FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE MAR DEL PLATA 2019 (13): ARMONÍAS Y CONTRAPUNTOS: ALGUNAS NOTAS SOBRE LA MAREA FEMINISTA EN EL FESTIVAL
Los enormes ventanales con vista al mar del Tronador Concert vibraron cuando nos subimos al escenario para sacar una foto al grito de “¡Que sea ley!”. El domingo 10 de noviembre, el 34° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata llevó adelante el II Foro de Cine y Perspectiva de Género. Por segundo año consecutivo, Cecilia Barrionuevo, la brillante directora artística del Festival, impulsó esta actividad como una puerta de entrada al proyecto ético y estético que definió la programación. Gracias al compromiso de un equipo que acompañó y alentó la concepción del cine como mirada crítica sobre la realidad, “para celebrarla, para cuestionarla, para representarla y reinventarla”, según expresó Barrionuevo, la comunidad cinéfila tuvo la oportunidad de participar en un debate ineludible.
La cineasta Albertina Carri, la actriz brasileña Carol Duarte, la socióloga Eleonor Faur, la periodista Catalina Dlugi, la actriz trans Romina Escobar y la realizadora estadounidense Nina Menkes protagonizaron la primera parte del Foro, moderado por Analía Barrionuevo, coordinadora del Programa de Género de la Secretaría de Extensión de la Universidad Nacional de Córdoba, quien llevó con destreza el pulso de las intervenciones. La segunda parte se abrió a comentarios, preguntas y pronunciamientos del público asistente, integrado por agrupaciones de mujeres cineastas, docentes, actrices, académicas, periodistas. Fue un encuentro apasionado, vital y tan diverso como las proliferaciones de los feminismos contemporáneos que descubrieron en el cine una caja de resonancia problemática y eficaz.
Las exposiciones iluminaron experiencias de vida y percepciones del mundo diferentes entre sí, inclusive totalmente contrapuestas, a la vez que se fueron generando relaciones inesperadas y principios de conexión. Hubo momentos de tensión y de reposo. Declaraciones, discursos, declamaciones, denuncias. Miradas de complicidad, gestos de disconformidad, escuchas atentas, voces quebradas, emociones que contagiaron sonrisas y luchas. La circulación de cuerpos y de palabras puso en escena una evidencia que a veces se olvida: el cine es un campo de batalla que no sólo está hecho de imágenes y de sonidos. Desde luego, su espectáculo es irresistible, atrapa, seduce, cautiva. Pero más allá, o más acá, de la belleza normalizada, de los formatos estándares y de las conductas que se limitan a obedecer patrones y previsibilidades, el cine es una fábrica de ilusiones, de la que pueden surgir identidades fluctuantes a uno y otro lado de la cámara. Por cierto, cada película crea su propia audiencia. Es por eso que la perspectiva de género recorre de manera transversal los distintos rubros artísticos y técnicos de la producción, los universos figurativos y textuales de los films y las instancias de recepción que van del esparcimiento a la crítica especializada, de las grandes proyecciones al consumo hogareño.
“Reflexiones en torno a las desigualdades en el cine” fue el tópco de la convocatoria. “17% de las películas europeas realizadas entre 2007 y 2013 han sido dirigidas por mujeres. Los personajes femeninos, en general, reciben menos líneas de diálogo y más imágenes de sus cuerpos. Las mujeres tienen hasta tres veces más posibilidades de ser mostradas sin ropa. Un estudio indicó que las chicas jóvenes aparecen desnudas o semidesnudas con mayor frecuencia que las mujeres de mediana edad o de edad más avanzada. En Brasil, entre 2012 y 2014, no hubo ninguna protagonista mujer negra en los films más taquilleros”. Enunciados por Carol Duarte, estos datos exponen la vulnerabilidad de las actrices frente a la mirada patriarcal y masculina, que puede resultar terriblemente violenta, en particular, durante los castings a puertas cerradas. Muchas veces, la discriminación que las mujeres sufren cuando se enfrentan a circunstancias degradantes las lleva a tomar escapatorias que, sin embargo, no implican una salida de las condiciones de humillación. Romina Escobar, en este sentido, señaló que las actrices en general y las personas trans en específico procuran extremar la apariencia “femenina” para poder “encajar” y, de ese modo, gustar y subsistir.
El drama de hacer que todo encaje, que todo tenga un lugar asignado de antemano, como enseñan los rompecabezas, conlleva la desaparición de las combinaciones impredecibles: el movimiento queda congelado en un cuadro inerte. El costo que todas pagamos al soportar esos encastres dolorosos, para disimular las tiranteces y los hilos sueltos de las costuras descocidas, es la invisibilidad y la consiguiente anulación de los rasgos singulares. Para las mujeres, las lesbianas, las trans, las travestis, las bisexuales y les no-binaries, la contrapartida de esta encerrona es la exigencia desmesurada de excepcionalidad, como expuso Catalina Dlugi a través del rescate de figuras célebres y de anécdotas que se escurren entre los relatos inmortalizados por la historia oficial: “Yo les digo Niní, Zully, Coca, Mecha, Tita, y ustedes saben a quiénes me estoy refiriendo”.
Por lo tanto, siguiendo a Eleonor Faur, el cine feminista y transfeminista es un deber ético que se opone al modelo hegemónico asentado en la división sexual del deseo, en la división sexual del trabajo y en la división sexual del conocimiento. Un desafío que, para usar la metáfora que forjó Albertina Carri, convierta a cineastas en “ladillas” con la misión de remover el confort de los espectadores automatizados parasitando “el pubis del patriarcado cinematográfico”. La aventura de romper con lo establecido y con lo estable no se circunscribe a la falsa dicotomía entre el adentro o el afuera del sistema, entre la asimilación o la reclusión, sino en habitar el cine como esos insectos que vinieron a corromper la moral familiar, ya que, como dice Carri, “la vida es una contradicción: cada época, cada generación, padeció su propio sino, y a nosotras, hoy y aquí, nos toca pensar en esta contradicción sobre nuestra profesión porque somos parte de esta época de descontento y de movimientos sociales y culturales que intentan poner en evidencia todo el despliegue de violencia que necesita el Capital para seguir sosteniendo sus desigualdades y sus hordas de vulnerables”.
Llegado su turno, Nina Menkes –cuya filmografía recibió en este Festival una retrospectiva, además de haber brindado una clase magistral– dio otra pista para pensar la compleja relación entre cine y feminismo. A la hora de filmar, admitió que su intención no es hacer obras feministas pero que es así como logra expresar su historia y su condición de mujer. En este punto, me parece que la clave reside en el uso localizado y abierto del adverbio. No se trata de una fórmula que aterriza sobre el celuloide como si proviniese de un viaje que le fuera exterior o traducible en términos de contenido: no se puede determinar el feminismo de una película al margen de esa película concreta y en el marco de sus contextos de realización y de reconocimiento. El cine no es un territorio cercado por aduanas ideológicas. Hay una línea muy delicada entre la responsabilidad política y el panfleto. Justamente, el respeto de esa sutileza permite distinguir el valor artístico del cine respecto del mercado audiovisual.
Dentro del colectivo feminista que se hizo presente en el Foro, las posiciones son múltiples y, por suerte, no necesariamente convergentes. En esta dirección, hubo dos acontecimientos que vale la pena –y por qué no decir, también, la dicha– mencionar. Uno fue la función de apertura en el Auditorium, Los muchachos de antes no usaban arsénico, la penúltima película de José Antonio Martínez Suárez, estrenada en 1976, que fue digitalizada a partir del negativo en 35 mm original por parte de la CINAIN y del INCAA. Recordemos que la trigésimo cuarta edición estuvo dedicada a la memoria del director (1925-2019), quien presidió el Festival durante la última década y, como declaración de principios, afirmaba: “Yo soy un mistificador profesional. El director de cine es un mistificador. ¡Bienvenido sea el mentiroso que es el cine en beneficio de la cultura, el conocimiento y la felicidad!”. La pregunta por si resulta, o no, acertado abrir el evento con una historia que contiene cuatro femicidios emergió de inmediato en boca de algunas espectadoras azoradas al término de la proyección. ¿El inconveniente es el lugar destacado que este film tuvo en la grilla, o acaso se interroga su derecho a ser incluido en el programa? Haciendo a un lado los reclamos en la esfera pública y mediática, así como los dictados de lo políticamente correcto, si se prestara atención a ciertas decisiones formales, como el distanciamiento que ejecuta la cámara para evitar adherirse al punto de vista del trío de “Romeos retirados” que recita pasajes bíblicos mientras planifica el envenenamiento de las mujeres que finalmente se ven atrapadas por sus artimañas, o si se enfocaran las características del género cinematográfico en cuestión (¿qué crímenes estaríamos actualmente en condiciones de perdonarle a una comedia negra de los setenta?), se habilitaría un desplazamiento de la discusión, sin por ello silenciar los ecos de la incomodidad que supone mirar esta obra al calor del presente.
Otro acontecimiento que propició el encuentro de militantes y espectadoras a ambos lados de la pantalla fue la exhibición de Que sea ley (2019) de Juan Solanas, que estuvo antecedida por un pañuelazo en el balcón del Tronador. A todas luces, el documental de Solanas está en las antípodas de la ficción de Martínez Suárez. Y si bien sería inútil e inadecuado enumerar sus obvias diferencias, la modalidad que cada uno despliega para ubicar al cine con relación al pasado y al presente es un aspecto que no conviene perder de vista. La película de Solanas despertó rechazos enfurecidos y enérgicos aplausos. Por una parte, se lo acusó de oportunista por utilizar las reivindicaciones del feminismo alrededor de los debates en el Congreso de la Nación en 2018 para estamparle su firma varonil. Por la otra, se aclamó que el film ofreciera un registro nutrido de testimonios y de información para transmitir directa y contundentemente el mensaje de que el aborto tiene que ser legal, libre, seguro y gratuito. La estructura del documental es convencional y aun conservadora, puesto que intercala bustos parlantes, filmaciones captadas en medio de las manifestaciones y planos de establecimiento hilvanados por las tradicionales placas con intertítulos, que en este caso ostentan un diseño gráfico descuidado (contando faltas de ortografía). Como sea, no interesa desarrollar una crítica pormenorizada, sino rescatar un asunto a contrapelo. El realizador señaló, casi como pidiendo disculpas por haber incorporado imágenes del bando de los y las antiderechos nucleados en torno a los pañuelos celestes, que el objetivo del film es persuadir al espectro de indecisos en favor de la legalización (en efecto, los relatos desgarradores conmueven, las cifras abrumadoras convencen, por lo tanto la construcción retórica en cuanto al delineamiento del paradestinatario podría ser efectiva mientras el afán didáctico no socave la predisposición del auditorio). Uno de los mayores aciertos del documental –contra todo pronóstico y también contra todas las críticas que acusan al film de propagar la vetusta tesis de “las dos campanas”– es mostrar el crecimiento espeluznante de los sectores heterogéneos que canalizan su sexismo, su egoísmo de clase, su racismo, su odio y/o su ignorancia en manifestaciones oscurantistas, que mayoritariamente provienen de iglesias católicas y evangelistas. Que sea ley da cuenta de su avanzada, sencillamente porque el cine no puede (no debería) soslayar un fenómeno tan omnipresente y preocupante como el de la religiosidad popular urbana que, entre otras crueldades, propugna que la interrupción del embarazo siga relegada a la clandestinidad.
Si todo cierra es porque nada se sale de cauce. La potencia del cine radica en su polifonía y en su polisemia, o sea, en que las piezas dejen adivinar los contornos de la imagen, mientras el juego permite entrever otras composiciones posibles, sin detenerse en una representación que ofrezca clausuras tranquilizadoras, ni tampoco limitarse a la aplicación de un recetario. Entre la producción, el texto y la recepción se generan roces, solapamientos, disonancias. Que entre estas instancias no haya ensambladuras perfectas favorece la crítica y la imaginación. Como el pensamiento, como los movimientos libertarios, como el feminismo, el cine está para incomodar y para desacomodar la trama capitalista y patriarcal. La paridad en todas las áreas de la industria audiovisual, la diversidad de miradas, la multiplicación de voces y la exploración de nuevas formas son demandas que suponen reconocer, en su justa medida, hechos, conquistas, revoluciones y utopías.
Julia Kratje / Copyleft 2019
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