Ash is Purest White, Jia Zhang-ke, China, 2018

Los cuatros planos iniciales del último film de Jia constituyen la quintaesencia de la obra del director. Los rostros y los cuerpos de los trabajadores, hombres y mujeres que viajan en este caso en un colectivo a sus respectivos trabajos, son los protagonistas conceptuales de todas sus películas, el sustrato político que sostiene simbólicamente a los personajes principales, casi siempre encarnados por esa deidad cinematográfica llamada Tao Zhao. El melodrama es aquí una excusa justificada para observar los efectos que tiene un sistema económico y social en el paisaje y en la vida íntima de los personajes. En efecto, todo lo que sucede entre Qiao (Tao) y Bin (Fan Liao), miembros de una sala de juego clandestina en un pueblo de una ciudad ya posindustrial, Datong, situada en la provincia de Shanxi en el norte de China, está inscripto en esa transformación en curso que experimenta China, una revolución capitalista sin democracia que Jia identifica con el inicio del siglo XXI, período en el que la apertura a la cultura occidental es total (como se puede constatar en el exaltado entusiasmo de todos los asistentes a una disco mientras suena Village People, al inicio del film). Las idas y vueltas entre los amantes permiten seguir las peripecias de Qiao por un escenario social mutante en el que se intensifica el desamparo y la mezquindad, como se glosa en el segmento donde la heroína viaja en un tren, que culmina con una escena fantástica con un encuentro del tercer tipo. Hay escenas inolvidables, como en todas las películas de Jia, pero la que tiene lugar en la habitación de un hotel durante el reencuentro de la pareja después de que Qiao sale de la cárcel es de una eficacia narrativa admirable y de una laboriosa planificación de escena en un espacio reducido. En ese instante se puede advertir como nunca la maestría del director.

Roger Koza / Copyleft 2018

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