INTERNATIONAL FILM FESTIVAL & AWARDS · MACAO 2018 (01): LOS LÍMITES DE LA FE O EL CINE COMO UNA CONSOLACIÓN POSIBLE
La tercera edición del International Film Festival & Award Macao, celebrada entre el 8 y el 14 de diciembre de 2018, confirmó un rumbo que desde el inicio fue un esbozo y en su segunda edición una operación de apropiación de una intuición original. Como es sabido, en el 2016, apenas faltando unos días de su inauguración, el festival perdió a su principal figura. El mítico Marco Müller había concebido la totalidad del festival junto a la mayoría de sus programadores, un perfil reconocible para quienes conocía su trayectoria en la dirección de festivales.
Müller intuyó los cambios que se avecinaban a principios de los 90, y le imprimió primero a Locarno, después a Venecia y más tarde a Roma un paradigma de reorganización del cine contemporáneo en lo que se refiere a los festivales como espacio inicial de exhibición y discusión. Como intuyó una deriva en las modalidades narrativas e innovaciones poéticas empujadas por las mutaciones técnicas, abrió en esos festivales a su cargo segundas competiciones donde se pudiera medir y entonces cartografiar los incipientes giros estéticos del cine de fin y principio de milenio. Lógicamente, nunca dejó de ejercitar la política de los autores; ayudó a Sokurov, por ejemplo, a cimentar su carrera y dedujo sin vacilaciones que un cineasta como Johnnie To trabajaba con géneros propios de una tradición ajena (o no del todo subsumida) al cine de Occidente, y que al mismo tiempo este era uno de los grandes cineastas de la época. Müller sabía como pocos qué estaba pasando.
Tras dejar su huella en Occidente, empezó a trabajar en Oriente, y desde entonces ya ha dirigido 4 festivales; el de Macao fue uno de ellos.
La controversial partida de Müller a fines de 2016 fue traumática, pero no doblegó a los organizadores. Estos tuvieron el buen tino de sostener el diseño general: una competencia de primeras y segundas películas, una sección de éxitos de festivales, otra de películas elegidas por cineastas (y presentada por estos; lo que dejó de suceder en la segunda edición), y no se desestimó la actualidad del cine chino. Además, siempre había que contar con un invitado estelar, al que se denominó “embajador”. El concepto de estrella es un designio casi imposible de sortear. Por cierto, el elegido este año fue Nicolas Cage, quien acompañó a Panos Cosmatos, que presentó la magnífica Mandy (de la que se escribirá más tarde y a la que ya se le dedicó un texto en este sitio firmado por Robert Koehler). La novedad para este año fue una nueva sección competitiva dedicada exclusivamente a la actualidad del cine chino, aunque aquí no se excluyeron películas rodadas en Taiwán.
La impresión es que el festival ha conseguido delinear una línea de programación, combinar cine de género y de autor, seleccionar películas valiosas que no han obtenido el reconocimiento merecido en los festivales en las que se estrenaron, sumar más publico en las salas y, en especial, atraer la atención de un público joven. En la simpática cinemateca, edificio pequeño que contrasta en demasía con el carácter fálico de las nuevas construcciones de la ciudad, se proyectó Una tarde de otoño, de Yasujirô Ozu. La sala estaba llena, y la mayor parte del público era joven. No es un dato menor, si se tiene en cuenta la realidad social circundante. Es más bien un indesmentible signo de esperanza, pues el festival es una oferta cultural a contramano de todo, una empresa que rivaliza con el interés de miles de visitantes que pisan la ciudad atraídos por los suntuosos casinos, shoppings y hoteles que remiten a Las Vegas y que evocan, en una versión expandida y paródica, todo aquello que Jia Zhang-ke profetizó en El mundocomo un destino de su país: el estilo de vida occidental y sus emblemas culturales habría de ser pronto una experiencia cercana, porque el mundo exterior se iba a transformar en un parque temático de consumo, un simulacro de la otredad en el propio territorio chino.
Hiroshi Okuyama tiene 22 años; el protagonista de su película no alcanza los 10 y el título es infrecuente para cualquier film japonés: Jesus. Sin ambages, la película de este joven director es extraordinaria, una ópera prima que revela a un cineasta a secas.
En efecto, Okuyama parece filmar con la sabiduría y la libertad de un Ozu, comparación que no es un exabrupto, porque la evidencia de esa asociación se puede establecer atendiendo a la gramática de la película. Los planos fijos generales dominan la composición, la altura elegida en cada registro, la aproximación seca y antisentimentalista y el ostensible concepto espacial permiten conjeturar al heredero de una tradición. No significa que Okuyama repita o calque el plano sostenido y la famosa altura de registro del viejo maestro, pero sí que existe entre sus planos y los de aquel un cierto aire de familia. Es una conjetura nada descabellada, y poco tiene con una cierta tendencia a designar nuevos Ozu en todos lados, porque no solamente se ha creído ver en algunos cineastas japoneses ya consagrados a los presuntos herederos, sino que hasta un trasnochado analista vernáculo creyó ver hace poco una tímida reencarnación de la estética de Ozu en un film cordobés.
Jesuses una película personal, como se puede leer en los créditos finales que no disimulan el origen de este film. Alguien cercano al director murió demasiado temprano, y el film es, en ese sentido, una especie de ajuste de cuentas con el destino y asimismo una consolación para su director.
En el relato, la familia de Yura deja Tokio inesperadamente. El abuelo ha muerto, y parte del grupo familiar se muda a un pueblo bastante lejos de la capital nipona. Tal vez este cambio dure un año, tal vez más, lo que resulta evidente es el esfuerzo que implica la adaptación a este nuevo mundo por parte del niño. Una ciudad distinta, una casa tradicional, un nuevo colegio son exigencias que en la infancia pueden extenuar a cualquiera. Si bien prescindir de un cuarto propio y tener que dormir con su abuela no es un cambio menor, entre tanto otros, el verdadero desafío consistirá en sentirse cómodo en un nuevo colegio que se rige por una fe desconocida. Para nosotros, una escuela ligada a la fe cristiana es una posible situación para muchos, distinto lo es en Japón. Es que el cristianismo en ese país de tradiciones sintoístas y budistas dista de ser una religión popular. Más bien se trata de un culto exótico en el que el único Dios se encarna en un hombre, una excentricidad teológica. Sin embargo, el mismísimo hijo del carpintero de Nazaret se manifiesta en el film, y es una aparición de un ingenio admirable.
Desde el inicio, Yura observa los pequeños ritos en la escuela y toda la cultura que los fundamenta. El film afirma desde los primeros minutos una perspectiva y a través de esta tiñe la ejecución del relato materializando la experiencia subjetiva de su pequeño personaje. Algunos primeros planos subjetivos sobre objetos diversos, en la casa primero y luego en la escuela, transmiten la naturaleza alerta de la conciencia del niño, que observa atentamente todo lo que lo rodea. Es así como la puesta en escena trabaja sobre la percepción y el acomodamiento constante que supone para el niño su relación con el espacio y el examen de las creencias de sus coetáneos. El corredor, la capilla y el aula son espacios escrudiñados por el niño, una cierta mirada apoyada por los modos de encuadre elegidos. En este sentido, los planos generales sobre el interior de la institución escolar son notables, al igual que la localización de cada encuadre, que replica la experiencia física y espiritual del personaje. Por otra parte, la repetición de escenas en esos espacios ayuda a seguir e identificar los esfuerzos de adecuación psíquica por parte del niño en ese ambiente desconocido. Es por eso que la aparición de Jesus como una entidad fantástica, más cercana al genio salido de la lámpara que a una epifanía, no exige ninguna concesión de credulidad; es consustancial al esfuerzo de Yura por comprender una tradición impropia y un lógico procedimiento de interpretación.
La caracterización del Dios encarnado es absolutamente genial, porque no es otra cosa que la exteriorización popular de la infancia del amigo invisible. Jesus es solamente eso, una imaginaria compañía a la que se le adjudica un posible poder secreto capaz de modificar la suerte del creyente. En esto, Okuyama es perspicaz: Yura quiere ganarse la amistad del alumno más popular del curso; también necesita algo de dinero, y sus deseos se cumplirán. La relación entre fenómenos y causas, o circunstancias y fines es la materia misma de la fe. Un evento es causal o casual, y el film jugará dramáticamente con esa forma de razonar, la cual determina, además, la vida religiosa en general. ¿No son siempre las desgracias las que ponen a prueba la creencia religiosa y las que justifican asimismo la existencia de estas? Aquí habrá una prueba severa, un giro inesperado del relato y, a pesar de su peso dramático, completamente orgánico a su evolución.
El debut de Okuyama debe ser uno de los más sorprendentes de los últimos años. La discreta maestría empleada para trabajar sobre la experiencia del protagonista y las elecciones narrativas y estéticas concomitantes para conjugar la delicada situación que debe atravesar Yura, sin apelar a la solemnidad ni a una insidiosa burla indirecta acerca de la fe, son virtudes propias de un maestro del cine. La humanidad, el humor y la lucidez organizan el espíritu del film, impregnan cada secuencia y permiten vindicar la fe en el cine. No es poco.
Roger Koza / Copyleft 2019
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