GRETA GARBO: LA SOLEDAD DE UNA DEIDAD
El atributo inalterable de Altísimo: su involuntaria soledad. La asimetría vincular entre Dios y sus criaturas es también la verificación del desierto espiritual despoblado en el que existe desde el principio del tiempo. ¿Fue por tedio que decidió poner fin a su existencia sin compañía? Un mundo sin otros resultaba imposible; la creación fue para Él la conjura de una autosuficiencia irrespirable. Pura conjetura teológica y anacrónica, no desprovista de picardía secular, que solamente es pertinente para medir la soledad de seres más terrenales, pero distintos de la mayoría silenciosa cuyo paso por el mundo es soterrado por el olvido. Pese al imperativo democrático con el que se acostumbra a sopesar la dignidad de todo ser viviente, la igualdad es un concepto regulativo de un deseo no siempre vindicado por todos. Hermoso sería la igualdad en muchos terrenos, más allá de que ciertos hombres y mujeres desbordan el ordenamiento colectivo de tareas y talentos. En la vieja taxonomía de las criaturas nacidas del aliento de Dios había graduaciones; de la criatura al creador había existencias intermedias, figuras mixtas capaces de burlar el destino de los comunes.
En el siglo XIX, la secularización de la cultura occidental resultaba ya irreversible, más allá de la ancestral resistencia aún hoy vigente en el decurso de la evolución cultural por la cual se deja de necesitar una explicación sobre cualquier situación humana levantando la cabeza en busca de una consolación celestial y metafísica. La secularización no impide el reflejo condicionado y la repetición; subestimar los hábitos enraizados en creencias añejas es un equívoco de la razón. En ese sentido, la aparición del cine, una invención técnica para repetir el tiempo en su duración y observar en este el desfile de fantasmas, concedió de inmediato un atributo propio de dioses a los mortales. La luz en un rostro, la singular sonoridad de la voz, los movimientos de un cuerpo, la relación que se establece en hombres y mujeres y entre estos con todo aquello que los circunda se congelaba para siempre en un bloque de tiempo posible de ver miles de veces y presuntamente para siempre. Naturalizado ya en nuestro sistema cognitivo, volver a ver y a escuchar lo que ya fue no deja de ser un privilegio divino o un poder que excede a los mortales. Hoy todo se filma, incluso para no volver a ver o escuchar, a tal punto que la naturalización de esa posibilidad desvía nuestra atención del prodigioso fenómeno de registrar el tiempo y a nosotros en él.
En efecto, unos 100 años atrás, quienes estaban detrás de cámara fueron los elegidos de una industria incipiente que habría de definir la historia del siglo XX. Es el siglo de las imágenes en movimiento, el primer siglo cuya memoria es visible y audible, el siglo del archivo viviente o de los espectros materiales del cine. Cuando la transformación del registro de la cotidianidad comenzó a ponerse en marcha, las primeras figuras humanas frente a una cámara dejaron una huella en la memoria colectiva porque en cierto sentido remitían a algo que no era propio de la naturaleza humana. Los actores y las actrices se beneficiaban de una misteriosa transacción que tenía lugar entre la cámara y el rostro: la fotogenia. Se trataba de un fenómeno involuntario, propio del dispositivo en relación con el rostro del que emanaba una cualidad del espíritu. La fuerza expresiva de la fotogenia, en las antípodas de lo que hoy llamamos selfie, radicaba en dar a conocer un signo que el propio emisor desconocía, imposible de fingir o escenificar, pero sí de reconocer. Fue esto lo que razonó Roland Barthes en ese insuperable texto breve incluido en Mitologías sobre el rostro de Greta Garbo. Ese rostro fue (y sigue siendo) un acontecimiento, un plus ontológico, un excedente que no está cifrado en la identidad de una mujer, algo que reenviaba las facciones del rostro de Garbo a una iconografía primitiva asociada con deidades pero revestida abiertamente de deseo. No faltan las escenas en las películas de Garbo en la que su aparición frente a miles de hombres detiene por su mera presencia las pasiones desatadas. Los hombres no pueden nada frente a la evidencia de su presencia y opera así una especie de sublimación relámpago respecto de la belleza sensual de Garbo que sin proceso alguno de mutación ya es al mismo tiempo una fuente de autoridad encarnada en la hermosura. La escena más notable al respecto es la de Queen Christina (1933), en el momento en que una horda enfurecida entra al palacio y la reina sin temor alguno los recibe en un balcón mirándolos y deteniéndolos por el solo influjo de su presencia. Ese tipo de escenas se repiten a lo largo de toda su carrera, y sin duda no dependen de la lógica propia de los guiones. Es que Garbo glosa ese misterioso efecto de inmortalidad defectuosa que el cine prodigó a su público, un simulacro de eternidad que alguna vez André Bazin relacionó con la momificación.
La vida en las sombras
El desposeído al que el cine salvó, el menesteroso más famoso y millonario fue Charles Chaplin. Paradoja insoluble y aparente contradicción: a los humildes del mundo los representó como nadie un millonario. Sin embargo, este fue alguna vez uno de ellos. ¿Único caso en la historia del cine? De ningún modo, y uno de estos es el de Greta Garbo.
El 18 de septiembre de 1905 nace en Sodermalm, una localidad de Estocolmo habitada por la clase trabajadora, Greta Louisa Gustafsson, un apellido tan frecuente y ordinario como López en España y Smith en Inglaterra. El tercer hijo de Anna Lovisa y Karl Alfred Gustafsson, la segunda mujer y también la más joven de los tres, parecía desmentir aquella metafísica de los nombres por la cual en todo nombre anida un destino. Un apellido así no albergaba ningún indicio de trascendencia social y temporal. Menos aún podía alguien profetizar que en ese hogar humilde de Suecia habría de surgir una de las más grandes estrellas de cine de todos los tiempos, una mujer que en muy pocos años de carrera conocería la fama y la riqueza, y sería para siempre un misterio de la historia del cine.
El padre y la madre de Garbo eran oriundos de zona rurales. Karl había trabajado los primeros años de su vida en el campo; su traslado a la ciudad, acaso una solución desesperada debido a que aún sin haberse casado con Anna ya esperaba un hijo suyo, no elevó su condición de vida material. La anónima impiedad del sistema social y económico, algo propio de la vida de todo asalariado, fue su predestinación. Trabajó como verdulero, encargado de la limpieza de las calles, operario de fábrica y asistente de carnicero. Con la llegada de Greta al mundo de la familia, la insuficiencia de su salario obligó a Anna a emplearse en una fábrica de dulces. El departamento rentado de tres ambientes exiguos en Estocolmo resultó estar en las antípodas del piso que Garbo iba a comprar en Manhattan algunas décadas más tarde y donde viviría hasta el fin de su vida.
La vida familiar se alteró por completo cuando su padre cayó enfermo. Karl fue uno entre tanto de otros miles de personas que fueron víctimas de la pandemia de gripe de 1918. Fue así que en 1919 Greta tuvo que asumir el cuidado de su padre y ejercer sin ningún conocimiento de enfermera; apenas consiguió entonces terminar la escuela primaria, y nunca pudo dar el segundo paso en su educación, situación frecuente entre los adolescentes europeos sin recursos durante las primeras décadas del siglo XX, un hecho del que la actriz sintió siempre vergüenza. Karl murió a los 48 años. La dinámica familiar exigió aún mayores sacrificios.
Es inimaginable asociar a Garbo con empleos tales como el de encargada de limpieza en una peluquería o como chica de los mandados de un negocio de ropa. La necesidad económica es independiente de toda alcurnia o de cualquier privilegio, lo que incluye el de la belleza. Los primeros años de Garbo fueron sufridos, lo suficiente en intensidad para que algunas escenas de sus películas no les fueran existencialmente ajenas. En este sentido, cuando Garbo interpreta en Die freudlose Gasse (1925), del gran Georg Wilhelm Pabst, a una joven vienesa que tendrá que prostituirse para pagar las deudas de su padre, el sentido de desesperación del personaje no le será foráneo. La necesidad del personaje de solventar una situación imposible y alivianar el padecimiento paterno y familiar se correspondía con sus propios recuerdos.
El film de Pabst era prodigioso por su forma de apropiación y superación dialéctica de la estética expresionista de entonces, ligada a los códigos de género, propicios para los paisajes oníricos y las derivaciones metafóricas orientadas a la especulación teológica. Con aquel notable film de Pabst empezaba a conocerse en Alemania lo que se denominó entonces la Nueva Objetividad. La escena en la que Garbo aparece haciendo fila entre muchos necesitados que esperan solamente comprar pan y se desmaya no luce muy alejada de lo que ella puede haber visto en su propia vida durante los años de la posguerra, tiempo en el que se sitúa el relato en cuestión.
De aquella experiencia inicial no habrá querido decir mucho, pero con seguridad su memoria personal se transfería a los papeles cuyos personajes debían confrontarse con la indigencia y la conciencia de clase. Las escenas de The Tempress (1926) que tienen lugar en una imaginada Argentina salvaje, y donde su diabólico personaje llega al país para visitar a un ingeniero que quiere conquistar, son reveladoras. La libidinosa mujer llega a un paraje perdido de Argentina con baúles cargados de atuendos imposibles de lucir en ese contexto. En esas escenas, Garbo encarna la banalidad de la riqueza en todo su esplendor, subrayada además por la interacción que tiene a menudo con una mujer desposeída y su hijo. Esos contrastes excedían a la ficción, y en cada película en la que Garbo se enfrentaba frente a un hecho del relato que remitía a las diferencias entre ricos y pobres se puede observar una especial compenetración respecto de los textos dichos y los gestos empleados.
Ni siquiera debe haberle incomodado repetir algunas máximas marxistas en la magnífica Ninotchka (1939), de Ernst Lubitsch, reiteradas descripciones paródicas pero no menos significativas sobre el bienestar del pueblo. La entonación mecánica requerida por la concepción del personaje, casi bressoniana, no dejaba de ostentar cierta fuerza moral en la repetición. El efecto humorístico no atenuaba el sentido político. ¿No pasaba lo mismo en María Walewska (1937) cuando la condesa pedía a su enamorado Napoleón por la libertad de su pueblo? Los grandes intérpretes pueden absorber desde su imaginación la vida de los otros o extraer de la propia los recuerdos dispersos de una experiencia vital que resulta necesaria para crear y animar a un personaje. En el pasado de Garbo había impresiones y saberes que no se aprenden ni mediante la literatura ni mediante la sociología; ese conocimiento directo no suele ser objeto de análisis, pero intuirlo y entonces percibirlo en los distintos registros de algunos de sus personajes puede sumar alguna clave del misterio de su arte.
El nacimiento de una estrella
El desempeño en la escuela no había sido destacado, apenas lo suficiente para terminar el primer eslabón del largo proceso educativo al que no accedió. Tímida y retraída, Garbo sí había demostrado un gran entusiasmo por la actuación desde la infancia. El teatro le interesó desde pequeña y ya a esa edad se involucró en experiencias teatrales escolares. Esto explica en parte su buen desenvolvimiento como modelo en una tienda, situación laboral inicial que la relacionó con la incipiente industria del comercial en Suecia.
Fue Erik Arthur Petschler quien la eligió para participar en su comedia titulada Luffar-Petter (1922). Era un tiempo propicio para cualquier aspirante al cine. El crecimiento de Hollywood no era un fenómeno aislado; en todo el mundo la exploración y la evolución del cine como medio artístico y de entretenimiento pasaba por una etapa de esplendor. El cine en Suecia experimentaba entonces su propia efervescencia epocal y contaba con dos importantes directores: Mauritz Stiller y el genial Victor Sjostrom, quien una década antes había hecho el extraordinario drama Ingeborg Holm (1913), y cuya reputación ya era incuestionable a principio de la década posterior. Es que Körkarlen (1921) excede en importancia a la historia del cine sueco silente, pues se trata de una obra maestra de este período, conquista del lenguaje cinematográfico que se volvió a reflejar en un film que pertenece a la etapa en la que Sjostrom, como tantos otros cineastas europeos, empezaron a brillaron en Estados Unidos. En Hollywood, Sjostrom hizo varias películas, pero La rosa de los vientos (1928) constituye un punto máximo en la carrera del cineasta, porque ese film constituye una de las grandes películas de la historia del cine. Garbo hizo películas con Stiller y con él cruzaron el Atlántico a la espera de una oportunidad en Hollywood. Sin embargo, Garbo, ya en Estados Unidos, llegó a protagonizar un film de Sjöström, del que apenas se conocen en la actualidad unos 9 minutos: The Divine Woman (1928).
Después de rodar Luffar-Petter, Garbo se inscribió en la escuela del Kungliga Dramatiska Teatern, el teatro real de arte dramático de Estocolmo. Las biografías sobre Garbo insisten sobre el peculiar hábito de llegar tarde a clases, conducta reiterada que fue comprendida como una extensión de la timidez de la estrella. Bastó un año para que Garbo pudiera asir las herramientas de su arte, que siempre se impuso a la seducción visual de su semblante y la fotogenia que elevaban su figura humana a una especie de deidad del celuloide. Garbo fue una actriz extraordinaria.
Lo cierto es que Stiller la elige en 1923 para ser parte del elenco de Gösta Berlings (1924). El film puede ser menos conocido, pero su presencia en aquel film la catapultó a la fama en su país. Stiller, además, fue visionario: intuyó en el verdadero apellido de la actriz un matiz insignificante, un sonido demasiado ubicuo entre sus coetáneos. Con él nació el apellido artístico, con él Greta fue Garbo. Y con él, además, viajaron juntos a Estados Unidos, una vez que Stiller fuera contratado por Irwing Thalberg, quien en nombre del vicepresidente de la Metro-Goldwyn-Mayer, Louis B. Mayer, le ofreció trabajar en Estados Unidos. Stiller insistió en que el contrato fuera para ambos. ¿A quién buscaban realmente?
Con dos películas, Entre naranjos (1926) y la delirante The Temptress (1926), esta última dirigida primero por Stiller y finalizada por Fred Niblo, en la que Garbo irradia una fuerza libidinal no exenta de una cualidad diabólica y destructiva, la actriz estableció su posición en la industria. En muy pocos años, ni siquiera una década, Garbo era la estrella de Hollywood, la rareza absoluta de esa constelación. Una evidencia numérica: después de Gran Hotel (1932), el sueldo de la actriz por cada película para MGM oscilaba entre los 250.000 y 300.000 dólares, una cifra que incluso hoy no sería insignificante. Sí, en la década de 1930, la garbomanía era indesmentible e indetenible. Su mera presencia en una película garantizaba dólares; la estrella sueca era una mina de oro.
El rostro y la voz
Los paralelos entre Garbo y Chaplin son muchos. Dice Barthes, en el texto citado con anterioridad: “En su enorme belleza, ese rostro no dibujado sino más bien esculpido en la lisura y lo frágil, es decir, perfecto y efímero a la vez, incorpora la cara harinosa de Chaplin, sus ojos de vegetal sombrío, su rostro de tótem”. Quien jamás haya visto a Garbo, incluso a Chaplin, algo bastante improbable en el último caso, podrá comprobar que la laboriosa descripción del rostro de la actriz y su comparación con el del actor ostenta una precisión obsesiva. Recuérdese el final de Luces de la ciudad; compárese el semblante de Chaplin con el de Garbo en cualquier escena solitaria de Romance (1930), Gran Hotel o La dama de las camelias (1936). En estos films, como en tantos otros, Garbo queda sola en la escena y algún primer plano del rostro permite entrever el esculpido al que se refiere Barthes y que amalgama a Garbo con Chaplin.
El lugar común de la historia del cine suele insistir en que Chaplin no fue el mismo desde que el cine incorporó el sonido y sobre todo añadió la voz como componente esencial de toda trama. El tiempo y la revisión de la obra desmiente ese juicio valorativo, indebido y escandaloso, porque Chaplin sí podía hablar y, si bien tuvo que sacrificar al eterno vagabundo para asumir completamente la palabra, el resultado no fue otro que El gran dictador (1940), Monsieur Verdoux (1947), Candilejas (1952) y Un rey en Nueva York (1957). Chaplin podía hablar bastante bien; Garbo también.
Chaplin era inglés y su acento, más que un estorbo, suscitaba una sonoridad no exenta de autoridad. Pero Garbo hablaba un inglés con acento extranjero, y el gran temor del paso del cine silente al sonoro era saber si la universal imponencia de su belleza habría de combinarse con el tono de voz y una lengua específica que ni siquiera era la propia. El timbre de la voz tampoco constituía una nimiedad al paso. La voz es el sonido de la identidad.
Anna Christie (1930) fue el primer talkie de Garbo. MGM promocionó el film con la legendaria frase: “Garbo habla”. Esta adaptación de una obra teatral de título homónimo de Eugene O’Neill se concentra en el secreto guardado por el personaje de Garbo, una joven de 20 años que al reencontrarse con su padre teme que descubra que ha trabajado como prostituta. No fue la única vez que Garbo encaró un personaje como este, pues la cortesana de La dama de las camelias también padecía por otros medios la irrespetuosidad social que detenta cualquier oficio en que el placer y el dinero estén yuxtapuestos. No sin ironía, característica esencial de su prosa venenosa, Pauline Kael decía sobre el film de George Cukor que la MGM había perdido la posibilidad de publicitar este melodrama anunciando que “Garbo actúa”. La maldad de Kael es aquí una expresión caritativa, y no ahorra elogios: “Bajo la dirección de George Cukor, entrega una interpretación irónica pero a la vez cálida. La Camille de Garbo es demasiado inteligente para la vida frívola que tiene, demasiado generosa para sus circunstancias: en verdad, Garbo es inconcebible como puta. Su Camille es una divinidad que intenta tener éxito como puta. (Ninguna película jamás ha brindado una visión más romántica de una cortesana)”.
La hipérbole de Kael es solamente eso, una declaración exacerbada trabajada por contraste para elogiar el trabajo de una actriz en un film a expensas de desdeñar los esfuerzos precedentes de Garbo. ¿Kael no había visto acaso Anna Karenina (1935), Gran Hotel, Mata Hari (1931)? En Las emancipadas (1929), Garbo ya esgrimía el repertorio completo de las posibilidades expresivas de su rostro. No se trataba solamente de la posición de los ojos y el brillo ondulante de estos, la relación del movimiento de los ojos respecto a los labios, o el desplazamiento de la cabeza después de un gesto precedido por el cierre de las pestañas. Es cierto que los ojos de Garbo podían emitir signos de ternura, displicencia, felicidad, desamparo, pero los ojos participaban de todo un sistema expresivo. En todas las películas se puede elegir un primer plano y observar los cambios de expresión que nace de los gestos faciales de Garbo. Los intérpretes del cine silente tuvieron que desarrollar una conciencia corporal primero y después facial, capaz de sustituir la imposibilidad del sonido emitido por la boca. Ese límite instó a una escritura del gesto, y en eso Garbo era insuperable.
David Denby, el crítico de cine del New York Times, describió la técnica interpretativa microscópica de Garbo y sus virtudes concomitantes, lo que no era otra cosa que una forma de compensación simbólica frente al silencio del registro, del siguiente modo: “Su rostro se oscurecía con un ligero ajuste de los ojos y la boca; registraba el paso de una idea con una contracción de las cejas o con la caída de sus párpados. Mundos enteros se encendían con sus movimientos”. La descripción es perfecta, porque así se introduce a un código hoy inimaginable en el que los fragmentos del rostro adquieren una autonomía y una función expresiva inconmensurable con los intérpretes de nuestro tiempo.
En este sentido, la gestualidad de Garbo es casi un kanji. Quien tenga el deseo de estudiar el lenguaje en el rostro de Garbo podrá advertir que los movimientos de las cejas, no siempre al unísono, pueden conformar posiciones diversas con variaciones mínimas que entran en combinación con los párpados. La muerte de Camille en La dama de las camelias encierra todo el arte microscópico de la actriz. En la cama, ahora frente al amor de su vida, casi sin respiración, los ojos se orientan hacia arriba, llevados más por las cejas que por la posición de la cabeza, en un movimiento atípico en comparación con cualquier escena en la que un moribundo abandona para siempre el mundo de los vivos. La muerte comienza en las cejas, como si el vínculo con lo viviente estuviera determinado por esa línea diminuta capilar que cubre el ojo y el párpado. La última palabra del moribundo es aquí la última vibración de las cejas.
El rostro de Garbo habló casi desde el inicio. Sus gestos fueron signos escritos en el propio rostro. Solamente falta el laborioso hermeneuta que se tome el trabajo de transcribir el lenguaje de ese rostro. Con él se podría hacer un diccionario con hermosos dibujos que ilustren las combinaciones que el rostro de Garbo empleaba para asumir cada uno de sus distintos papeles.
La soledad
En casi todas las películas, los personajes de Garbo se enamoran, pero las circunstancias son siempre adversas y los desenlaces más propicios al desencanto que a la consumación romántica. Garbo muere de tristeza en La dama de las camelias, y en Anna Karenina,después de mirar a las vías del tren un buen rato, decide acabar con su vida. Siempre hay un impedimento en el deseo y el trayecto de sus personajes, incluso cuando el sentimiento amoroso es correspondido, como sucede en Ninotchka; después de un largo tiempo, León consigue ir a Turquía y burlar así la negativa por parte del Gobierno soviético de darle una visa para reencontrarse con su enamorada. Lo mismo pasaba en Queen Christina: la reina dimite del poder para así irse con el enviado de los reyes de España, una decisión sufrida y llena de adversidades. Los ejemplos son muchos y algunos incluso más enfáticos. ¿No es el final de El carnaval de la vida (1928) la síntesis de un patrón misterioso que cifra todas las ficciones de Garbo? El personaje de Garbo cree ver en una carta su destino y tomará por consiguiente una decisión radical sobre su vida. ¿Cómo puede ser? El hombre que ama desde siempre está frente suyo, ahora sí, después de tantas cosas dificultades y sacrificio, pero prefiere interpretar una señal en ese naipe y estrellarse con su auto en el lugar en que supo por primera vez que amaba a Neville.
No está de más puntualizar que Neville estaba interpretado por John Gilbert, un actor que acompañó a Garbo en las películas y fuera de estas. Garbo y Gilbert ya habían trabajado juntos en El demonio y la carne (1926), una película en la que el personaje de Garbo llamado Felicitas tiene un doble amorío con dos hombres que son amigos. El melodrama termina con la preferencia de la amistad por parte de los hombres y la muerte de Felicitas. La relación de ambos excedía la pantalla, y llegaron incluso a vivir un tiempo juntos. Nunca se supo del todo si eran pareja o no, y los rumores sobre la dudosa sexualidad de ambos acompañaron el misterio de ese vínculo profesional, doméstico y afectivo. Las habladurías pueden exceder el mundo del espectáculo, pero en este proliferan. De Gilbert y Garbo se decía de todo: podían estar juntos, pero se aseguraba que el primero era gay o bisexual, y la hermosa mujer sueca una lesbiana no declarada.
La sexualidad de Garbo siempre fue motivo de controversia. Jamás se casó, nunca tuvo una pareja abiertamente declarada, ni hombre o mujer, no tuvo hijos y vivió sola durante toda su vida, aunque contó con la confianza y cercanía de Claire Koger, la persona de servicio que estuvo casi siempre a su lado. El romance más firme, nunca confirmado, pero con algunas evidencias que así lo demuestra —testimonios y cartas— fue el que tuvo con Mercedes de Acosta, que terminó en 1943, un poco después de su último film, Otra vez mío (1941). De ahí en más, el ostracismo, la evasión, la soledad o un infrecuente deseo de devenir imperceptible. ¿Dónde estaba la Garbo? ¿Qué hacía? ¿Cómo vivía y con quién? Alguna noticia esporádica de su regreso al cine, la obtención de la ciudadanía estadounidense en 1951 y su mudanza a Nueva York en esos años, el Óscar honorario en 1954, los ridículos paparazzis buscando una primicia para dar testimonio del paso del tiempo en su rostro, chismes sobre la relación con algunos miembros del jet set, la crónica de su enfermedad renal, su muerte solitaria el 15 de abril de 1990. La reserva y la invisibilidad vencieron al imperativo del espectáculo, que siempre solicita exposición y confesión. Garbo resistía.
La famosa línea de Gran Hotel, dicha casi al pasar, se transformó en una cifra de su vida. La bailarina que interpreta dice sin dirigirse a nadie y por eso a todos: “Quiero estar sola”. En 1932 tenía un sentido, a lo largo de los años adquirió otro. ¿Fue acaso un gesto de ingratitud? ¿No merecían sus fieles un saludo, una aparición y un signo de vida? Garbo no fue como la hermosa y compleja Marylin Monroe un sujeto psicólogo, pareja de un escritor locuaz y desinhibido, cuyo atrevimiento coincidía con una época en plena mutación, instante bisagra en que el equilibrio entre lo público y lo privado se perdería para siempre. Garbo provenía de un mundo sin imágenes donde ella se erigió como una de las primeras imágenes en las que se redefinía la figura de una mujer. Llegó en un tiempo en que la estrella de cine todavía estaba más asociada a los personajes de la mitología que a la desangelada mecánica de la vida del espectáculo. La estrella de cine silente ni siquiera hablaba, y cuando así fue el misterio que suscitaba el silencio podía evanecerse en la insignificancia de un sonido ordinario. La voz de Garbo, quizás amparada en su evidente extranjería, ayudó a retener su aura.
Garbo podía existir así solamente en el cine, en un período de tiempo y en la medida exacta en que el paso del tiempo no se percibiera, como si ella solamente pudiera existir como forma platónica perfecta que desconociera las leyes de la termodinámica o la corrupción de la carne. El cine no pudo capturar la irreversibilidad del tiempo. Su hermosa juventud y sus primeros años de madurez en el cine ayudaban a ser testigos de la configuración final de una deidad cinematográfica. Se podía observar la evolución de una hermosura, no la advertencia del paso del tiempo como envejecimiento.
Es por eso que la condición de posibilidad de su misterio era la soledad. Encomendarse a la fuga era la única vía para eternizar su figura cinematográfica, rehusando así a que la imagen y el referente dejarán de coincidir en un futuro lejano. Es que una deidad no envejece jamás. Basta invocarla para volverla a ver tal cual la conocimos, suspendida en un bloque de tiempo en el que su presencia enaltecía la materia. Así resplandece aún hoy Greta Garbo, con la misma intensidad del siglo pasado, y así lo hará también en el inimaginable siglo XXII.
Fotos y fotogramas: Greta Garbo (encabezado); 1) Queen Christina; 2) Die freudlose Gasse; 3) The Divine Woman; 5) Gran Hotel; 6) Anna Karenina; 7) Póster de El demonio y la carne
*Este texto fue comisionado por Revista Quid y publicado en el mesa de abril de 2019.
Roger Koza / Copyleft 2019
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