HASTA LA MUER7
Ese documental no es un documental
“El espectáculo cubrió al mundo y, en parte, lo reemplazó.
En buena medida, lo que llamamos “real”
fue capturado por el espectáculo.”
Jean-Louis Comolli, Buenos Aires, 2010
Según Guy Debord, el inicio de la espectacularización de la sociedad (que Comolli da por concluida durante el primer decenio del siglo XXI), tuvo lugar a mediados de la década de 1960.
Mientras eso sucedía, buena parte del cine que habría de pasar a la historia como la cifra de esa época (“los 60”), se obstinó en (se consagró a) la referencia al mundo real. Así lo testimonia la viralización de “nuevos cines” en todo el planeta.
Más o menos “realista”, más o menos “documental”, columpiándose entre el símbolo y la denuncia, entre el registro directo y la vanguardia formalista, la imagen cinematográfica dio cuenta de las condiciones históricas (ideológicas, estéticas) de su propia realización. Diez años más tarde, esta voluntad se habría agotado. ¿Para siempre?
Hasta la muer7, la película de Raúl Perrone que integró la competencia del FIDBA 2019 (Festival Internacional de Cine Documental de Buenos Aires), rehabilita el estupor del ojo ante lo real, aporta un diagnóstico sobre el espectador del presente y amerita alguna nota al pie sobre los festivales y la crítica (que podrá leerse entre líneas, si se quiere).
Tengo la certeza de que el cine es fruto de la voluntad de representación. Tal es mi punto de partida: todo el cine, cualquier cine, es representación. Por eso, en ocasiones, en la piel de las películas relampaguea alguna huella de lo real y es posible identificarla si se mira bien.
Y por el mismo motivo, cuando la cámara hace foco en lo real (sobre todo, cuando el cine de “lo real” pone en primer plano la intimidad de personas “reales”), la mirada parpadea. El ojo quiere saber si es verdad o artificio.
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En Hasta la muer7, la cámara de Perrone siguió el derrotero de una mujer y un hombre en situación de calle. Acompañó el ir y venir de esos dos cuerpos peregrinos, frágiles y desechados hasta por sus familias, a través de la estación y la plaza de Ituzaingó. Puso en cuadro sus bocas sin dientes, sus rostros ajados, sus pasos arrastrados. Y se acercó un poco más cuando, cada unx a su turno, deliró una autobiografía llena de agujeros. Por último, volvió a tomar distancia, para mostrar al dúo danzando, besándose, encomendándose a dios, abrazándose en un sueño ferroviario e invisible.
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Así como el nombre del film de Perrone resulta impronunciable (o una incongruencia si nos apoyamos en la lógica del lenguaje), la película obliga a mirar de a ratos a fin de mitigar el golpe emocional que provoca la contemplación de esas criaturas penosas, cuya circunstancia se muestra extirpada de la definición histórica o el carácter de un Estado que, en esos cuerpos, se ausentó hace más de cuatro años.
En este aspecto, la experiencia que propone Hasta la muer7 es categórica: si filmar un cuerpo implica hacerlo entrar en una ficción, los cuerpos de lxs indigentes allí exhibidos, el acomodamiento de sus vidas frente a la cámara, las imágenes que perduraron tras la edición, carecen de existencia real. Deben ser vistas como un artificio.
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En la sala del cine Cosmos, la noche del estreno de Hasta la muer7 casi ningún espectador ni críticx entre lxs que llenaron la sala y aplaudieron el film, fue capaz de resolver el acertijo del episodio del “abuelo con presión alta”. ¿Nativos post alfa de la sociedad del espectáculo? ¿Subjetividades formateadas en la religión de la posverdad?
Si es cierto que el poder del cine hoy, estriba en lo que no se ve (en lo que no muestra), Hasta la muer7 demanda espectadorxs conscientes de que la inocencia no aplica a la mirada ni la verdad al artificio. Esa parece ser la única posibilidad de que el “documental de Perrone” sirva a la conjetura de una transformación, antes de convertirse en una traición a los cuerpos cuyas vidas decidió contar.
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Entonces, difícilmente Hasta la muer7 puede ser considerada una película documental, en el sentido “clásico” de la categoría. (Toda vez que ni lo “clásico” ni lo categórico ni lo documental, entre otras alcurnias, son válidas para pensar el cine del Perro).
Esto a un costado, la poética que Raúl Perrone ha desenvuelto a lo largo de los años y de decenas de películas; las metamorfosis plásticas y argumentales a las que el director sometió su práctica (incluidos asistentes e intérpretes) de una trilogía a la otra y a la otra y a la otra; esa obra inmensa, filmada bajo el cielo perpetuo de Ituzaingó, expresa (mejor que un catálogo de ocasión) que el suyo es un cine de la descomposición.
En efecto, las películas de Perrone desarreglan los géneros, disrumpen el tiempo de por sí disruptivo del cine, alteran el lenguaje… Nos ponen otra vez ante la pregunta (a veces, la respuesta) de para qué sirve el cine.
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En este caso, también, digo: Perrone es Perrone en acto. El hombre de la cámara fuera de foco. Un realizador en estado de inconveniencia. Un artista a la deriva, haciéndose en la película que vendrá.
María Iribarren / Copyleft 2019
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