HABÍA UNA VEZ EN DOS PAÍSES LLAMADOS ALEMANIA

HABÍA UNA VEZ EN DOS PAÍSES LLAMADOS ALEMANIA

por - Ensayos
15 Nov, 2019 12:46 | Sin comentarios
A treinta años de la caída del Muro de Berlín.

El siglo precedente y su orden arcaico ya debe resultar para muchos una configuración geopolítica incomprensible. Si se ha nacido un poco antes de 1990, o directamente durante la década final del siglo pasado, la forma en la que se concebía el mundo a partir de dos bloques enfrentados es quizás una vaga referencia para entender mejor algún film o una distinción política a memorizar para alguna unidad temática de un programa de estudios del secundario. Por otro lado, para quienes sí fueron testigos, las últimas décadas han sido tan vertiginosas que la exigencia permanente de adaptación envía a la tierra del olvido aquellos años en los que se enfrentaban dos visiones antitéticas sobre cómo vivir y en qué creer. De aquel orbe persisten signos muertos o adulterados, signos que ni siquiera ponen en riesgo la prepotencia de un sistema económico global. El capitalismo digital es la matriz del siglo nuevo, inimaginable paradigma para todos los que fueron moldeados por el siglo precedente.

El 9 de noviembre de 1989, el interminable muro de 155 kilómetros que separaba física y simbólicamente a las dos Alemanias conoció la impredecible capitulación. La división de Alemania, la comunista y la capitalista, dejó de existir frente al hartazgo ciudadano y la inviabilidad política y económica. Y sucedió: Berlín del Este fue paulatinamente absorbida por su versión occidental, vehemencia de un estilo de vida que apenas hoy se puede leer en los vestigios arquitectónicos, no siempre reconocibles, pero que denotan una concepción edilicia menos ostentosa y precaria. La didáctica y amable Good Bye Lenin (2004), de Wolfgang Becker, supo retratar esa transición, cuya velocidad asombrosa obstaculizó la reflexión acerca del conjunto de sustituciones y consecuencias que dicho nuevo estadio de la historia alemana implicaba para sus protagonistas.

El popular film de Becker tomaba como epicentro de su drama una historiafamiliar: una abnegada madre socialista había quedado al cuidado de sus hijos debido a que su marido había escapado a Alemania occidental con otra mujer. El relato empieza con los últimos ecos de grandeza de Alemania del Este, cuando la carrera espacial aún permitía soñar algo más allá de la mezquina existencia reducida a las necesidades de un Estado y su racionalidad instrumental abocada a la producción eficiente. Elipsis mediante, el film abandona la década de 1960 y sitúa su relato en Berlín, justo en octubre de 1989. En una protesta, la madre del protagonista tiene un accidente, queda en coma y no puede ser testigo de ese evento que llevó a la reunificación de Alemania. ¿Qué podría suceder si despierta?

En esas coordenadas, Becker aprovecha la fragilidad del personaje, a quien le mienten y no se le informa sobre lo sucedido, para trabajar sobre dos ideas en consonancia: por un lado, para muchos de los alemanes orientales esa transición fue una especie de trauma, entendiendo por esto un acontecimiento inesperado con un efecto sobre el psiquismo de una persona, que no consigue integrarlo al relato de su propia historia. La fabricación de una mentira cotidiana por parte del hijo para que a su madre no se le revele ese nuevo orden glosa una experiencia colectiva de desajuste entre un sistema de creencias y el pragmatismo indetenible de otro orden simbólico. A este trauma histórico, Becker le añade un matiz tardío: el de la nostalgia por el viejo orden, invocado por escenas breves pero precisas, como aquella en la que un vecino desdeña la búsqueda de alimento en los tachos de basura, una acción hoy naturalizada pero inaceptable.

1990 no fue solamente el fin de un país, también el de un cine del que no se conoce mucho, pero que fue vigoroso y diverso: tuvo sus autores (Wolfgang Staudte, Gerhard Klein, Kurtz Maetzig, Konrad Wolf), cultivó distintos géneros y se distribuyó más allá de las fronteras alemanas. En efecto, fue en 1946 cuando se fundó la Deutsche Filmaktiengesellschaft, la compañía cinematográfica que cobijó la gran producción de Alemania del Este, incluso un poco antes de que se llamara República Democrática Alemana, y que recién cerraría en julio de 1990.

A fines de la década de 1940, la Administración Militar Soviética en Alemania determinó el objetivo de la compañía y la misión de las películas sin ambages: “Restaurar la democracia en Alemania y remover todos los trazos de ideologías fascistas y castrense de todas las mentes alemanas, una lucha para reeducar al pueblo alemán —en especial a los jóvenes— en la comprensión de una democracia y un humanismo auténticos, y por ende promover un sentido de respeto por todos los pueblos y todas las otras naciones”. En este sentido es lógico que entre las tres primeras películas de la compañía un título como Die Mörder sind unter uns, de Wolfgang Staudte, vindique sin ninguna ambigüedad el sentido de la empresa: los asesinos estaban entre nosotros, como indicaba el título.

Más allá de la ostensible teleología de la producción cinematográfica, ese requerimiento erigido en un contexto desesperado no limitó la variedad. Sin duda, existieron películas de propaganda, y entre los 6000 documentales, cortos y largos no faltará la prueba del caso, pero no todo se circunscribió a la mistificación de una ideología, como tampoco sucedió en las ficciones, donde la animación (con más de 820 films) y géneros diversos como la ciencia ficción, los musicales y los westerns rojos denotan una vasta producción que, según las décadas, conoció mayor o menor control ideológico y censura. Un ejemplo notable de la riqueza de esta cinematografía se puede constatar en Der schweigende Stern (1960), cuyo relato se centra en un viaje espacial a Venus en busca de vida inteligente, después de un misterioso hallazgo en el desierto de Gobi en 1970 que puede ser un mensaje indescifrable de otra civilización.

Basado en la novela Astronauci, de Stanislaw Lem, el film de Maetzig predice la estética y la fantasía multicultural de Star Trek, en tanto que todos los científicos a bordo representan a países como Estados Unidos, India, China, Polonia, Japón, un país no identificado de África, y también elabora y proyecta la calamidad nuclear de Hiroshima y Nagasaki como una desgracia que puede volver a repetirse, pues la Guerra Fría y la carrera espacial invocan ese destino funesto. Es por eso que en la unión de los científicos se cifra algo más que un ideal humanista característico de un socialismo con rostro humano; es más bien la expresión de un deseo escenificado en un futuro no muy lejano por el que se intenta conjurar imaginariamente una amenaza concreta. No se trata del mejor film de Maetzig, pero en él se irradia la ambición de una industria y un imaginario.

En 1966, al otro lado del Muro, Alexander Kluge estrenaba Abschied von gestern, en la que una mujer de Alemania oriental cruzaba los controles para probar suerte en la otra Alemania. La crueldad ciñe la vida del personaje; roba una prenda y la juzgan severamente. La excesiva defensa de la propiedad privada por parte de los jueces y otros miembros del sistema judicial es un signo clave elegido por Kluge para sugerir que la libertad (de mercado) de Alemania occidental no es incompatible con la impiedad y la desolación. Ni allá, ni acá, y menos todavía después de que unas décadas atrás de esa división la expresión más aciaga de la experiencia humana hubiera surgido en Alemania. Por eso Kluge dice al inicio: “No nos separa del pasado un abismo, sino un cambio de situación”. La misma afirmación, acaso, podría aplicarse para pensar lo que terminó en 1990 y hoy nos parece un guion delirante de un posible film de ciencia (política de) ficción.

Este texto fue comisionado por Revista Ñ y publicado en otra versión por el diario Clarín en el mes de noviembre de 2019. 

Fotograma: Der schweigende Stern; 2) Good Bye Lenin; 3) Abschied von gestern.