FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE MAR DEL PLATA 2011 (-1)
TRES GRANDES PELÍCULAS: ÉRASE UNA VEZ EN ANATOLIA, HORS SATAN, THIS IS NOT A FILM
Por Roger Koza
Dado que todavía no he podido hacer una crónica cotidiana, aquí van tres críticas sobres tres filmes excepcionales que están en el festival; una entrega previa a la real cobertura que arranca hoy por la noche.
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Hay directores que con sólo nombrarlos invocan la peste. Bruno Dumont es uno de ellos. La desconfianza que despierta es magnífica, la antipatía inigualable. Ateo confeso y bressoniano (más por Bernanos quizás que por el propio Bresson), desde su primer película, La vida de Jesús hasta Hors Satan, la especialidad de Dumont es la experiencia religiosa.
Se suele decir que sus trucos están a la vista. De su galera, tal vez, no puede salir otra cosa que un conejo desnutrido y ni siquiera blanco. Diríamos, entonces, que de su puesta en escena no puede haber otra cosa que una cogida violenta y alguna incursión voluptuosa en los misterios de la fe. Los conejos cogen, sus criaturas cogen como conejos.
Algún día me gustaría vivir en un mundo sin nombres propios. ¿Qué veríamos en Hors Satan si estuviera firmada por un desconocido? Es probable que Dumont, el sujeto empírico sea un cretino, aunque un amigo en común me decía hace unos tres meses atrás que esa reputación de monstruo, esa bestia inhumana esconde un buen y noble corazón. En verdad, poco importa si un director de cine es una buena persona o una criatura infame. No habría que confundir nunca la firma con la carne. Es como el analista: en su vida privada puede ser un miserable, pero su técnica y su experiencia clínica puede resultar terapéuticas.
Las películas de Dumont, efectivamente, sí poseen sus pasajes mágicos. Un primer plano de una vagina de una actriz no profesional suele celebrarse como un triunfo de la estética sobre la anatomía. De hecho, no hay película de Dumont que carezca de su escena pornográfica controversial. Copular, en estas coordenadas simbólicas, es casi rezar.
Pero detrás de la pose y del cálculo, Dumont insiste en un camino, y en esto hay que concederle un poco de crédito. Desde el inicio hay una virtud indiscutible, y en esto adjetivarlo de bressoniano no es del todo un despropósito. Digámoslo así: Dumont es un gran curador de modelos. Su talento consiste en hallar una mirada (a veces más que humana o demasiada humana) en hombres y mujeres que sin una cámara de por medio pasarían inadvertidos. Su axioma de trabajo y punto de partida dice: “No creo en Dios, y mis películas no piden ninguna fe a su audiencia excepto la tener fe en el cine. Porque para mí el cine es lo que permite acomodar lo extraordinario en lo ordinario”. Las miradas de los protagonistas de La vida de Jesús y de la niña santa en Hadewijch, por citar dos ejemplos, dejan ver, no hay otro modo de decirlo, un elemento singular de la vida humana. En esos modelos, como sucedía en los de Bresson, la decisiva singularidad de un hombre plasma una noción de universal de humanidad sin apelar a la abstracción. En un hombre cualquier, en una mujer entre otras, lo universal se encarna.
Este hombre extraño e insondable ama profundamente a su única amiga, de la que no sabremos el nombre, y con quien pasea a menudo y hablan casi todo el tiempo, una conversación tan económica como la película. En algún momento, apagará un fuego exigiendo de ella una prueba; más tarde, la vieja anécdota de Lázaro recobrará sentido.
¿Qué es Hors Satan sino una aproximación a una experiencia, quizás no del todo divorciada del misticismo negativo, por el cual en el reverso del desamparo cósmico todavía existe un remanente que redime la materia del mundo? ¿Teología negativa traducida al arte cinematográfico? Quizás. Sucede que en esta ocasión Dumont se encomienda en un ascetismo estético innegociable. Los planos ya no son extensos, una modalidad soberbia, al menos en esta caso, en el que el registro exige una naturalidad fiel y absoluta a la naturaleza. Dumont parece interesado en otro registro: los planos varían sobre un mismo campo visual no del todo especificado: el hombre descansa y eso habrá de verse desde tres o cuatro ángulos distintos. Una fluidez novedosa domina el tiempo del film.
Pero la proeza del film yace en el sonido. Después de verse el film sigue sonando, y en el recuerdo su sonoridad se ha hecho materia de la memoria y deseo de la conciencia estética. En efecto, la elección anacrónica y bizarra de elegir un audio monoaural responde a una exigencia ontológica. El sonido es un todo viviente, y su sincronización con la imagen participa quizás en el orden de un milagro técnico de reproducción y de adquisición. Hoy es un acto natural, pero que una imagen tenga un sonido, mucho tiempo atrás, debe haber sido un fenómeno paranormal.
La mejor película de Dumont, al despojarse de cualquier intoxicación semántica, como sí sucedía en Hadewijch, en donde una saturación simbólica estrangulaba el libre movimiento de las imágenes, revivifica una experiencia sensorial que en este registro de pobreza voluntaria parece, paradójicamente, inagotable. Por cada plano el mundo habla su propia lengua.
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This is not a Film es una de las grandes películas del año, y quizás la primera obra maestra en la que varios pasajes están rodados con un teléfono celular (I-Phone). Precisamente allí esta la gracia y el misterio del film de Panahi, pues este home-movie, cuyo título niega su entidad cinematográfica, es un ejemplo de puesta en escena y por lo tanto en su realización, la que vemos escena tras escena, supera dialécticamente su título, el que debiera ser: This is a (great) Film.
El plano inicial consiste en la preparación de un desayuno. Sonará el teléfono un par de veces. También Panahi habrá de escuchar los mensajes en el contestador telefónico. Su mujer y su hija no están en casa. Aparentemente, alimentar a la mascota de su hija es un tópico central. Primero se la nombra, después se la verá, y en toda la película, las mascota, tendrá una función humorística. Como si fuera una tortuga punk salida de una alucinación psicodélica, Igi, la iguana de la casa, con sus uñas largas y semblante prehistórico se subirá a la biblioteca del cineasta, buscará afecto en su regazo, se la verá feliz cuando Panahi le dé lechuga en su boca y se asustará cuando un pichicho insignificante de una vecina quede por unos minutos en la casa al cuidado del director. Es una presencia cómica, la invención de una figura reptil de un gag fabuloso.
Dado que la prohibición consiste en filmar, Panahi decide que se lo filme contando él una posible película suya. Relatar un guión, después de todo, no forma parte de la interdicción escrita. Como sucedía en Dogville, de Lars von Trier, pero en las antípodas del fan del Fürher, Panahi materializa un topos imaginario y transfigura el living de su casa en una locación. Así, una cinta demarcará la habitación. Una sillas funcionará como la ventana. Los objetos en este juego imaginario se transforman en mobiliario. En algún momento, se podrá el lugar que el propio Panahi había encontrado en un pueblo para rodar su historia: una joven estudia arte en la universidad pero sus padres desaprueban sus estudios. Unas fotos revelan los rostros de las actrices no profesionales que el director había elegido para e film. También se “verá una secuencia en la que la heroína intenta suicidarse.
Siempre que Panahi cuenta su película posible se devela la pasión del cineasta, su sed por filmar, su urgencia por hacer cine. En efecto, ninguna película de Panahi, si se las recuerda, resulta gratuita. Todos sus filmes son políticos, distintos entre sí, con notables secuencias formales y con episodios cómicos en el que se intuye una racionalidad que opera en un zig-zag permanente, una modalidad casi persa del silogismo en el que la lógica es cómica.
En tres ocasiones Panahi se refiere a su obra. La primera vez se compara con la niña protagonista de El espejo. Allí, la niña actriz, ya agotada de filmar, abandona la película en el medio del rodaje. Naturalmente, como suele ocurrir en las películas de Panahi, el surgimiento del deseo de la protagonista, tan impredecible como comprensible, se incorpora al relato. Nunca sabremos si es del todo cierto, si ese giro fortuito está secretamente previsto; el carácter indiscernible entre la ficción y lo documental, la mentira y la verdad es una constante de muchas películas iraníes; el embuste es requerido, un método, un estilo. Engañar con fines nobles es tal vez una ética paradójica que ejercitan muchos cineastas iraníes. Lo que sí sabremos es que el propio Panahi manifiesta un deseo parecido al de la niña: es lógico que desee irse de su película, pues su papel de cineasta a punto de conocer una penitenciaría no es precisamente un rol querible.
En las otras dos ocasiones, Panahi examina dos secuencias de sus dos mejores películas. Sobre Crimson Gold revisará una escena en el que el personaje central, un esquizofrénico en la vida real, reacciona en una escena de un modo inesperado. Así, Panahi sugiere un cine desatado y liberado del dominio del guión. Su método de trabajo, como el de otros, parece consistir en una preparación eficiente y calculada para luego saber cómo moverse en el azar, quizás domesticarlo; el lente debe buscar lo aleatorio, focalizarlo, atraparlo. Se tiene un plan, pero siempre se tiene el coraje de hacer ingresar al sistema vivo que constituye un film lo impredecible. Ocurre que la vida se resiste a ser confinada a una trama, a un registro. En este sentido, habría en cada película una confrontación inconfesada con la dispersión de un todo viviente, proclive al fuera de campo absoluto, en el que el cineasta tendría que luchar para comprender porqué necesita mirar allí y no allá, y recortar en ese flujo de movimientos de objetos y sujetos una escena, un lugar. Es aquí en donde el sentido del corte adquiere una importancia capital. La duración de la escena es una decisión que contiene otro orden. La otra lectura de Panahi será sobre un pasaje inolvidable de El círculo: una de las mujeres corre por un pasillo público. Panahi explica entonces la función de las columnas: una extensión material y simbólica del estado psíquico de la protagonista, de lo que se predica su propia relación con la (in)movilidad casera.
Rodada como si fuera una día completo en la vida del director (en verdad fueron cuatro días de rodaje), jornada que coincide con la festividad del nuevo año persa, “Los fuegos artificiales de los miércoles” (que es también el título de una gran película de Farhadi), la cotidianidad de Panahi es de por sí un evento cinematográfico. Por un lado, los cohetes festivos, inevitablemente ambiguos por la naturaleza de sus sonidos, se imponen irregularmente como una presencia sonora en un fuera de campo intermitentes pero efectivos. Panahi revelará la naturaleza de los estruendos cuando desde su balcón registre el festejo de la metrópolis. El I-Pod alcanza para capturarlo. Sin embargo, el gran momento de la película, secuencia que lleva al desenlace, es la aparición de un estudiante que recoge la basura del edificio sustituyendo a un familiar. Antes de que el cámara y codirector del film se retire, éste dejará prendida la cámara sobre un trípode improvisado y diminuto. Quien viene a recoger la basura le sugerirá a Panahi que deje de filmarlo con el I-Phone y que reemplace ese registro por el que consigue la cámara que posa sobre la mesa. Panahi acepta y bajará con él en el ascensor. Piso por piso, en un plano secuencia imperceptible, por la dinámica constante y verborragia exquisita de la escena, el estudiante y Panahi llevarán un diálogo interruptus: el joven toca el timbre, recoge la basura, charla a veces con los vecinos, predice la conducta de éstos, vuelve al ascensor y sigue hablando con Panahi, quien quedará detrás de cámara. El joven llega incluso a hablar sobre el momento en el que Panahi fue detenido, pero él prefiere cambiar de tema. Los vecinos que entregan la basura jamás se llegan a ver. Una vez más, el fuera de campo funciona como misterio y suspenso. Sucede lo inconcebible: la recolección de basura se convierte en una acción de suspenso y una comedia de situaciones. Es un viaje en el que pasa de todo, hasta el regreso del perro que asustaba a la iguana de la hija de Panahi.
Y llegará el final: una reja, el fuego en las calles, las explosiones y la espera infinita que jamás cesa. Los títulos dicen: “Un esfuerzo de”, en vez de dirigida por. Los nombres de los actores y los agradecimientos serán imaginarios, aunque el film está dedicado a todos los cineastas iraníes.
Film magistral, pletórico de ideas, demostración de que una película depende de dos variables insustituibles: necesitar tomar una cámara y saber traducir esa necesidad en un conjunto de registros, determinados por cortes y posiciones, en el que se revela un mundo, un deseo; una estampa fantasmal de algunos eventos tan efímeros como inolvidables.
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Había visto la sexta película del realizador turco (y extraordinario fotógrafo), Nuri Bilge Ceylan, Érase una vez en Anatolia en Cannes; hoy la volví a ver y no tengo que duda que después de Uzak, esta es su segunda película importante.
El inicio es formidable. Después de dos planos iniciales que transcurren en un bar, en el que se ve a tres hombres que estarán ligados por un asesinato, se ven unos autos en una zona montañosa. Es el atardecer. Allí van policías, sospechosos, testigos, un procurador, un médico y dos excavadores. Están buscando un cadáver y deben reconocer previamente el lugar en donde fue enterrado.
Si bien la película trasunta una suerte de policial poético, Ceylan parece importarle en demasía los vínculos entre los hombres. La masculinidad es el tema transversal de la película, como si el lente meticuloso del director estuviese viviendo un erotismo discreto con sus criaturas; todos los hombres del film, el asesino, los policías, el hijo de la víctima, el procurador, en sus propios términos, son hombres hermosos. Así, los primerísimos planos de los rostros eluden la lógica del relato; más bien responde a una lógica del retrato. Lo que no significa que la expresión amorosa sobre los hombres atenúe y conjure la clarividencia del cineasta, su pesimismo asumido. Ceylan, película tras película, reitera y afirma: la crueldad de los hombres gobibierna las acciones, y en la tierra en la que viven se ha convertido en un baldío; aun, cuando sus panorámicas amarillentas sobre las colinas del campo turco, casi robada de la paleta y luz de reconocibles planos de varios filmes de Kiarostami (sin contar el seguimiento de una manzana que cae de un árbol y que en su largo trayecto llegará al río, lo que remite a Primer plano), de una indiscutible belleza, jamás se fusionan con la vida de los hombres. En los filmes de Ceylan, los paisajes están disociados de la vida anímica de sus personajes, ni siquiera influencian sus estados de ánimos.
Pero no todo será tristeza y desamparo cósmico. En los momentos más tétricos Ceylan incursiona por lo cómico: un personaje se comparará con Clark Gable, otro realizará un truco de magia y poco le importará a un oficial ubicar unos frutos junto a un cuerpo sin vida que yace en el baúl de un automóvil.
Aquí, Ceylan trabaja en dos líneas: el suspenso de saber si se encontrará o no el cadáver, y una suerte de meditación sobre la soledad de los hombres y sus deseos incumplidos. En algún momento, un policía le dice al médico: “Si no tuviera familia y fuera más joven, tomaría mi mochila y me iría de viaje”. La formulación de ese deseo casi adolescente reverberará sobre las acciones que siguen. Previo a esta declaración, el doctor, como le llaman los policías, mirará una viejas fotos. En éstas se verá su historia: su infancia, su juventud, su madurez. El tiempo atraviesa el plano.
El final resulta un encuentro indirecto con lo ominoso, con la irrupción de lo siniestro. En un fuera de campo soberbio, el médico forense y su colega de la morgue practican la autopsia requerida. No se ve, se escucha, y entre el sonido de un cuerpo desmembrado Ceylan le impone a su protagonista volver a pensar sobre su deseo. Por la ventana verá a unos niños jugando. La vida está en otra parte.
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