no de “la realidad” (es decir: de algo que es parte de la realidad –como todo discurso- pero no se puede confundir con lo real mismo). Lo que no significa –por supuesto- que no tengan que tener una ética, sino todo lo contrario: esa distancia con lo real es lo que define la relación entre ética y estética. Porque TODA REPRESENTACIÓN (ESTÉTICA) IMPLICA UN PUNTO DE VISTA (ÉTICO). Esas son las “reglas del juego” del arte (iguales para todas sus manifestaciones…)

Vayamos entonces al segundo y esencial punto: para diferenciar una película de la otra D’Éspósito dice que la de Tarantino es una “fantasía ostensible”, cuando su representación no es más “ficcional” que el de Campanella… Y no sólo porque se sitúe en un momento histórico preciso, sino porque cualquier representación (incluso la más “fantástica”) implica un punto de vista ético. No importa qué mundo represente (si es el estilizado de un film de género, el imaginario de un dibujo animado, o el “real” de un documental). Porque NO ES UNA CUESTIÓN DE CONTENIDO SINO DE FORMA (POR ESO LA ÉTICA ESTÁ IMPLÍCITA EN LA ESTÉTICA). Es decir: no se trata de que (por ejemplo) “muestra la humanidad de los nazis”, ni la violencia (algo que ya no es novedad ni discutible en sí, no sólo por extendido sino porque como mero “contenido” no dice nada sobre si su sentido es crítico o reaccionario).

Lo propio de un arte no son sus temas (generalmente antiguos y limitados) sino su forma (que en el caso del cine se basó en su relación de implicación y exterioridad con lo real: esa fue la gran construcción del cine clásico). El problema ético del cine (lo que dice sobre el mundo) siempre es un problema estético (y viceversa). Y la estética de Bastardos sin gloria (por todo lo expuesto en mi nota anterior) es profundamente reaccionaria (justamente porque pretende separar –como todo el arte posmoderno- ética de estética). Y como deja claro esta discusión (precisamente porque se pretende hacer una distinción “fantasiosa” entre una  película y la otra) esta película es tan discutible o más (por su fascista imperativo global) que la de Campanella (que no se presenta como inocente goce de la estetización de la muerte –incluida la del cine-).

Una posible conclusión es que una crítica “autónoma” sólo permite comprender la subjetividad del crítico (sus razones) más que las de la obra (la razón de su objeto). Y mucho menos su notable efecto en el público (que es lo que tampoco se puede dejar de pensar):

“El final feliz, en el que la pareja se confiesa por fin su amor recíproco después de años de timidez y de dificultades, sirve para sellar ese pacto con el imaginario de otra época y para consolarse mediante un golpe de fortuna individual de la imposibilidad de que haya justicia colectiva.” En esto estoy completamente de acuerdo (y es lo que quise expresar en mi segunda nota sobre el film). Finalmente, Quintín acepta que “sin embargo hay un punto en el que Campanella es preciso esta vez: esa clase media arcaica, tan proclive a admirar a la oligarquía tradicional, tan orgullosa de su progresismo como imposibilitada de actuar en consecuencia, se debate también entre la legalidad y el fascismo”. Esta última es la cuestión esencial, que lamentablemente en la discusión nunca se terminó de dar (porque nunca logramos salir de la crítica ensimismada).

Fotos: 1) Tarantino; 2) El gran dictador; 3) Pósters de Shoa y La lista de Schlinder; 4) Bastardos sin gloria; 5) El secreto de sus ojos; 6) Tapa de El amante cine.

Copyleft 2009 / Nicolás Prividera