FICIC (07): GEOGRAFÍAS Y ESPACIOS
Por Fernando Pujato
El cine siempre ha sido una geografía. Durante mucho tiempo una que pendulaba entre el Nuevo y el Viejo mundo, concretamente entre los Estados Unidos de América y algunos países europeos como Francia, Alemania, Italia, en alguna medida Inglaterra, y algunos films sueltos detrás de la cortina de hierro, donde también estaba la Unión Soviética pero que no participaba de aquella circulación transoceánica; la Nouvelle vague pudo ver algunos films japoneses (¡sin subtítulos!) pero esto es otra cuestión. El caso es que esto ha cambiado y ahora tenemos acceso a otras geografías, a otros tipos de cine, no sólo a escala planetaria sino aún dentro de los países propiamente dichos, no sólo Corea o Portugal -por nombrar dos cinematografías exquisitas con las salvedades del caso, por supuesto- sino también aldeas perdidas en las montañas turcas, el D.F. mexicano, y el Conurbano bonaerense, por poner tres ejemplos que vienen al caso. El cine también es un espacio, no sólo en el sentido físico del término sino también con respecto a las distancias que se establecen entre los personajes y los objetos, a la forma en cómo se disponen y de qué manera se ocupan esos espacios, a las decisiones formales que se toman a partir de privilegiar, o intentar hacerlo, el todo respecto a las partes o a la inversa. Encerrar, literalmente, a dos personajes tratando de dar cuenta de una situación cultural que los excede, relacionar vidas a través de una búsqueda personal dentro de una gran urbe, poner al descubierto una situación social por medio de individualidades no arquetípicas son, ciertamente, preocupaciones que no sólo le atañen a un director de cine, tal vez porque pese a cualquier estrategia que se despliegue, formal o narrativamente, por acotar el espacio cinematográfico, éste siempre ha sido público; los pequeños o grandes mundos nunca han sido cerrados, sólo hay que estar atentos a las significaciones que se despliegan en ellos.
Night of Silence
Cuando Night of Silence abre con una panorámica en un cementerio y continúa con una breve conversación entre lo que parece ser el jefe de la aldea y un subordinado que ha pasado muchos años en una cárcel. El jefe dice que, ahora, él debe preocuparse en buscar una esposa y tratar de ser feliz. La impresión es que se va a asistir a un film acerca de la redención. Cuando se inician los preparativos de la boda, las mujeres y los hombres, cada uno por su lado y a su manera, preparan a los novios en una suerte de rito iniciático gravoso y colorido a la vez; se tiene la sensación de que el film derivará, irremediablemente, hacia la explotación costumbrista de postales folk para el consumo occidental. Afortunadamente no ocurre nada de esto y el film se concentra sobre la pareja formada por un sesentón y una adolescente en su noche de bodas, dentro de una habitación clausurada al resto del mundo, hasta la mañana siguiente en la que el hombre debe dar cuenta de su logro exhibiendo una sábana (manchada de sangre, obvio) ante la comunidad, como lo dictan las costumbres locales. Tampoco ocurre nada de esto… El film culmina con un disparo fuera de campo y una panorámica sobre la aldea en un gélido y gris invierno. En el medio, en el transcurso de esa noche, primero tímida y después resuelta, la milenaria autoridad masculina se verá menoscabada por… ¿Por quién? ¿Por qué? ¿Por una revuelta femenina? ¿Por un cambio generacional? ¿Por la modernidad encarnada en una joven que viene a sacudir un orden establecido ancestralmente? No, todo se derrumba debido a un pasado criminal, a la culpa que ya no se puede sobrellevar, a la impotencia por no poder actuar como se debe porque se ha estado demasiado tiempo sin actuar; sólo una tibia reflexión acerca de la constricción de ciertos mandatos culturales y un fuerte discurso acerca de lo que se ha perdido por obedecer códigos mafiosos, lo que no es, ciertamente, lo mismo. Como tampoco lo es creer que porque se acota el espacio a cuatro paredes insertando algún que otro plano picado alcanza para dar cuenta de una situación asfixiante y para que el film no se asemeje a teatro filmado, porque la tensión que presupone colocar en un mismo plano a un hombre mayor y a una jovencita recién esposados tiene más que ver con una disposición y una postura de los cuerpos que la visible diferencia de edad, porque importa más el ángulo de la toma que mover la cámara, y porque hacer recaer el peso del film sobre el discurso de un sólo personaje conlleva el peligro de la sobreactuación, como efectivamente sucede. El film inicia y culmina en el afuera, en el espacio público, trasladar el acaecer de éste al espacio privado no sólo supone riesgos de registro fílmico, supone también pensar que son dos realidades que se pueden paralelizar sin jugar con su alternancia o, lo que es aún más problemático, proyectar sin más la una como extensión o deriva de la otra. Siempre han sido dos cosas distintas y complementarias a la vez, ésta es su riqueza y su límite a la vez: una habitación en un pequeño poblado turco es una habitación en un pequeño poblado turco.
Mi mundo en minúsculas
En minúsculas, sí, pero en una geografía inmensa como puede serla el D. F. mexicano dentro del cual hay que buscar una tal calle Juárez – ¡nada menos!- número 37 y para lo cual sólo se cuenta con una foto de más o menos 20 años atrás, sin ningún recuerdo que apuntale esa foto, sin señales del pasado, sin referentes del presente; casi un imposible. Pero Aina, que ha venido desde España y es muy, muy linda y es muy, muy terca, tiene una guía postal made in España y unos crayones de todos los colores con los cuales va señalando las calles Juárez 37 que visita, sentada en un bar que atiende una mujer de mediana edad no indígena (un detalle muy importante en una ciudad donde la mayoría de la población es o desciende de aborígenes) con la que entabla una suerte de amistad una vez que a la pobre de Aina le roban la mochila en un mercado de esos mercados que siempre hay en esta parte del mundo en los que siempre se roba algo a los turistas extranjeros. Pero no importa, ella prosigue su implacable pesquisa y, como es de esperar, conoce personas que siempre están interesadas en su historia, que siempre están dispuestas a ayudarla, que siempre son amables y atentas y serviciales, una muestra de afecto aquí, un sano consejo allá, la bonhomía por doquier. Podría ser el caso, no es necesario que la búsqueda de un ser añorado en el medio de una ciudad gigantesca derive en una serie de encuentros tortuosos y que a la desazón y la tristeza por no encontrar la famosa dirección, por no encontrar ni siquiera las huellas de un pasado desconocido, se le sumen sufrimientos perpetrados por otros, después de todo una mochila no es la gran cosa para alguien que tiene un buen pasar – adivinamos, pues nunca lo sabemos en realidad- al otro lado del mar. Esto es más o menos todo lo que pone en escena Hatuey Viveros, centrando el film en todos los planos imaginables de Aina, rodeándola de personajes amables aunque circunstantes porque, ya se sabe, este lugar no es el suyo, e instaurando un cierre acorde con el tono del film: nada extraordinario sucederá cuando, finalmente, la bella Aina encuentre el 37 de la calle Juárez, tan sólo unas marcas en la pared hechas por su padre, la inscripción de un recuerdo olvidado de una lejana niñez. ¿Y la ciudad de México, esa urbe con más de 9 millones de habitantes, infinitas carreteras, barrios, poblados y demás? Tan sólo algunas vistas diurnas, algún que otro bar, algún que otro colectivo, y no mucho más que esto y pareciera que esta inmensa e inagotable geografía es nada más que una excusa para contar una historia; no existe ninguna distancia entre Aina y todo lo que la rodea, porque su omnipresencia física en todos los planos del film asfixia, paradojalmente, el espacio, y la ciudad no se vuelve ni un recorrer, ni un deambular más o menos errático sino un obstáculo no del todo incómodo que se puede sortear con buena voluntad y algo de suerte. El universo personal puede ser, ciertamente, minúsculo, pero siempre hay un mundo que lo rodea, que lo expande o lo limita; el problema, como siempre lo ha sido en el cine, es no olvidar que esta ecuación se debe filmar y no darla por sentada.
Fango
Ya desde su inicio Fango es una declaración: no voy a contarles la historia de cómo se vive en una zona marginal de la Argentina (el Conurbano bonaerense) ni tampoco van a ver aquí bellos y cuidados planos acerca de este lugar; les voy a mostrar -en mi peculiar tono del mostrar- parte de lo que significan las relaciones personales en un mundo que a nadie parece interesarle demasiado; tal vez, tan sólo, por lo difícil de su habitar. Y no tanto porque la ley, en el sentido estatal, institucional del término, se encuentre ausente, o porque sea un espacio por conquistar donde todo vale, no existan códigos de ningún tipo y cualquiera con la suficiente fuerza y poder pueda ejercer un liderazgo comunitario indiscutido e indiscutible, sino más bien porque una delgada e inestable línea entre lo permitido y lo no permitido, entre lo que se puede pero no siempre se debe hacer, separa la violencia simbólica de la física; el estallido puede sobrevenir en cualquier momento, sobre todo en un lugar donde la circulación de las conductas es tan público como puede serlo el concierto de una banda de tango trash o un secuestro o un ajuste de cuentas. Es más o menos este orden el que desarrolla Fango pero sin contar una historia con principio, nudo dramático, y final, sin pretender imprimir una lógica al relato, sin buscar explicaciones sociológicas para dar cuenta del porque ocurre lo que ocurre, y mucho menos adentrarse en la psicología de sus personajes -exculpándolos o condenándolos- para entender porque actúan como actúan, y si bien es cierto que el pasado de algunos de ellos deja entrever heridas no cicatrizadas, sueños sin concretar, equívocos sin reparar, el presente es todo lo que tienen, es la urgencia del hoy y del ahora, porque se intuye -y muchas veces se sabe- que en cualquier momento se puede abandonar este pequeño mundo; la precariedad de la vida no es un discurso, es un accionar. Que este tránsito adopte la forma que adopta, seco, casi frío, no es otra cosa que la transposición de una geografía humana en el discurrir público, no el paisaje sino la manera de ocuparlo, pequeños territorios con sus pequeños logros, férreos lazos de pertenencia y de códigos, porque cuando uno de ellos se resquebraja o se deja de cumplir, no hay vuelta atrás y la reparación de cualquiera de estas instancias, ya se sabe, tiene consecuencias irreparables: un horizonte finito, de muerte, un horizonte infinito, de muertes sin resolver. La crudeza de la forma de Fango, que no se parece en nada a la estetización norteamericana de la violencia de los films de Tarantino o a la crueldad asiática de algunos films de Park Chan-Wook -por poner dos ejemplos que vienen al caso quizá porque son las antípodas de la originalidad de Campusano- adquiere toda su dimensión en las figuras que se juegan en el espacio público de unas vidas cuya privacidad depende siempre de lo que acontece por fuera de ellas, tal vez, en última instancia, por fuera de sus estrictas decisiones individuales, sea cual fuera el tipo de comunidad al que se pertenece. Dar cuenta de esto es insertarse en la tradición del cine que no es, por supuesto, un bello travelling o una historia bien narrada, aunque esto siempre nos produzca placer, claro está.
Fernando Pujato / Copyleft 2013
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