LICORICE PIZZA

LICORICE PIZZA

por - Críticas
31 Ene, 2022 12:46 | comentarios
Tal como con Phantom Thread, Licorice Pizza no tuvo ninguna proyección en un festival de cine antes de su estreno. La lógica contemporánea de première mundial en grandes festivales como instancia de cosecha de críticas, laureles, prensa y flashes se ve reemplazada por otra idea donde se adivina un acercamiento a lo popular: un título y un público que se une simultáneamente el día de estreno en diferentes salas.

Sin sueños, con planes

Ella tiene veinticinco, él quince, vayamos al promedio: amor a los veinte años. Apenas un puñado de planos componen la primera secuencia de Licorice Pizza: de una explosión de pirotecnia en el baño de una escuela se pasa al primer encuentro entre los dos jóvenes protagonistas. En ese estallido que se convierte en una danza de seducción entre cámara, música y diálogos veladamente incisivos entre Gary, un enérgico actor adolescente dado para los negocios, y Alana, una joven trabajadora cansada de la aplastante monotonía de su vida, se cifra todo un programa estético e ideológico. Con este nuevo largometraje ubicado en el San Fernando Valley y el Hollywood de principios de los años 70, Paul Thomas Anderson suma una nueva obra a un corpus de películas que hace años reimagina y problematiza sobre distintas variaciones del deseo y el amor. Nadie elige de quién enamorarse, pero mucho menos elige cómo. Siguiendo aquella idea que instaura que toda escena importante lleva consigo, adjunta antes o después, una escena menor, aparentemente insignificante, pero silenciosamente tan relevante como la principal, Licorice Pizza hace de la seducción y el deseo un campo minado.

En sentido estético, material e ideológico, una noción de horizontalidad recorre todo el film de Anderson: atravesando las aventuras que los jóvenes viven a lo largo del film, que se suceden como cuentos de una antología o entregas de un folletín, la morfología llana, ancha y amplia de la gran ciudad californiana se traslada a la pantalla. Pero no se trata únicamente de una relación urbano-cinematográfica. Si es correcto afirmar que algunos de los términos y condiciones del sinuoso tránsito amoroso implican un constante movimiento entre las distancias, un abrazo que es al mismo tiempo trecho e imposibilidad, un reconocimiento del otro en su independencia e igualdad, y, principalmente, un pacto donde se pretende recibir y dar, de igual a igual, a la misma altura; entonces, las prodigiosas puestas de cámara desplegadas, los abundantes travellings laterales, los paneos o los movimientos circulares aparecen como el modelado del espacio de la fertilidad del deseo, es decir: la horizontalidad. Licorice Pizza toma la seducción como puesta en escena del deseo y a este como motor del amor.

El metier de Anderson parece ser la revisión de los grandes géneros clásicos hollywoodenses: se pueden pensar elementos del western en There Will Be Blood The Master, en una adscripción al film noir en Inherent Vice o en coqueteos con el melodrama en Phantom Thread. Con Licorice Pizza llega el turno de la screwball comedy, o, mejor, de su bien bautizado subgénero: la comedia de rematrimonio. Sobre el primer encuentro entre los jóvenes se impone una ley, una moral arraigada en la diferencia de edad que sella un impedimento, una distancia y hace de esa evidente seducción mutua un elemento prohibido. Paso a paso, pero ante todo tropiezo en tropiezo, la joven pareja se dedica a reparar progresivamente esa distancia y repactar implícitamente su relación. Un abrazo reflejado en las puertas de una comisaría sintetiza la inmutable fragilidad de lo amoroso. Pero aquí los caracteres del género se deforman: no hay un ingenuo Cary Grant o una aniñada Claudette Colbert, sino que los jóvenes toman un maduro protagonismo. La fórmula genérica atisba una inversión que hace de los jóvenes hombres y mujeres de negocios, entrepeneurs y personas deseantes. Su camino de aprendizaje no es el de asumir una adultez, sino el de abrazar un deseo velado. Mientras tanto, en el film, los mayores, y especialmente aquellos adultos relacionados a la industria hollywoodense, se aferran a caprichos aniñados que dibujan una parodia. 

Licorice Pizza se para ambivalentemente frente a la época que retrata; si bien no es un film de la nostalgia que magnifica brillos de los ya excesivamente melancolizados 70 estadounidenses, Anderson se engolosina con los materiales dispuestos e incurre en excesos, principalmente musicales. Por el peso propio que acarrean como obras autónomas y reconocibles, en algunos momentos del film la pertinente pero extendida musicalización con hits populares deja sin respiración a aquellas imágenes y sonidos que aparecen por primera vez para el espectador. Pero todo derroche se ve equilibrado por una distancia y una voluntad de no solemnizar la época o celebrar a las pasadas figuras totémicas del showbiz: el film no baila junto a Lucille Ball (le da un coscorrón, incluso), como tampoco se reverencia ante los personajes que invocan al actor William Holden y al director Mark Robson. De hecho, Anderson caricaturiza en ellos una tradición cristalizada y entregada a un permanente retorno al pasado como mera cita. Materializado en las anécdotas vacías de quien invita a una joven mujer a un bar para monologar y asumido en decepcionantes recreaciones de escenas de viejos éxitos de taquilla, en ellos se dibuja un tiempo pretérito repetido como farsa. No hay conexión intergeneracional posible en este desbalance, no hay igual a igual entre Alana y Gary con aquel quieto museo, como así tampoco unión posible con su poco feliz remake setentista, más mercantilizada y más pasada de rosca, encarnada en un Jon Peters personificado por un Bradley Cooper salido de otra película. Solo el novio también prohibido de Joel Wachs, un candidato a alcalde de Los Ángeles para quien Alana trabaja en un intento de encontrarse a sí misma mientras toma distancia de Gary, parece hablar el mismo idioma que ella y el quinceañero. La joven pareja se mueve en dirección contraria al mundo que la rodea: si ellos son la horizontalidad, el resto pertenece a la inequidad, al egoísmo, al dominio de la verticalidad. 

En Licorice Pizza el carácter verídico de las anécdotas narradas carece de mayor importancia, el pasado se configura como un espacio mítico en donde todo pudo haber sido. Pero donde algunos realizadores vuelven al pasado para oficiar de redentores, Anderson, en lugar de buscar soluciones con el diario del lunes, extrae del pasado una idea para el presente: aun en tiempos de cambios culturales, políticos o hasta geológicos, siempre hay un resquicio para el amor.

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Licorice Pizza, Estados Unidos, 2021

Escrita y dirigida por Paul Thoms Anderson.

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Tomás Guarnaccia / Copyleft 2022