LA QUIETUD
En la primera secuencia de la película se muestra no solamente la laboriosa puesta en escena de Pablo Trapero – a la que ya nos tiene acostumbrados- sino la magnificencia aparente de una clase social alta, del imaginario de una burguesía que tiene muchos más silencios que palabras dichas. En esta secuencia, los primeros planos de Mia –Marina Guzmán- en su auto, conduciendo (gesto que será recurrente en la película) y el seguimiento demasiado cercano de la cámara la muestran como el punto de vista desde donde se narrará. La cámara la sigue de frente hasta que atravesamos la tranquera- que esconde del otro lado todo un mundo de silencios y secretos- y luego entramos con Mia en ese caserón llamado La Quietud atravesando largos pasillos y algunos vericuetos. Este travelling laberíntico es premonitorio en tanto se muestra la dinámica en la que el espectador recibirá la información. La matriz narrativa de La Quietud es esa: un camino laberintico a recorrer, con un centro que se descentra a veces, que se descalibra otras. Así, la película aparece un poco desbalanceada en su narración. El final circunscripto a la revelación de una verdad oculta por parte de Esmeralda – la madre de Mia y de Eugenia, la esposa del hombre que vegeta en su cama, la gran Graciela Borges- se hace esperar demasiado (o llega sin una medida elaboración del mismo). Hay algo de artificio en el relato que la separan del registro más natural o más realista de otras de las películas de Trapero como Carancho o Elefante blanco; algo que desestabiliza el relato produciendo algunos giros abruptos que tendrán su resolución cuando la madre decida ejercer el don de la palabra frente a un tribunal.
La Quietud, Argentina, 2018
Dirigida por Pablo Trapero. Escrita por P. Trapero y Alberto Rojas Apel
Mientras Mia y Eugenia comparten demasiadas cosas, Esmeralda es la figura magistral de un matriarcado que se va disolviendo de a poco, quien ejerce el poder desde lo profundo de esa mansión inabarcable, expresando a Mia demasiado rechazo y oposición. La madre es el centro sobre el que gravita la película, es ella la que hace avanzar el relato con sus comentarios hirientes hacia Mia y sus gestos amorosos hacia Eugenia; tiene el cetro de la verdad, lo dice directamente. En cierta medida, su respiración ahogada y profunda marca con precisión el ritmo espasmódico de la película. Su recorrido por la casa vestida con una bata sugiere tanto una especie de vestido de novia desvaído o de reina destronada; sus cigarrillos fumados en boquilla a escondidas y sus copas de vino bebidas de a sorbos, como también la campanilla sibilante con la que llama a la mucama reúnen algunos detalles que delinean no solo un matriarcado brutal y violento, sino una clase social que se ha construido sobre un laberinto de falsedades y silencios.
Hay una marca de autor en La Quietud no solo se verifica en la cuidada puesta en escena, sino también en los materiales que elige Trapero para disponerlos en la narración. La familia como centro endoscópico de una sociedad en quiebre es también el nudo desde donde se ata El clan, Familia Rodante, la poco considerada Nacido y criado, incluso la genial Mundo Grúa. El orden de lo familiar pensado como grupo endógeno y carne de diván, donde la violencia resplandece y se ejerce con demagogia y arbitrariedad, donde las heridas – reales o simbólicas- son demasiado profundas.
A diferencia de las películas precedentes, La Quietud es una película de mujeres (en familia). Aquí están las mujeres con poder y sin poder, las que son madres e hijas, las que también pueden ser hermanas como esposas. Son mujeres que mandan y ahogan a los hombres (literal y metafóricamente), mujeres lastimadas y heridas, mujeres sexuales. Es asimismo un film de mujeres que son vengativas y amorosas, cuerpos de mujeres que se amontonan en una cama, en un revoltijo de manos y bocas y sexo. La Quietud es un film de mujeres en tensión, donde la violencia se articula en la palabra y por la administración perspicaz de los silencios. En este film de Trapero las hermanas son demasiado parecidas físicamente, similitud que dispara asociaciones y juegos demasiados peligrosos: la identidad, la sexualidad y el afecto se ponen a prueba, y al espectador también.
El film establece, además, una relación entre cuerpo y lugar. El mapa geográfico sobre el que mueve La quietud es el caserón donde los cuerpos de las mujeres recorren pasillos, se meten en camas propias y ajenas, comen alrededor de una mesa mientras la madre ocupa siempre la cabecera. Topología del poder, las mujeres demandan, los hombres cumplen y se transforman en muertos vivientes como el padre, o en suplicantes como el hijo del escribano o también en cornudos como sucede con la pareja de Eugenia.
Esta vez, marcadamente, Trapero se desvía del universo de los patriarcados, como sucedía en El clan, y se aventura al espacio de lo femenino, con sus laberintos de susurros, secretos, miradas cómplices, sonrisas compartidas y violencia doméstica. Es un mundo lejano para los hombres, un cosmos que sí había mirado en Leonera, aunque ese intento era parecido, pero bajo otro gesto estético y conceptual. En aquella película el personaje que también interpretada Martina Guzmán se introducía en un espacio ajeno, no conocido, donde la mirada masculina era preeminente. En La quietud la mirada es esencialmente femenina: Mia, su hermana Eugenia y la madre Esmeralda – incluso el ama de llaves – constituyen un clan de otra naturaleza; también son leonas, pero legislan donde viven; es el lugar doméstico asociado habitualmente a las mujeres.
Quizá en este desvío consciente de Trapero se encuentre el punto más interesante de La Quietud, un indicio de que algo puede estar cambiando en su cine, un desvío en consonancia con la época, en la que la mirada femenina es en sí un gesto político y a su vez conlleva a un desafío estético. Aquí hay gesto más que interesante para un realizador que ha filmado casi siempre la vida de los hombres
Marcela Gamberini / Copyleft 2018
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