LA COLUMNA DE KOGER ROZA: EL HIELO Y EL INFIERNO
Dawson City, Frozen Time, el notable y último documental de Bill Morrison, narra el descubrimiento de un tesoro fílmico en el lugar más impensado, bajo los cimientos de una cancha de hockey en un remoto pueblo canadiense que tuvo su fugaz fiebre del oro un centenar de años atrás. Más de 500 rollos de films de nitrato conservados por el frío y el hielo, sobrevivientes de la negligencia y el olvido de un sistema de distribución para el cual Dawson era el extremo final de la cadena, una última frontera tras la cual no había otro destino posible para esas películas errantes que llegaban, gastadas y cansadas, con dos o tres años de retraso. Ya no valía la pena ni el gasto devolverlas, o se quemaban o se tiraban, o se utilizaban para rellenar cimientos de canchas de hockey. Morrison muestra el derrotero de esas películas contando la historia de Dawson City, una Klondike que duró un suspiro, fundada más o menos al mismo tiempo en que se inventaba el cine, y siempre que le es posible, el director ilustra la narración con imágenes y situaciones extraídas de los films de nitrato encontrados. Hay una idea romántica que subyace en el por momentos abrumador film de Morrison, que sugiere la existencia de cierto paraíso cinéfilo oculto preservado por el frío y el hielo en un lugar inaccesible y apartado. Esta idea desafía una convención muy antigua, que el cine se encargó de abrazar tempranamente, que sostiene justamente lo contrario, que el hielo guarda algo maligno y monstruoso que mejor no extraer o liberar, algo que ata las geografías y tierras incógnitas polares con lo infernal. Pienso en la novela de Frankenstein, que empieza y termina en los hielos árticos. Pienso también en The Thing, la de Hawks y la de Carpenter. O mismo en el momento más memorable de la reciente –y decepcionante- Thelma de Joachim Trier, en el que un padre se enfrenta a la espantosa visión de su pequeño hijo muerto bajo el cristal de un lago congelado, probablemente una de las imágenes más potentes del cine de este año.
Cuando los exploradores antárticos dejaban atrás los últimos puntos de nuestro continente, la Tierra del Fuego y el Cabo de Hornos, esos nombres enigmáticos posiblemente los obligaban a pensar en un infierno, un infierno blanco y helado, pero infierno al fin. En South, la película documental de 1919 que registra la fallida expedición polar de Shackleton, se ven hombres y perros en la cubierta del Endurance que al respirar generan su propio infierno envolvente de vapor, una imagen que ningún efecto especial hoy igualaría. Como tampoco un momento en que el barco se hace paso por la infinita vastedad de hielo antártico abriendo una enorme y zigzagueante grieta. Eso se muestra desde un ángulo muy alto, lo único visible en el cuadro además del hielo es la proa del Endurance y la sombra de un mástil con la silueta de un marinero trepado; es un plano que podía haber sido filmado por Murnau. Pero la imagen más inolvidable de ese olvidable film es el momento en que vemos literalmente cómo el barco se destruye y se hunde por la presión del hielo ante la mirada impotente de los tripulantes que observan fumando a la distancia cómo los mástiles se retuercen y quiebran y finalmente desaparecen, como si un demonio que no vemos se lo llevara consigo a su averno subterráneo.
Esta idea del hielo infernal aparece también en un documental más interesante, The Forbidden Quest, de Peter Delpeut, en el que el director holandés pone en escena una entrevista falsa con un viejo ballenero que relata una excursión maldita y fantástica a las regiones polares. El relato del ballenero se ilustra con material extraído de antiguos films, entre ellos South, y es presentado como metraje real capturado para la posteridad por un miembro de la expedición referido como “the picture man”, quién jamás abandona su cámara de cine ni el afán de rodarlo todo, aun en medio de la adversidad más terrible. Acaso el mejor de los documentales falsos que trabajan con esta misma idea sea Sueños de Hielo de Ignacio Agüero, donde el registro real de una expedición que viaja a la Antártida con la absurda misión de capturar un iceberg para ser exhibido en la expo que conmemora los 500 años del descubrimiento de América, es genialmente “intervenido” por Agüero a través del Moby Dick de Huston, para convertirse en una reflexión cinéfila sobre la locura y la profanación de lo sagrado. Agüero hace lo mismo que Delpeut, pero se circunscribe únicamente a utilizar el metraje “real” (más dos o tres fugaces inserts de Moby Dick), resignificándolo a través de una narración en off y un extraordinario uso del sonido.
Otro film chileno, Rey de Niles Atallah, una de las mejores películas que nos ha dado este 2017, también juega con la idea de mostrar lo infernal y lo apocalíptico con imágenes de antiguos films de nitrato, algunas en estado puro y otras intervenidas. En ese sentido, se para en la vereda de enfrente de Bill Morrison. Ambos fetichizan la imagen de nitrato, pero allí donde Morrison se aferra a ella como un objeto reverencial y noble, rayano a la santidad, Atallah se permite interpelar, ensuciar y descontextualizar esa imagen para realzar en ellas un aspecto de oscuridad y locura. Morrison trabaja con lo apolíneo de la imagen de nitrato, mientras que a Atallah parece interesarle lo dionisíaco. A lo que Morrison le da un trato casi religioso, Atallah le otorga una cualidad diríamos pagana. Morrison usa la imagen de nitrato de forma literal, ilustra una situación de llegada con un plano de alguien abriendo una puerta, un incendio con un fuego, y así sucesivamente, mientras que Atallah usa sus hipnóticas imágenes de nitrato de forma metafórica, poética y a veces, digámoslo también, alegórica.
Quien definitivamente actúa como fetichista del archivo es João Moreira Salles, a quien tuvimos que esperar una década luego de la inolvidable “Santiago”. Como sugiere el título, su No Intenso Agora alude al presente, nos enseña a ver o revisitar el archivo para leer el material entre líneas y encontrarle nuevos sentidos y significados a eso que se ve, y en especial para ver cómo todo aquello que en su momento fue “ahora”, se revaloriza o degrada como pasado en nuestro ahora. De todos los films que venimos nombrando, al que más se acerca es a Sueños de Hielo ya que Moreira Salles opta, como Agüero, ceñirse exclusivamente a archivo sin agregarle nada en materia de imagen y sólo con su voz en off como soporte. “Agora” es un film melancólico, que habla de fracasos y sueños rotos y frustrados, y cuyo gran mérito es que oficia de instructivo sobre cómo leer la Historia, la pública y la privada, obligándonos a ver todo aquello que está en la imagen pero que la imagen no dice (en este aspecto particular a mí me remite mucho a Cozarinsky, que es otro director que pone en escena magistralmente su pensamiento in progress). Cuando en el film de Moreira Salles se acumula gente desplazándose, en manifestaciones, en excursiones turísticas, en desfiles y funerales, el director nos fuerza a encontrar la reflexión detrás de la información. Morrison en cambio, añade en sus montajes de nitrato información al misterio: a qué film pertenecen las imágenes, en qué año fueron realizados esos films y cuándo llegaron a Dawson City, en qué contexto se vieron esas películas, que se decía de ellas en los programas de la época, etc. En el film de Moreira Salles no hay hielo, es cierto, pero sí un imborrable momento para mí infernal: un funeral multitudinario, carnavalesco casi, que una turba extasiada celebra como una fiesta, -y no obstante ello, con algo de frialdad de autómata-, y en medio de la muchedumbre se alcanza ver, efímera, una joven llorando sin consuelo.
Fotogramas: Sueño de hielo (encabezado); Dawson City: Frozen Time.
Koger Roza / Copyleft 2017
Últimos Comentarios