LA INVENCIÓN DE HUGO CABRET / HUGO
La invención de Hugo Cabret / Hugo, EE.UU., 2011
Dirigida por Martin Scorsese. Escrita por John Logan.
***Hay que verla
El testamento cinematográfico de Scorsese llega justo a tiempo, pero sus intérpretes y destinarios hace rato que han dejado de ser inocentes.
Martin Scorsese nos tenía acostumbrados a una cinefilia escrita con sangre. ¿Qué ha sucedido, entonces, con esta nueva película? Se dirá que la vejez, una vez más, ha suavizado al autor más genial de su generación en su país. ¿Cómo es posible que de la misantropía de Taxi Driver se culmine en este cuento de cine adocenado y sentimental? Tal vez peor: Scorsese se ha spielbergizado y ha cedido, dócilmente, a esa ternura demasiado humana que sólo garantizan los alienígenas; La invención de Hugo Cabret sería su ET, en sintonía perfecta con el corazón del cine norteamericano: el encuentro con el padre o, más bien, su ausencia y la concomitante desesperación para el héroe de ocasión, un huérfano universal. Nada más alejado de la realidad.
Basada en una novela gráfica para niños de Brian Selznick, con título homónimo al de la película en su versión castellana, La invención de Hugo Cabret centra su relato en una obsesión temprana: Hugo Cabret es un niño y su padre ha muerto misteriosamente; juntos intentaban reparar un autómata, una pieza mecánica con figura de hombre y que en este caso particular podría llegar a escribir. Tal vez un mensaje tardío de su padre se revele si logra hacer funcionar al autómata; la esperanza mecanicista de Hugo tiene un objetivo preciso: conjurar el desamparo.
Destinado a vivir con su tío, encargado de los relojes de la estación de tren parisina de Montparnasse, el alcoholismo de su único pariente, siempre ausente, lo empuja a hacerse cargo del tiempo y a ser su propio tutor. No es fácil porque el guardia de la estación, con su dóberman, equipara a los expósitos con ladrones. Sin hogar, el reformatorio es un destino; son otros tiempos: 1929
A Hugo le gusta espiar. La estación es un cosmos miniaturizado y desde atrás de los inmensos relojes de la estación observa a los transeúntes, y en especial a un viejo llamado George, dueño de una juguetería y con un semblante adusto. Hay un hilo secreto y contingente que vincula al niño con ese viejo amargado, el olvidado George Méliès, el primer gran director de cine, inventor de formas, acaso el eslabón perdido entre el primer impulso cinematográfico, casi científico, de registrar el mundo y la industria del relato en imágenes y sonidos.
En ese cruce vital entre Hugo y George, Scorsese firma (y filma) su legado. En primer lugar, dosifica su erudición y sintetiza una historia del cine para todo público. Ver las dos primeras películas de los Lumière, a Harry Lloyd colgado de un reloj en El hombre mosca, a Keaton y Chaplin, entre otros, y algunas secuencias, a veces recreadas, de filmes de Méliès, en especial Viaje a la luna, constituye una doble advertencia: el cine tiene una historia y las películas (incluso en la era digital) pueden morir, perderse y quedar en el olvido, como las del propio Méliès. Se trata de una política de la memoria: restaurar y conservar para poder fijar la materia cinematográfica y saber que el cine tiene una genealogía, una historia, una escritura, un principio. En este sentido, además, Scorsese señala la relación, siempre problemática, entre el cine y la literatura. Que la nieta de Méliès ame los libros (y jamás haya ido al cine) no es un dato trivial. La clienta predilecta de la librería de la estación, administrada por el sabio Monsieur Labisse (Christopher Lee), tiene asignada una misión insustituible: señalar el instinto narrativo, esa habilidad evolutiva de la especie que consiste en fabricar relatos y exorcizar con esto la naturaleza muerta del instante y su repetición.
Esa fascinación por las máquinas (aquí el tren), los autómatas y el cine, que dan cuenta de un universo sin espíritus, es decir el asentimiento cabal y lúcido frente a una cosmología mecanicista infranqueable, encuentra en el cine un modo de resistir el costado sombrío de ese paradigma en sus propios términos. La fábrica de sueños, la emancipación de la imaginación que lleva a poner en escena un viaje a la luna o a escalar un edificio vestido de oficinista, la obstinación por contar historias de todo tipo en un par de horas, es una estrategia de disimulo (y un acto de creación ligado a la mecánica): existe una falla y debemos repararla, y lo que se sugiere aquí es que el cine es un noble y gran embuste con el que corregimos a medias un desperfecto mecánico entre nosotros y todo lo que nos rodea. De allí la relación de Méliès con la magia, lo que Scorsese incluye en un segmento clave en el que se repasa a través de un flashback didáctico cómo el mago se convirtió en cineasta. Y una hipótesis más se tendrá en cuenta: la relación de los mecanismos de la psiquis y el trabajo onírico como reparación de la trama simbólica ligados casi naturalmente a los mecanismos del cine. Dos secuencias oníricas, ejemplos elegantes de puesta en abismo, se construyen a partir de un posible choque entre la máquina y un cuerpo o, directamente, el cuerpo que deviene en máquina.
Tal vez el antecedente de La invención de Hugo Cabret habría que buscarlo en Kundun, su biopic sobre el Dalai Lama, y uno de sus filmes más menospreciados. Aquel film no era en 3D, pero, sin duda, el formalismo de Scorsese, intentando, entre otras cosas, imitar la percepción budista del mundo, se desplegaba en varias direcciones insólitas; además, aunque no lo parezca el Dalai Lama era un cinéfilo y amaba las películas mudas. Pero hay algo aquí que no se debe desdeñar. Más que nunca, el medio es el mensaje. ¿Por qué en 3D? Sin duda, porque el imperativo de la industria, que olvidó hace más de medio siglo a Méliès, obliga al cine estereoscópico digital, y los cineastas acatan sin pensar en la forma, resolviéndolo todo a golpes de efectos.
Scorsese responde a esto de varias maneras. El primer plano de un dóberman y la subjetiva del perro corriendo por la estación son modalidades ingeniosas para estimular el goce de la percepción, al igual que el lento movimiento del rostro de Sacha Baron Cohen literalmente saliendo de la pantalla para posicionarse casi frente a nosotros (una dimensión conocida del dispositivo, pero aún explorada con pereza). Scorsese parece comportarse como sus colegas, pero no del todo: piensa la técnica y la conquista en su propia lengua, más bien pronuncia un dialecto. Así como Wenders descubría, en su sobrevaluada Pina, cómo dar cuenta del volumen del cuerpo humano en movimiento al ras del piso, Scorsese identifica una modalidad de registro del rostro de los hombres. Hay algo novedoso en cómo Scorsese mide la distancia para encuadrar a sus intérpretes. El extenso travelling digitalizado del comienzo finaliza en el rostro de Hugo, y de allí en adelante los planos generales –a veces concebidos en picado (en la habitación de Méliès antes de abrir una caja prohibida atestada de recuerdos), o cenitales (en la librería)– y los primerísimos planos del rostro se van alternando. Se trata una vez más de un llamamiento al costado perceptivo del cine, o cómo el cine ha delineado y alterado nuestro modo de mirar. En ese vaivén Scorsese parece estar buscando algo y, sin que quede del todo explícito, una vez más supedita el medio a una forma. El modo como Scorsese concibe la profundidad de campo es aún menos evidente. En general, cuando el niño espía la vida de la estación se pone en juego la extensión del espacio. Esta dimensión clave y potencial en el uso del 3D adquiere mayor protagonismo cuando Scorsese recrea algunas escenas de Méliès, como si estuviera sugiriendo en esta yuxtaposición que el secreto del dispositivo consiste no tanto en la gloria mecánica de la técnica sino en cómo se traduce en un lenguaje específico. Es que los antepasados, los Méliès, los Renoir, los Ivens, ya filmaban en 3D, y de eso se trata: establecer un lazo entre el pasado del cine y su devenir digital estereoscópico. Por otro lado, nosotros, los espectadores que ya no esperamos sorpresas frente a la pantalla (bastó uno o dos años para que el 3D se naturalizara), gracias al 3D quedamos sorprendidos de cómo nuestros ancestros, no mucho tiempo atrás, se asustaban frente a un tren que parecía venirles encima. La famosa secuencia del tren llegando a la estación de Ciotat de la segunda película de los hermanos Lumiére, que en el filme se incluye como escena fundacional y mítica en el momento que sucede por primera vez y los espectadores se asustan, al verla (y vivirla) en tres dimensiones, de algún modo nos permite debilitar la brecha entre un espectador pretérito que ya no existe y un espectador consumado, nosotros, que ni siquiera reacciona plenamente frente a los objetos y sujetos que se escapan de la pantalla.
A riesgo de ser confundido con un cineasta académico y sensiblero, Scorsese apuesta todo. Filmar el asombro, una experiencia ya desaparecida frente a las imágenes, es casi imposible. Pero no del todo: La invención de Hugo Cabret es la proeza de invocar la prístina experiencia de mirar en una pantalla el mundo en movimiento.
Esta crítica fue publicada en otra versión por el diario La voz del interior durante el mes de febrero 2012
Roger Koza / Copyleft 2012
Querido Roger, días atrás a un comentario mío en FB sobre la última «Misión imposible» agregaste «Es la quintaesencia del cine del presente». Pregunto, no con ánimo de polémica sino porque de verdad me interesa tu opinión (vos lo sabés): ¿no creés que «Hugo» tiene, también, algo de ese molde del cine actual del entretenimiento adrenalínico y aniñado?
hace tiempo que una crítica me dan ganas de ver una peli.
Gracias!
Gracias Javier, de verdad, pues hay dos cosas que resultan muy satisfactorias para quien escribe crítica: 1) que su texto produzca en el espectador el deseo de ver un film; 2) que el texto le permite ver algo nuevo o inesperado a quien ya vio el film. Solamente espero que no te decepcione la película de Scorsese. Es lo que viene sucediendo con muchos. RK
Ps: Fer, ya te respondo.
A mi no me decepcionó Hugo (que vi antes de leer esta critica y me ayudo, despues, a ordenar ideas que me sirviesen para refutar el facilismo de calificarla de spielbergiana), y si me decepciono Pina, absolutamente sobrevalorada. Gracias y saludos.
Luminoso filme el de Scorsese. Tuve la sensación de ver por segunda vez una película en 3D. En principio todas las de Melies me daban esa sensación tridimensional y luego esta película. Bellos planos, utilización muy creativa del montaje, etc,etc. Me gustó tu critica Roger y la compartí para que la vieran los estudiantes. También sentí, mientras veía la película, la noción de espectáculo de masas. Mis vecinos de fila no sabían nada de Georges, ni de la historia del cine, se reían con algunas situaciones de la película y al final dijeron algo así como «tanta fantasía» «Me dió pena el nene», en fin una situación o un momento que me gustaría repetir, claro que los momentos son únicos y la situación vivida ya es un recuerdo más.
Gracias Roger. Vi el film hace días. No soy amante del 3d. Le escapo. Pero con «Hugo» pasó todo lo contrario. El uso del 3D está fundamentado. No es gratuito, un mero instrumento comercial. Por momentos mágico (un truco de magia?). Necesitaba leer tu análisis, para entender el porqué de varias secuencias del film. Muchas gracias.
Iván, Pedro, Stella y Fer: Muchas gracias. RK
Yo creo que Scorsese perdió justamente eso que en otro post Jorge García pondera como requisito de los grandes: perdió estilo, perdió una visión personal del universo. Creo que si nos muestran 20 minutos de cualquiera de sus últimas ficciones, no nos daríamos cuenta de que son de Scorsese; ni siquiera nos daríamos cuenta de que Los Infiltrados, La isla siniestra o Hugo son obra del mismo tipo. Podrían ser de cualquiera. Pongo a salvo sus obras documentales, donde todavía se encuentran rasgos de autor, sobre todo en la maravillosa No Direction Home.
Saludos
oscar tiene razon: cuando se pierde estilo.vision del mundo…es lo que caarcteriza cuaqlqu pelicula d eautor.Hugo podria habersido de spielberg tranquilamante.
Oscar: naturalmente he leído tu crítica sobre La invención de Hugo, sé que aquí tenemos diferencias importantes.
En líneas generales, hace tiempo que el cine de Scorsese no me interesa; sí me interesa cuando él habla de cine en algunos documentales en los que aparece (y en ocasiones dirige); en ese sentido, sí veo que está presente en La invención de Hugo, y he intentado explicar, con buenos o malos argumentos, la razón de ello; es evidente que mi poder de persuasión no es del todo vigoroso. No importa: no deseo convencer, sí decir lo que veo, y que siempre estoy dispuesto a revisar.
Lo que decís sobre Los infiltrados (film que repudio profundamente) y La isla siniestra (film cuya premisa sí me interesa pero su realización es por momentos insólitamente fallida) no son reconocibles o más bien inconmensurables respecto a la década del ’70 y parte de los ’80 en la biografía cinematográfica de Scorsese, que tiene películas logradas y en algún caso magistrales.
Saludos.
RK
Roger:
en este caso tu poder de persuación no tiene ninguna falta. Es Scorsese el que no me persuade. La película se me hizo muy cuesta arriba, no logré meterme en el tono que Scorsese propone. Luego analicé por qué fue una experiencia tan ingrata para mí. Y creo que no puedo creer esa mirada (falsamente) infantil en la que Scorsese va a la zaga de Spielberg o Tim Burton. De su preocupación por el conservacionismo del cine no me caben dudas, pero eso lo veo más como un rasgo personal que autoral. Es decir, para hablar en términos de Jorge García, creo que su preocupación por el cine no se expresa en un punto de vista visual.
Más allá de nuestra discrepancia respecto de esta película, creo que un caso como el de Scorsese es apasionante. ¿Cómo es posible que haya ido perdiendo su mirada, la que aparecía con tal potencia en Taxi Driver, El rey de la comedia, Toro salvaje? ¿Dónde se va el talento de un director que empieza así y se va deshaciendo en el camino? ¿Será un efecto del sistema de producción norteamericano, de la época que se fue cerrando a estos planteos estéticos/políticos? ¿Será pura decadencia vital?
Un verdadero enigma.
Saludos.
Persuasión, je.
La política de los autores de los críticos franceses de Cahiers du Cinema ya ha sido negada y discutida una innumerable cantidad de veces, e incluso Godard supo decir en su momento que en la actualidad se quedaron con los autores y se olvidaron de la política, en lo que intuyo es una agresión merecida al cine de estilistas como Quentin Tarantino o Wes Anderson. Sin embargo, luego de ver la obra completa de autores como Bergman, Rohmer, Hitchcock o Bresson, creo que hay en el cine, a pesar de su elemento industrial y comercial, la posibilidad de una mirada, espacio para que la subjetividad de un artista se exprese de manera más o menos constante a lo largo de su obra. El punto es que, para conservarla, deberíamos volver a aquella anécdota entre Nicholas Ray y Luis Buñuel que el hijo del aragonés cuenta en su libro:
“Recuerdo que Nicholas Ray le invito a comer en Madrid, y mi padre me propuso que le acompañara. Durante la comida, Nicholas Ray le dijo: Buñuel, entre todos los directores que conozco eres el único que hace lo que quiere, ¿Cuál es su secreto?. Mi padre respondí: Pido menos de 50.000 dólares por película. Ray decidió cambiar la conversación. “
Quizás este sea el motivo que explica que Martin Scorsese, director de películas de autor como Taxi Driver, Ragging Bull o Mean Streets, haya perdido casi todos sus rasgos de estilo, haya anulado como tema u típica obsesión dostoievskiana sobre el hombre, y se haya transformado en un mero director de súper producciones, una voz perdida entre otras, irreconocible ya. No es que esté en contra del cambio ni que ingenuamente le reclame a Scorsese que siga filmando Goodfellas, pero si llama la atención que filmes tan pretenciosos y mediocres como The Aviator o The Departed provengan de un director que, al mismo tiempo, como separando las aguas, sigue filmando algunos documentales en los que sus viejas obsesiones y preocupaciones sobre el cine se manifiestan abiertamente y con una mirada inteligente y sensible.
En Hugo, sin embargo, queda en pie una única obsesión: la mirada. Es que Scorsese sabe que la mirada es el centro del arte cinematográfico, y lo que hace aquí es prolongar esa obsesión hacia la manera en que miramos la pantalla de cine, ese artefacto de la revolución industrial que comenzó siendo una fábrica de sueños y que hoy apenas sirve para evadir la pesadilla del presente. Scorsese hace una apología a la mirada inocente del hombre frente a la pantalla, antes de la guerra mundial y el horror que Adorno describió en Auschwitz. ¿Es posible volver a ver cine de la forma en la lo ve el pequeño Hugo o de la manera en que lo concibió George Melies? Ya no. La televisión y su maquinaria publicitaria de la obscenidad, sumado a la anarquía de Internet, nos han hecho menos inocentes y nos han vuelto seres cínicos. ¿Y que es entonces esta película? En Taxi Driver, por citar un ejemplo, la mirada de Travis describía el estado putrefacto de la sociedad americana post Vietnam. En The Last Temptarion of Christ se ponía en debate la relación entre el Dios católico, el Gran Padre Ausente, y sus hijos. Cuesta comprender hacia dónde va Hugo, hacia donde apunta su pirotecnia visual y su pretendido homenaje a los pioneros del cine. Porque la película está llena de metáforas y símbolos que abren interrogantes inútiles, quizás demasiado obvios, quizás sin ninguna sentido mayor que la simple celebración de feria. Por momentos la visión del cine de Scorsese parece ser mística, religiosa, como si creer o no creer en la magia del séptimo arte fuera parecido al debate de Luke Skywalker entre dejarse llevar o no por el lado oscuro de la fuerza. La película elude toda problematización, toda pregunta, y la realidad es apenas mencionada, en un fuera de campo que se sabe buscado pero que termina generando un vacio de sentido que no articula el recorrido argumental. En algún momento, Melies explica las razones de su fracaso diciendo que los soldados volvieron de la guerra y ya no quisieron ver mis películas, las cosas que vieron no les permitieron disfrutar más de la fantasía. Esto, claro, es falso, o por lo menos una suposición que esta tomada de los pelos ya que Disney creció justamente en el periodo de post guerra, al igual que las grandes superproducciones evasivas de Hollywood. Quizás Melies, un emprendedor independiente, perdió la guerra contra los grandes estudios que comenzaban a constituirse y vio como su figura de mago-director comenzaba a ser reemplazada en Estados Unidos por la de empresario-productor. Claro que Scorsese nunca se plantea este problema, lo resuelve todo con magia, mas teniendo en cuenta que su propia película de presupuesto mastodóntico está siendo producida por la Paramount.
En algún ensayo de Sábato, creo que La Resistencia, recuerdo haber compartido con el escritor la estupefacción que le provocaba comprender que, a pesar de su larga y compleja vida, a pesar de los premios y de los hijos, ya viejo y algo senil no dejaba de recordarse en la niñez, andando en bicicleta por su barrio o jugando con amigos. Mi propio bisabuelo, inmigrante italiano con una vida dura y sacrificada, justo antes de morir recordaba sus días en Italia, la perenne felicidad de la niñez, esos momentos previos a la perdida de la inocencia. Sin dudas, creo que Scorsese ha hecho en esta película la misma operación, un recuerdo difuso y feliz sobre una época perdida, un voluntario escape de la realidad hacia un mundo de la infancia lleno de magia y amor por el cine de vaqueros que descubrió con su madre en los barrios bajos de New York. Cuando muera, supongo que tendremos que ver primero Hugo para luego caer en Taxi Driver o Ragging Bull y enfrentarnos, si, a la amarga realidad.
El problema de la mirada «inocente» del pequeño Hugo es que la idea de inocencia que maneja Scorsese en esta película es estereotipada. No es una mirada inocente la que ejerce, sino que representa el modo en que el cine americano post-spielberg filma la inocencia. Es por ende una inocencia industrial. En este sentido creo que Herzog, que también trata el asunto de la mirada inocente (La Cueva), busca una forma de filmar que retome (reintegre) el asombro de la primera mirada: no necesitamos un contraplano de una carita de nene asombrado para asombrarnos, porque la mirada de la cámara de Herzog en 3D produce tal extrañamiento que nos hace mirar las cosas de una manera inaudita. Y aún más: nos invita a pensar qué significa mirar.