ÉRASE UNA VEZ BRASIL: BACURAU Y A VIDA INVISÍVEL: DOS CAMINOS PARA EL CINE BRASILEÑO
La ironía histórica del año cinematográfico del 2019 en Brasil es abrumadora. Y es, a la vez, un retrato perfecto de la irracionalidad cotidiana a la que ya estamos perversamente acostumbrados. Los premios a Bacurau de Kléber Mendonça Filho y Juliano Dornelles y A Vida Invisível de Karim Aïnouz en Cannes son la evidencia más visible de una presencia destacada de películas brasileñas en los principales festivales del mundo este año: Locarno, Rotterdam, Berlín, Sundance y muchos otros. En términos de reconocimiento internacional, 2019 ya puede considerarse como el mejor año para la producción brasileña desde los tiempos del Cinema Novo en los años sesenta. Por otra parte, internamente, la extinción del Ministerio de Cultura, la crisis fabricada en la Ancine (nuestra agencia de regulación y fomento, similar al INCAA argentino), la censura abierta y recurrente en diversas instituciones públicas y la cruzada personal del presidente Bolsonaro en contra del cine nacional ha generado una situación de parálisis e incertidumbre. El programa gubernamental en curso es la muerte por inanición de un circuito de formación, producción, distribución y diálogo que ha sido construido gradualmente después de décadas de esfuerzos de distintos gobiernos, productores y sociedad civil, y que comenzaba a producir sus primeros frutos notables. En este momento, no es solamente posible, sino también muy probable que la presencia internacional del cine brasileño en los próximos años sea radicalmente inferior. Ni siquiera terminó la euforia y ya caminamos a pasos largos hacia una nueva insignificancia en el panorama mundial.
Las buenas noticias del cine brasileño reciente se ven menos en los reconocimientos a películas como Bacurau y A Vida Invisível y más en la contestación de viejas jerarquías, que comenzaba a combatir desigualdades históricas y abrir paso a un cine más plural y sorprendente, como se pudo atestar en la extraordinaria retrospectiva Soul in the Eye en Rotterdam. En mi columna anterior, yo hacía referencia a tres cortometrajes que demostraban la vitalidad del cine brasileño contemporáneo, por fuera del espectro de los sospechosos habituales de los grandes festivales. Es sobre todo esta frágil vitalidad, tan reciente, que está actualmente bajo el riesgo de la aniquilación.
Pero esta mezcla extraña de optimismo y desesperación obliga también a pensar en los caminos formales y políticos que las películas brasileñas más destacadas internacionalmente este año apuntan para el futuro del cine en el país. No hace falta replicar de forma celebratoria y acrítica el reconocimiento internacional de los grandes festivales, sino pensar cuáles son los gestos cinematográficos más potentes en el interior de esas películas y de qué manera ellas nos obligan a repensar la tradición del cine brasileño. En ese sentido, lo que hay de semejante entre Bacurau y A Vida Invisível es mucho menos importante que lo que hay de singular en cada una. Como ha escrito Fábio Andrade en un notable ensayo reciente, “el cine brasileño es, hoy, menor que sus películas”.
Hay semejanzas, claro. Ambas son películas que participan de un esfuerzo de diálogo con un público amplio —el éxito de Bacurau en la cartelera brasileña es un resultado notable, casi un milagro—, trabajan adentro de ciertos códigos reconocibles en el circuito de los festivales, demuestran un apuro técnico bien al gusto del espectador mediano, tienen la exacta medida de color local y eficiencia narrativa que les permite figurar en estos contextos. No son, para nada, películas intransigentes, agresivas en su singularidad o intragables para la conciencia burguesa europea, como fueron un par de obras maestras en algunos de los momentos más brillantes de la constelación moderna del cine brasileño en el pasado, de Los fusiles (Ruy Guerra, 1963) a La edad de la Tierra (Glauber Rocha, 1980), ambas con presencias destacadas e incómodas en el panorama internacional de los festivales en su época. Si Louis Marcorelles podía decir en las páginas de Le Monde en 1980 que La edad de la Tierra era “un film visionario, fuera de las categorías conocidas del cine occidental”, lo que pasa con Bacurauy A Vida Invisível es seguramente otra cosa.
Pero hay muchas más diferencias que equivalencias entre Bacurau y A Vida Invisível. En la película de Karim Aïnouz, la puesta en escena tiene aires de autoralidad estándar que intentan todo el tiempo disfrazar la insipidez de un melodrama banal, mientras el tono busca un espectador capaz de emocionarse con una historia enternecedora, bien contenida en su época, universalmente conmovedora. La dramaturgia construye personajes por los cuales solamente podemos sentir pena, mientras que la película quiere afirmarse —y es allí donde reside su coartada crítica— como un libelo frente a la opresión patriarcal. Curioso caso de cine político, incapaz de desagradar a nadie, ni siquiera al bolsonarista defensor de la familia.
Incluso si uno la compara con la obra anterior del cineasta —por ejemplo, con Madame Satã (2002)—, percibe que se trata de una fuerza apaciguada, un intento de acomodación al esperanto del world cinema. Ese era justamente el proyecto estético de la Retomada, ese aliento de renovación después de la extinción de la Embrafilme en los años noventa que tuvo importancia en la reconstrucción de las estructuras de producción en Brasil, pero que solamente produjo películas inofensivas como Estación Central (Walter Salles, 1998) o verdaderamente abyectas como Ciudad de Dios (Fernando Meirelles y Kátia Lund, 2002). La sensación después de ver A Vida Invisível es la de encontrar una versión de O Quatrilho (Fábio Barreto, 1995) adaptada a la corrección política contemporánea.
Al presentar A Vida Invisível en Belo Horizonte hace unas semanas, el productor Rodrigo Teixeira dijo: “Esta película demuestra que el cine brasileño ha alcanzado otro nivel”. El presupuesto del discurso es claro: hay un nivel que debe ser alcanzado, escalones que hay que subir para pertenecer a la casta del respetable cine contemporáneo. Ese era justamente el argumento corriente en la Retomada: la afirmación de una nueva etapa del cine brasileño, de excelencia técnica y narrativa, que superaría la supuesta precariedad del pasado; el deseo de comunicabilidad homogénea y transparente, en las antípodas de la incomodidad provocada por la opacidad de las obras de arte radicales; un esfuerzo hercúleo por hablar fluidamente la lengua colonial del cine arthouseinternacional. Ese revival de la Retomada es también el camino elegido por una película como Gabriel e a Montanha (Fellipe Barbosa, 2017), premiada en la Semana de la Crítica de Cannes hace dos años, sobre la cual escribí en Cinética.
La démarche de Bacurau es otra. Si bien Bacurause apropia de un imaginario del cine internacional, su proyecto estético pasa por la maduración de un estilo propio, que se puede distinguir claramente en la trayectoria anterior de sus dos directores, y por un diálogo muy claro —y nada previsible— con la tradición moderna del cine brasileño. La escena en la que la rueda de capoeira deviene baile electrónico a partir de la intervención de los sintetizadores carpenterianos en la banda sonora es la síntesis de una dupla irreverencia: frente al canon moderno del cine brasileño y frente al cine de género hollywoodense. Por una parte, el paradigma moderno de la estética del hambre glauberiana —la defensa de la precariedad como potencia estética, la violencia hacia el espectador como programa político— ya no sirve aquí, como señalaba recientemente el crítico Francis Vogner dos Reis en una entrevista. Bacurau no es una película precaria y su violencia no nace del hambre. Por otra parte, tampoco se trata de una apropiación subversiva del cine de género que destruye enteramente su funcionamiento interno, como lo hace un cineasta como Adirley Queirós frente a la ciencia ficción en Era uma Vez Brasília (2017).
Se trata aquí de habitar el territorio del cine de género internacional, hacerlo de manera efectiva —construir la dramaturgia de un thriller, crear climas de suspenso, componer secuencias de acción—, pero estirándolo hasta que las estructuras del género sean retorcidas desde adentro. Bacurau es una película que no debe nada a nadie en términos de efectividad narrativa, pero es también un western trucho, con prominentes rasgos de comicidad. Hay un fuerte rasgo de artificialidad deliberada en lo que hacen Kléber Mendonça Filho y Juliano Dornelles, como ya lo había en películas como Recife Frio (Kléber Mendonça Filho, 2009) o Mens Sana in Corpore Sano (Juliano Dornelles, 2011). El retrato de los gringos es deliciosamente superficial: el white trash europeo y estadounidense filmado por cineastas brasileños exhibe como nunca la perversidad de su ridiculez. La venganza en Bacurau es también estética: se trata de apropiarse de los detritos dejados por un siglo de cine imperialista y devolverlos bajo una forma apreciable y reconocible, pero internamente perturbada por una mirada inquieta. Por otra parte, contrabandeado en el interior de la película, vibra un diálogo intenso con la historia de las formas del cine brasileño: la canción del cinemanovista Sérgio Ricardo transformada en canto funerario, el nombre de João Pedro Teixeira —el héroe ausente de Cabra Marcado Para Morrer (Eduardo Coutinho, 1964/1984)— al lado del de Marielle Franco en la procesión final, la figura del cangaceiro —el bandido social nordestino presente desde Lampião, o Rei do Cangaço (Benjamin Abrahão, 1936-1937) hasta Baile Perfumado (Lírio Ferreira y Paulo Caldas, 1996), pasando por O Cangaceiro (Lima Barreto, 1953) y Deus e o Diabo na Terra do Sol (Glauber Rocha, 1963), entre muchas otras— que recupera en Bacurausu fuerza alegórica, al mismo tiempo que apunta hacia otros caminos de reinvención.
En su tratamiento del género, Bacurau opera en una frecuencia semejante a películas como No Coração do Mundo (Gabriel Martins y Maurílio Martins, 2019) o Las buenas maneras (Juliana Rojas y Marco Dutra, 2017). La manera como No Coração do Mundo retrasa la secuencia de acción y desvía por las melodías menores de la vida cotidiana en Contagem —asegurando el ritmo, pero bifurcando constantemente la estructura dramática del género— o el modo como Las buenas maneras mezcla el horror y la crónica social son ejemplares en este sentido. La ruta que películas como Bacurau, No Coração do Mundo y Las buenas maneras han elegido consiste en apropiarse de géneros reconocibles del cine de todas las épocas —el western, el heist movie, el horror— y transformarlos desde adentro, en una afirmación de dicciones fuertemente impropias. En ese sentido, no solamente abren caminos nuevos para el cine hecho en Brasil, sino que introducen influjos notablemente singulares en el idioma del cine internacional.
Si A Vida Invisível es un faro para detectar un gesto de apaciguamiento voluntario y dócil —hay que adaptarse, hay que alcanzar “otro nivel”—, Bacurau alumbra otro camino: negociar adentro del género y del gusto festivalero mediano, pero forzando esas estructuras hasta que ellas mismas ya no sean tan estables. Frente a una lengua colonial estándar, encontrar un idiolecto que pueda, quizás, corromper esta misma lengua.
Fotogramas: A Vida Invisível; 2) Bacurau; 3) A Vida Invisível.
Victor Guimarães / Copyleft 2019
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