LA MUJER SIN CABEZA

LA MUJER SIN CABEZA

por - Críticas
02 Sep, 2008 12:20 | comentarios

LA NIÑA SALTA

por Nicolás Prividera

En los últimos juegos olímpicos, la atleta rusa Elena Isinbaeva rompió el récord olímpico femenino de salto con garrocha: en su tercer intento logró saltar 4,95 metros, altura a la que había llevado el listón para superar su propio récord olímpico, establecido en Atenas hace cuatro años.(Su gran rival, Jennifer Stuczynski, falló en 4,85 metros, la altura que Isinbaeva logró saltar en su primer intento.) Cuando vi la desazón de sus competidoras volví a entender por qué cuando aparece alguien así en el horizonte, el resto de los que practican su actividad no pueden sino sentirse penosos Salieris. Ese odio (que genera en ciertos círculos quien inevitablemente los opaca) explica también la propagación del supuesto abucheo en Cannes a La mujer sin cabeza. Pues Lucrecia Martel siempre parece a punto de subir el listón y dejar al resto de su generación atrás. Y sin embargo… Hay algo abrumador en ese exceso de talento, como si hubiera llegado a un límite. Pero tal vez sólo sea el signo de un inminente salto hacia otra dirección.

1. La mujer sin cabeza parece cerrar un ciclo, volviendo al inicio cenagoso del que surgió su cine: se presiente un cambio de piel, una transformación, algo familiar pero extraño que se arrastra en las sombras, sin dejarse nombrar. Esa presencia de lo siniestro ya estaba también en sus títulos anteriores: La ciénaga (un espacio geográfico, social, mental) y La niña santa (una condición tan evanescente como material). En las tres películas se enuncia desde el título la apariencia de lo femenino y de lo fantástico, pero el género no se condensa nunca (no es «femenino» ni de «terror»), y esa es la economía política de sus films: el centro está elidido (es un sentido siempre puesto en cuestión), así como sus personajes son cautivos de fuerzas que los silencian.

2. Como en El desierto rojo de Antonioni, como en La muerte de un ciclista de Bardem (elidido en la primera, subrayado en la segunda), en el centro de La mujer sin cabeza hay un accidente que trastoca un orden aparente y deja al descubierto sus fisuras. Pero el pathos está inevitablemente mas cercano al de su contemporánea Paranoid Park (no en vano el foco sobre el protagonista recuerda el mismo procedimiento en Elephant, otra película emblemática de Gus Van Sant), aunque las películas de Martel no funcionan en base a los habituales planos-secuencia del cine contemporáneo, sino a través de una metódica imbricación de superficies (visuales y sonoras). Con la disciplina de quien entiende (más que muchos de sus coetáneos) que el cine es antes que nada el arte de componer los planos (un arte «de cámara», en el sentido mas musical de la palabra): La mujer sin cabeza nos recuerda a cada momento que el cine es, ante todo, una experiencia.

3. Las películas de Martel siempre rozan el horror, como efluvios del estilo lateral de Val Lewton: son pura sugestión (es decir: una exteriorización de lo imaginario). La elusión genera literal expectación: la sensación ominosa de que algo está por ocurrir (o que ya ocurrió, en algún momento oscuro e ignorado). En cierto modo, si buscáramos en ese territorio algún parentesco para La mujer sin cabeza, lo encontraríamos en una de las películas que redefinió el género: Rosemary’s baby, de Roman Polanski. Ahí también tenemos a una mujer supuestamente perturbada enfrentando una conspiración imperfecta, a la que finalmente se entrega. Si el terror siempre pone en escena una amenaza, el núcleo de un disturbio, en el mundo contemporáneo no hace mas que cambiar de signo: si antes venía del exterior, ahora lo hace del interior: Ese doble juego de tensiones (atracción-repulsión / interno-externo) define perfectamente el mundo cerrado de la trilogía salteña.

4. Martel pinta su aldea (Salta, Argentina) y a la vez, según el axioma de Tolstoi, nos entrega una visión del mundo. Y en el mismo movimiento muestra cómo bajo la superficie de ese aparente realismo se mueven otras corrientes, otras aguas más oscuras. Porque en el cine de Martel la realidad muestra las grietas de la apariencia. Tras lo cotidiano se adivina un constante malestar, un mundo al borde del estallido. ¿Realismo, fantástico, alegoría? Todo a un mismo tiempo: y esa múltiple capacidad de alusión es la que lo hace única (no sólo en el cine argentino, aunque dialogue particularmente con él).

5. En cierto modo, pareciera que La mujer sin cabeza no sólo clausura una etapa de su cine, sino que amenaza con llevarse por delante (como en su momento lo hizo La ciénaga) todo el «Nuevo Cine Argentino», cuyos temas agota llevándolos al límite: sea rozando la autorreflexión (como por ejemplo con el personaje de Ines Efron, que parece una involuntaria parodia del estereotipo de los adolescentes al borde) o enrareciendo su proverbial realismo (y en esto se ve su cualidad corrosiva: ya no podemos ver inocentemente el resto del NCA después de enfrentarnos al universo Martel): en La mujer sin cabeza aparece el mundo de los otros como espacio espectral (como si literalizara ese espacio informe que suele tener en el NCA), como si estuviera expiando sus culpas.

6. El cine de Lucrecia Martel nació con el síndrome Welles: La ciénaga era una opera prima perfecta, de una madurez infrecuente. En La mujer sin cabeza el domino total de su arte amenaza con volverlo superfluo (se trata esta vez del síndrome Eisenstein: el riesgo de la pura demostración de fuerzas): una gran virtuosismo técnico, un tour de force tras el cual uno empieza a preguntarse qué sentido tiene esa ejecución perfecta, si finalmente oculta una moraleja banal o no hace mas que decirnos lo que ya sabíamos. Y es que el mayor problema de La mujer sin cabeza es llegar a convertirse en película de tesis, en un doble sentido: como consecución de una parábola milimétricamente prevista y como brillante ejercicio de estilo para el aplauso. (Sin embargo no puedo dejar de rendirme ante su rigurosidad formal, tal vez porque mas allá del admirable desconcierto que genera en los espectadores, Lucrecia explicita en su última película un tema que me interesa demasiado: el modo en que una clase encubre su dominación, material y simbólica. El discreto encantamiento de la burguesía.)

7. La mujer sin cabeza es, al fin y al cabo, una gran lección de «diseño de imagen y sonido». No solo por aprovechar el scope para jugar magistralmente con todas las posibilidades del plano (fuera de campo, desenfoque, segundo plano) o por demostrar que el tiempo es, mas que un puro fluir, una cuestión de cadencia. La densidad de su lenguaje no es solo «cinematográfica»: el oído de Martel para la oralidad es algo excepcional en el cine argentino (y solo comparable al trabajo de escritores como Manuel Puig, que han hecho de la exploración del habla popular toda una literatura). «No pasa nada», repite alguien en un momento nada trivial: esa frase, que podría resumir la impronta insignificante de cierto cine contemporáneo, es lo que estalla silenciosamente en el sutil universo de Lucrecia. Porque mientras nada parece pasar, algo acecha en lo profundo: el miedo al derrumbe de lo establecido. Martel filma el invisible temor corporativo, el omnipresente régimen introyectado. Y su proyectada versión de El eternauta es en ese sentido un desafío renovado: cómo seguir eludiendo el terror explícito para mostrar su continuo rumor, la amenaza de su silenciosa invasión. Sea como sea, parece el comienzo de otras inquisiciones. Bienvenido sea el salto.

FOTOS: 1) fotograma de La mujer sin cabeza; 2) Lucrecia Martel.

Copyleft 2008 / Nicolás Prividera