FILM NOIR
NEGRA ESPALDA DEL TIEMPO
En la entrada o polvera de velo titulada “Cine”, en el boudoir (con espejo roto) de su Pequeño Mundo Ilustrado (que por cierto: también se reedita en este, el tiempo de nuestro segundo Iluminismo, el zombi) María Negroni condensa o afina —imposta, en el sentido del Sarastro mozartiano: bajo, y si Pamina fuera la poesía…— unas palabras de Giulana Bruno (casi escribo Giordana) que juegan a definir el cine —ronins a hidratarse— por vía del despliegue y lealtad al desencadenamiento. «Lo llamó archivo nómade de imágenes —secretea, traduce Negroni—, viaje arquitectónico, paisaje cultural del inconsciente, excusa para la topofilia [que sí, es una, otra, perversión de Bachelard] y también visión peripatética». Es cierto: la progresión atribuida a la profesora Bruno (Harvard —la souplesse autobiográfica de María Negroni para olfatear la trufa en el campus responde a una evasiva marca de estilo—) cosecha en cada espiga o panícula el fruto y la mies del movimiento y la figura. No por otro paso corrido incorpora el despliegue antes que el stock (género que las chimeneas dialécticas de la época se empeñan en confundir con otro, más aristocrático: el argumento). Pero el punto no es Bruno, ni el malhumor epocal de un reseñista, sino esta invocación del pensamiento como danza, que en Negroni es un matiz del éxtasis (una danza macabra) y que lanzado a la superficie plateada, no ya de un género cinematográfico o no sólo eso, sino de un cuerpo de sentido, un mordiente dentro de la incidencia y la ambivalencia histórica de las estéticas, hace de su objeto su pista de hielo.
Todo es movimiento, deslizamiento, traslado, secesión y exilio en Film Noir. También arabesco. Pero sobre todo exilio. El exilio es el state of play. Desde el recorrido editorial del libro per se, que componía ya uno anterior (La noche tiene mil ojos) cuando se dio a prensas por primera vez, junto a la reedición conjunta de Museo Negro y Galería Fantástica (y que ahora se desplaza, si se presta, como las figuras que pone en fuga) hasta —por decir algo al voleo— el Silver Fox de Harry Fabian en Night and The City. O la gasolinera en el pueblucho de Jeff Bailey en Out of the Past. Partiendo de la base o bastardía de que en el origen —hermano Walpole— fue el verbo. «¿Tengo que decir que durante los años en que viví en Nueva York había visto todas las retrospectivas de film noir que organizaba cada tanto la cinemateca del Film Forum? […] ¿Cómo no había visto, en la afición a las sombras del film noir, el mismo rostro desencajado de aquel expresionismo, su misma música sedienta? ¿No era, acaso, el detective del noiruna versión urbana del huérfano de la novela gótica, siempre un poco shady, un poco poeta de los desperdicios, escribiendo con los detritus de la urbe sus propios himnos de la noche?».
Exorcismos de exilio. «Los principales directores del film noir norteamericano —escribe Negroni— habían llegado a Hollywood desde Alemania y se habían traído en las valijas un activo peligroso. No sólo sus afinidades literarias (su debilidad por el Círculo de Jena) sino el arsenal visual de la pantalla demoníaca». (Una escuela de ideas, lo que se llama —son éstas también sus palabras— una poética.)
El Círculo de Jena, cosa curiosa, nos hace pensar menos en Novalis que en Hoffmann (que lo incluye afuera). En Raymond Chandler pasado por el tamiz (o el tomógrafo) de Los elixires del diablo. Chandler que por cierto se ahueca y se derrama en la fisión constitutiva del género desde otra muela del exilio. Vivir entre los 7 y los 23 años en Londres (23: Chandler vuelve a la edad en la que Pound se va) bastan para desembarcar, no ya de vuelta en Chicago sino en Los Ángeles, con la lengua obsedida, paranoica, condenada al estilo, del nowhere man. O por qué no: del traductor. V.S. Pritchett averigua algo equivalente en Conrad: «Hasta el ascenso de dos de las fuerzas ahora dominantes en este tipo de situación [la de la fase espectral del colonialismo] está claramente descripto: la ambición estadounidense de apropiarse de todo el mundo y, a contrapelo o en paralelo, el ascenso de las masas. Conrad no condensó todo esto en un ensayo político o histórico, ni en una novela de propaganda, sino en el impuro detalle de una ambiciosa y escéptica obra imaginativa. Cada momento está físicamente objetivado, no por un reportero político al servicio de la corrección política, sino por un artista enfrentado, como debe enfrentarse todo arte, a los deshechos, lo elusivo, lo incalculable».
No se trata tanto de encontrar en Nostromo (1904) imágenes (la escenografía de neón y desconsuelo, escribe Negroni) que en The Big Sleep leemos en blanco y negro, acaso menos por hacerlo desde nuestro ser-en-el-cine (Jules Dasein: cabe el meme) que porque Chandler ya echaba mano deliberadamente de la paleta monocromática del paisaje cultural del inconsciente de los años treinta: «Su cabeza reposaba en un almohadón de raso color marfil. Su pelo, negro y liso… los ardientes ojos negros…”. O bien: «El color pizarra del iris había devorado las pupilas […] Su piel, a la luz de la lámpara, tenía el brillo trémulo de una perla». Monocromática hasta cuando el color gotea con el pudor de una fantasía daltónica: «Sus ojos se achicaron hasta que quedaron reducidos a un leve reflejo verde, como un lejano lago entre las sombras de los árboles. Sus uñas se clavaron en las palmas de sus manos». (Unas uñas, dicho sea de paso, plateadas, que un instante antes habían acariciado una oreja adornada con jade…) Y que las hay, por cierto. Quiero decir: imágenes chandlerianas en Conrad —y si el traductor es un wise guy muchas más—: «Sólo un murmullo sordo respondió a sus frases claras y vibrantes; y después le pareció que el muelle se alejaba flotando dentro de la oscuridad de la noche». [«La niebla se lo tragó —parece completar Chandler, 35 años después—… Su pelo oscuro era parte de la oscuridad de la noche, lo mismo que sus ojos…», etc.] Como si la confesión de Joseph Conrad a W.E. Henley que deduce sus colaboraciones o pólizas con Ford Madox Ford —«mis pensamientos íntimos, automáticos y menos evidentes están en polaco; cuando me expreso con cautela lo hago en francés. Cuando escribo, pienso en francés, y de ahí traduzco al inglés»—, en Chandler aplicara no sólo cuando piensa como un escritor inglés (y de ahí traduce) sino cuando lo hace como un crítico de cine, y de ahí imagina.
Se trata más bien de lo que comporta —de lo que Pritchett juzga— una de las dichas proféticas de Nostromo: «la profunda, incluso mórbida sensación de inseguridad que la impregna, y que es el espíritu mismo de nuestra época». El estilo no ya sólo como escena del crimen, sino como corazón delator. No es otra la summa visual (y verbal) del noir. Con su montaje de interferencias y su cocaína prosódica. Tanto como que «Conrad, el exiliado, intuyó antes que nadie, que en medio siglo todos, en cierto sentido, seríamos exiliados». Ese medio siglo que culminará precisamente con el film noir como vanishing point, cuando el exilio ya no es sólo emigración, expatriación, etc. —dirá Pritchett, a la vuelta de la esquina— sino un destino impuesto. Ruinas circulares. (La dificultad política —reconoceríamos hoy— de implicar por fuera del espíritu de minoría.)
«Los escritores de la serie negra —recuerda Negroni— crearon la figura del private eye y la pusieron en el centro de su sistema de ficciones». Cosa curiosa: basta abrir un Chandler al azar para encontrar el verbo “mirar” como excipiente de todos los venenos. The private eye looks at eyes that look. Chandler espesa sus climas con la liturgia del close up. «El ojo me miró y desapareció»; «Ohls se miraba los pulgares»; «Miré a Agnes. Había terminado de arreglarse y miraba la pared». Irresistible divertimento: contar palabras al tuntún, en cualquier pdf de The Big Sleep. “Mirar” —miré, miró, miraron, miraba, mirada—: 166. “Ojos”: 158. “Dijo, dije” —también: como para establecer algún parámetro de máxima—: 414 (apenas tantas veces más como las veces que Chandler escribe “lluvia”). María Negroni a partir de un jeu de clés similar (geek) compuso Archivo Dickinson, desplazando una planchette sobre aquellas palabras —no ya las más frecuentes sino las más extensas, como si en Chandler retuviéramos “Cadillac”, o “Proust”— de todas cuantas Emily Dickinson envolvió en su seda desgarrada, y en torno a ellas montó una sesión de espiritismo sin testigos. No hay deslinde más que gradiente entre pensamiento y poesía en la caligrafía de María Negroni. El vudú que practica en Archivo Dickinson (o en ese juguete filosófico que es Objeto Satie) se prefigura y se profuga en Film Noir. «Si Raven mismo pudiera narrar esa noche [Raven, Alan Ladd en This Gun for Hire] se me ocurre que lo haría de este modo: “Acabo de enterarme. Entre la muerte y yo, puse tu cuerpo, tu figura clara con mi impermeable, a punta de pistola. Esa noche, te me acercaste de mil maneras, como una gata, como la chica de un policía, como un sueño que por fin se acaba de soñar”».
Si retuviéramos, si enlenteciéramos algunas palabras extensas de todas cuantas María Negroni emplea en Film Noir, una de ellas sería Dickinson. Precisamente allí donde Negroni le presenta a Raymond Chandler: en el cocktail party de la gran tradición americana del understatement. Como una celestina satánica. Después, tan pronto que ya lo ha hecho, correrá a inventar la letra de “Put the Blame on Mame, Boy”, sin que Rita Hayworth le saque el cuerpo al playback: «Hacen falta muchos viajes para llegar al sitio del que nunca nos fuimos…». Sí. Por fin sabemos quién recogía ese guante (negro) en nuestro jardín de ruinas.
María Negroni, Film Noir, Buenos Aires, La Marca Editora, 2021. 117 páginas.
Sebastián Menegaz / Copyleft 2021
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