ESTRENOS EN DVD (9)
**** Obra maestra ***Hay que verla **Válida de ver * Tiene un rasgo redimible ° Sin valor
Por Roger Alan Koza
La ciudad de las tormentas / Green Zone, Paul Greengrass, EE.UU., 2009 (**)
En una entrevista para la revista Film Comment, el director inglés Paul Greengrass sentencia: “Realmente pienso que mis cuatro películas recientes –las dos últimas de Bourne, Vuelo 93 y La ciudad de las tormentas– son en algún sentido películas sobre la primera década del siglo XXI. Todas giran en torno a la ascendencia de Bush”.
Greengrass es el mejor director de secuencias de acción en la actualidad. Su entrenamiento como documentalista para la televisión inglesa le ha otorgado un sentido del timing y una capacidad exquisita para escuchar anticipadamente el azar que, puesto al servicio de coreografiar una escena de acción, es capaz de esculpir sobre el caos movimientos colectivos virtuosos. En efecto, los últimos 30 minutos de La ciudad de las tormentas puede verse tanto como una batalla heterodoxa y una magnífica persecución por las calles de Bagdad como un prodigio formal en donde el espacio deviene en entidad dramática.
La película gira en torno a una mentira política: la existencia de armas de destrucción masiva en Irak. Damon es Roy Miller, un militar de rango encargado de buscar el “Grial” que justifique una invasión. Son los primeros meses en la tierra de Hussein. La película confirma otra sospecha: la expedición “demócrata” al Golfo Pérsico tuvo poco que ver con refrendar los valores cívicos de Jefferson y Whitman. Se trataba, más bien, de controlar las reservas de petróleo y consagrar la hegemonía estadounidense a escala planetaria.
Miller tendrá dudas: “Vine a encontrar armas y salvar vidas, y no hallé nada, y quiero saber por qué”. Al final de su periplo expondrá el candor del buen americano: “¿Qué sucederá la próxima vez cuando pidamos que confíen en nosotros?”. Patrióticamente, los funcionarios, la prensa y la milicia prefirieron imprimir la leyenda; Greengrass pondrá en boca de un lugareño el derecho de los iraquíes a decidir por ellos mismos su destino político.
Pero las buenas intenciones son insuficientes. El semblante de Damon como un Bourne en Bagdad va transfigurándose en un Ryan reencarnado en la tierra de Alá y del petróleo. El agente implacable y trastornado, un síntoma de la época, cambia de piel. Así, el impecable héroe americano regresa, y es precisamente en la salvaguarda de su figura inmaculada en donde se deposita la esperanza de una nación conducida por bandoleros. Una creencia ridícula, tan inverosímil como las armas que sólo existieron en el imaginario perverso de los ideólogos de la Casa Blanca.
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Donde viven los monstruos / Where The Wild Things Are, de Spike Jonze, EE.UU., 2009 (***)
¿Cómo filmar la infancia? ¿Cómo filmar una edad que, con el paso del tiempo, se supone superada para siempre o tal vez involuntariamente olvidada? La infancia, decía J-F. Lyotard, es una edad de la vida que nunca cesa; vive en el adulto entre los intersticios de su discurso, pues se trata de una prehistoria (privada) cuyas huellas legibles son más jeroglíficos que signos descifrables.
En clave pop y alucinada, Spike Jonze impregna cada fotograma de ese tiempo sin tiempo llamado infancia. Lo que se calla se ve, lo que se olvida deviene fábula. En efecto, la infancia, en Donde viven los monstruos, fulgura y se materializa como imagen del mundo, un cosmos inestable, poblado de criaturas y paisajes imaginarios, en el que un niño intuye una verdad intolerable: la soledad no es un accidente sino un principio y un destino.
Max es un niño de 9 años. Vive con su madre y su hermana mayor. En un memorable pasaje edípico, Max, acostado debajo del escritorio, juega con las medias de su madre mientras ella escribe en la computadora. Se miran, se reconocen: es la postal de una simbiosis física y genética.
Ese lazo idílico será puesto en riesgo por dos hombres: un pretendiente podría robarle la exclusividad afectiva, pero es su profesor de ciencias quien, indirectamente, habrá de causar su mayor ansiedad e inquietud: el sol algún día morirá. Es una predicción científica que Max retomará de vuelta a casa mientras su madre maneja, y que volverá a presentarse cuando en un ataque de bronca se escape de su casa y se refugie en un mundo imaginario al que llegará navegando. Allí, Max será el rey, y sus súbditos, unos monstruos amigables, esperarán que conjure el miedo. El resto es aventura y juego.
Basada en un breve cuento ilustrado de Maurice Sendak (18 dibujos, 338 palabras), Donde viven los monstruos reproduce la percepción de la niñez y su lenguaje. La altura de cámara casi siempre coincide con la perspectiva de Max; los diálogos parecen escritos por un niño. Si en ¿Quieres ser John Malkovich? Jonze intentaba imaginar cómo se veía el mundo desde el cerebro de un actor reconocido, aquí su intento pasa por vivificar una experiencia alguna vez vivida como niño pero ahora totalmente inconmensurable, al menos, para la conciencia de todo adulto. Una panorámica de Max en su navío diminuto en altamar compendia la conquista de su empresa: Jonze transcribe un estado de ánimo en planos cinematográficos.
Mientras que un ogro verde cuya marca registrada son las flatulencias y los provechitos invade las salas (y la imaginación) de la ciudad, los monstruos que importan viven en otra película. Carol, KW, Judith, Ira y Alexander, monstruos inolvidables, no venden sus almas para promocionar hamburguesas y esperan por nosotros.
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La adorable ladrona / The Pleasure of Being Robbed, de Joshua Sadfie, EE.UU., 2008 (**)
“Mumblecore” (también conocido como neorrealismo digital o “Slackavetes”) es un neologismo que denota un impreciso y nuevo movimiento estético dentro de esa galaxia difusa llamada cine independiente. A menudo, el gran John Cassavetes es considerado el padre fundador de la independencia cinematográfica. Quien haya visto Shadows o Faces sabrá que con el ex marido de Gena Rowlands empezaba un modo distinto de pensar el espacio cinematográfico, el registro de los cuerpos, la luz, el sonido. Desde la década del ’60 han pasado Jarmusch, Linklater, Haynes, Anderson, Solondz, y ahora un grupo de jóvenes realizadores parece retomar una vez más la posta de Cassavetes.
La adorable ladrona es uno de los títulos emblemáticos del movimiento. En esta película rodada en 16mm Safdie simplemente se dedica a seguir a Eléonore, una joven de 20 años, probablemente de clase media (en decadencia) y de cierta cultura, cuya conducta puede ser descripta como típica de una ladrona compulsiva, aunque su motivación por robar (dos carteras y un Volvo) parece indescifrable (al menos, el filme jamás apela a la psicología). Nada se explica, o la Nada se explica y se encarna en la joven. Pertenece a una generación de slackers, sujetos flotantes en los que el presente continuo es un absoluto. En efecto, su cotidianidad carece de horarios y destino. El encuentro fortuito con un amigo la llevará de Nueva York a Boston, y en algún momento un fallido intento de robo la llevará a un paseo en patrullero con una escala poética en el zoológico.
En esos últimos minutos en los que Eléonore identifica a un par en un oso polar en cautiverio en plena Manhattan el relato resignifica a través de una fantasía libertaria la ostensible inestabilidad psíquica de su personaje excluyente, y el correlato formal es la propia inestabilidad del registro, siempre cámara en mano, casi sin excepción en movimiento.
El enigmático título original, “El placer de ser robado”, quizás intente sugerir una existencia despojada. Si bien el filme puede remitir a Pickpocket de Bresson, y también al filme del mismo nombre de Jia Zhang-ke, Safdie carece de la sensibilidad metafísica del primero y de la lucidez política del segundo. No obstante, La adorable ladrona sí transmite el desorden mental y la desolación existencial de una generación de jóvenes, los teen de la globalización, tan conformistas como confusos, tan dóciles como impotentes. En esas coordenadas simbólicas, robar es un gesto de irreverencia, una estéril elección para decir basta.
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Bienvenido a Woodstock / Taking Woodstock, de Ang Lee, EE.UU., 2009 (*)
El mítico concierto de rock conocido como Woodstock, del 15 al 17 de agosto de 1969, fue mucho más que un evento musical y multitudinario. Las 500.000 personas que fueron a Bethel, Nueva York, no sólo esperaban ver a Hendrix, Santana, Joan Baez y varias bandas más, sino que deseaban dejar constancia de una cultura alternativa al militarismo de la Casa Blanca y su expedición “democrática” y sangrienta en Vietnam. El viejo slogan “paz y amor”, antes de convertirse en un clisé desangelado, tenía una aplicación específica, y sintetizaba candorosamente una discreta y supuesta revolución cultural en ciernes.
Ang Lee intenta reconstruir los días previos al gran acontecimiento, entender su genealogía y divisar los protagonistas invisibles que llevaron adelante el concierto. Quienes esperen ver rock durante las dos horas de metraje podrán, a lo sumo, escucharlo, pues el gran concierto casi permanece en fuera de campo. ¿Sexo y drogas? Casi nada. ¿Política? Un par de discusiones entre vecinos respetables preocupados por la mugre y las costumbres hippies, algún que otro comentario sobre Vietnam (y el viaje a la Luna), una cita sobre la situación en Medio Oriente, y una secuencia en donde un policía predispuesto en un primer momento a darle una paliza a cualquier melenudo apestoso, quizás indirectamente colocado por los humos circundantes, se siente finalmente un miembro más de ese cuerpo místico y festivo conformado por miles de almas jóvenes.
Basándose en el libro autobiográfico de uno de los protagonistas, Elliot Tiber, Lee concentra su relato en la vida de este joven atribulado y de origen judío (en realidad, el verdadero Elliot tenía entonces 34 años), ligeramente amanerado y familiarmente angustiado, que intentando salvar el hotel de sus padres vio la posibilidad de hacer Woodstock en un su propio pueblo y en las tierras de un vecino, Max Yasgur. Se asoció con Michael Lang y su gente, y el concierto dejó de ser un sueño, aunque Lee parece más preocupado por los efectos liberadores del concierto sobre la subjetividad del joven Elliot, como si a través de él se reflejara la conquista cultural de toda una generación.
Lee cita desde el inicio a Woodstock, el documental de Michael Wadleigh, fragmentando sus imágenes y reproduciendo cierta iconografía de aquel filme (y también a Hair y secretamente a El graduado), pero su película está a años luz de aquella obra maestra. Los cuerpos desnudos y una pista de patinaje sobre barro no alcanzan para aprehender la vivencia de una epopeya mucho menos pacífica. No obstante, las fantasías de la Era de Acuario y el orientalismo de los ’60 se divisan en el mejor pasaje del filme, que lo redime de su total insignificancia. Un plano lisérgico reproduce la conciencia del protagonista: la humanidad baila, es un flujo cósmico en movimiento.
Todas las críticas fueron publicadas en otoño-invierno 2010 por el diario La voz del interior.
COPYLEFT 2010 / Roger Alan Koza
Roger, una pregunta, justo anoche vi «donde viven los monstruos» y todavía me siento emocionado … ¿Por qué tu calificación es «hay que verla» y no «obra maestra»? Por mi parte tuve una sensación de plenitud, de totalidad, que muy pocas películas producen. Por supuesto, eso es totalmente subjetivo, de allí que te pregunte al respecto … Abrazo.
Los invito a leer mi crítica acerca de Donde viven los monstruos; creo que es una película muy interesane, por varios motivos: no solamente muestra el sentir de un niño incomprendido, sino que además es muy rica. Creo que el valor psicológico (o quizás sea simbólico) es extraordinario. Los invito a leer, a mirarla y a analizarla en profundidad. Vayan a http://www.asalallenaonline.com.ar/dvd–blu-ray–hd-dvd/42-comedia/925-donde-viven-los-monstruos-dvd.html
Fabián: te respondo luego. RK
F: comparto contigo el poder del film. Creo ue si se hubiera estrenado en salas, tal vez la experiencia hubiera sido aun mayor. A mi modo de ver, Jonze suele por momentos perder balance en el relato. No es algo que me preocupe en sí, pero me parece que muchas escenas funcionan muy bien, pero cuando se mira el conjunto puede percibirse que las transiciones entre escenas no siempre están bien trabajadas. El resto es genial. Si fuera del 1 al 10, va un 9.75. Pero las calificaciones son verdaderamente intrascendentes. Hablan más de la posición del escritor sobre el film que del film. Y todo es subjetivo, lo que no implica que se desestime traspasar el gusto y los caprichos y poner en práctica n trabajo racional sobre lo visto, que no está divorciado de los sentimientos que se tiene. RK
Muchas gracias,Maria Eugenia, tu crítica es muy interesante y coincido ampliamente contigo en el extraordinario valor simbólico de la película. Y muchas gracias Roger por tu respuesta, creo entender perfectamente lo que decís, y también coincido en la necesidad (o utilidad) de hacer un esfuerzo por integrar el gusto, los sentimientos y la comprensión; de hecho, de allí mi pregunta; y de allí que críticas como la tuya (y la de María Eugenia) sean tan valiosas para expandir e integrar una experiencia tan potente como la de esta película. Por otra parte, no había reparado en el desbalance que señalás, trataré de observar el punto en la próxima re-visión. Gracias de nuevo, abrazo a ambos.
P.D.: En el mismo sentido que Uds. mencionan creo muy útil para significar la película la lectura de un formidable ensayo de Ursula K. Le Guin llamado «El niño y la sombra»; se los recomiendo vigorosamente.
F: Tomo la sugerencia, abrazo. RK