LA CASA DEL CINEASTA: EL ATISBO

LA CASA DEL CINEASTA: EL ATISBO

por - Columnas
02 Feb, 2018 12:15 | Sin comentarios
En la primera entrega el cineasta argentino Gustavo Fontán explora un concepto propio de su poética cinematográfica: la rasgadura.

Hace unos años estábamos con Luis Cámara a orillas del río Paraná. Empezábamos a pensar en la película que filmaríamos unos meses más tarde, La orilla que se abisma. En un momento, nos paramos sobre una lomada mirando el río, con la intención de investigar, a través del contacto con el paisaje, de qué manera podíamos dialogar con la poesía de Juan L. Ortiz. Era una tarde de primavera y el sol dejaba manchas brillantes en el río. A lo lejos, casi un punto en la inmensidad del agua, un pescador revisaba su espinel. En las orillas, los verdes se habían desbordado ya, durante esa época del año, en una gran cantidad de matices. El día era bello, la luz y los verdes eran bellos. Pero yo no estaba cómodo. Luis lo percibió y me preguntó si me pasaba algo. Le intenté explicar la inquietud, pero no pude porque en ese momento no sabía qué era lo que me la provocaba. Esa inquietud, una especie de desasosiego, duró en mí aún cuando nos fuimos. Fue algo repentino, desligado de sucesos anteriores; no llegué con ella, aconteció en ese lugar y en ese momento. Recién al otro día, revisando el material, entendí: a lo lejos, se escuchaba un pájaro; emitía una especie de grito breve, periódico. Ese sonido, casi escondido, supe, era el que accionaba sobre mi sensibilidad, impidiendo que percibiera el paisaje y la belleza como una totalidad cómoda, placentera.

Podría poner otros ejemplos, experiencias de distinto orden que tienen una constante: la percepción de algo incompleto, algo que chirría o no encaja, algo que se desacopla y se tensa. Los ejemplos podría tomarlos de la vida, pero también del cine o de la literatura. Libros o películas que son la expresión de un mundo en tensión, lejos de la asepsia de los relatos inofensivos; lejos de la belleza congelada, estática. No hablo del tema (aunque esto resulta a veces inevitable), ni de la trama, sino de la experiencia y de la percepción. Lo que quiero formular es que el mundo se presenta rasgado. Lo que entiendo por rasgadura no está nunca en la superficie de los enunciados, no es la imagen de una grieta, no sucede como interrupción del lenguaje literario o cinematográfico. De la rasgadura no se habla; ella se manifiesta, a veces de modo inesperado, azaroso; a veces de modo incomprensible. En el mundo rasgado uno pierde la comodidad, la ilusión de lo completo. A lo lejos, un pájaro, que no recordé hasta el día siguiente, que no percibí hasta el día siguiente, pero que estaba ahí, y que emitía un grito breve, periódico. Esa clase de manifestación es a veces incluso retrospectiva, misteriosa, del orden del azar, del universo de lo inesperado.

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Pienso a veces que el primer movimiento de la concepción de una película es un estado  de disponibilidad frente al mundo. Uno vive con su sensibilidad y sus ideas, pero acepta, en el inicio, una especie de pérdida del control. Mirar el mundo con los ojos bien abiertos, desobedientes a lo aprendido, es parte de una decisión, un trabajo con uno mismo. Entonces, tal vez, el mundo se manifieste. A esa manifestación –de distintos órdenes, sensible o intelectual, metafísico o político- que rompe los ojos fosilizados, que pone en crisis los saberes aprendidos, que denuncia las apariencias, podemos darle el nombre de rasgadura. La rasgadura, por la vitalidad con la que irrumpe, es afectiva, en primera instancia, e ideológica en la continuidad consciente de ese estado. Es afectiva por la crisis que desata en la sensibilidad. Es ideológica en la medida en que atraviesa, inesperadamente, el conjunto de saberes, las capas superpuestas de saberes articulados en discursos y en imágenes previas, y los transforma en un campo de tensiones. El saber que deviene de esas experiencias está en el orden de la verdad, sí,  pero muy lejos de cualquier certeza. Ya no estamos frente a una belleza de postal ni a un conocimiento unívoco sobre el mundo, sino frente a la experiencia de los saberes delicados, disruptivos, perturbadores.

En este sentido, uno de los problemas de la realización de una película (de las películas que me interesa ver y hacer) es cómo filmar la experiencia de la rasgadura; cómo hacer para que el conjunto enorme de decisiones de lenguaje y de estrategias de rodaje que significa realizar una película resguarde y recupere, en la medida de lo posible, la percepción de un mundo rasgado y lo traduzca en una experiencia nueva para el espectador. Porque si el primer movimiento tiene que ver con la disponibilidad frente al mundo, el segundo es de construcción. El cuentista norteamericano Raymond Carver habla de literatura, pero bien vale la cita para referirnos al cine y a lo que intento describir: “La definición de V.S. Pritchett de un cuento es algo atisbado con el rabillo del ojo, al pasar. Nótese la parte de atisbo en esto. Luego el atisbo que cobra vida. La tarea del cuentista es investir el atisbo con todas sus capacidades”. No es posible enumerar la enorme cantidad de recursos, narrativos y poéticos, del cine. Son tantos y diversos -en el orden de la estructura, el punto de vista, el montaje, la relación imagen y sonido, la construcción de los personajes, las relaciones que propone el montaje, por ejemplo- que constantemente ponen en cuestión, incluso, los propios límites y fronteras de las decisiones con las que se trabaja. Nombrar algunos de estos recursos configuraría un acto estéril porque siempre, aun en sus combinatorias, cada relato es una nueva invención. Lo que sí creo es que la elección de los  dispositivos narrativos y poéticos tiene que ver con la intención de resguardar y dar cuenta y mantener en el tiempo aquello que se atisbó. Es decir,  tiene que ver con el deseo de volver disponible en el relato una experiencia cercana a la experiencia original.

Este cine fundado en la experiencia es visceral, perturbador. Tiene como única verdad la disonancia, la imposibilidad; nos pone de cara frente a la idea del fracaso. El fracaso es demasiado posible, está demasiado cerca. A veces, esa  verdad se manifiesta en un fragmento, una secuencia o un plano. Pero todo lo que lo rodea es el camino que nos lleva al borde del abismo donde la película nos mira y nos interpela. La rasgadura sólo existe en ese conjunto: estoy seguro de que hay un único cuerpo posible que la alberga. A veces el realizador acierta y, de pronto, en la sutileza de la representación, de manera inesperada y misteriosa, una imagen se transforma en presencia: nos mira y nos vuelve vulnerables, otra vez humanos.

* Ambos fotogramas pertenecen a La orilla que se abisma

Gustavo Fontán 2018