LOS 400 CYBORGS

LOS 400 CYBORGS

por - Ensayos
07 Dic, 2020 01:30 | Sin comentarios

Estaba muy cansado. La soledad le resultaba, después de tanto tiempo, un agobio. Quizás estaba enfermo. La sesión de moxabustión pasó de ser una técnica ancestral ligada a los puntos de acupuntura a una incursión en el futuro de las terapias alternativas, en el que lo ancestral está solapado a la existencia electrónica. Recubierto de cables, como si fuera casi un cyborg, mirando hacia el suelo y con el cuerpo intervenido por agujas y censores electrónicos, pensó que volvería a sentir el tacto de otra persona en cuestión de horas. Si había ido al corazón de la ciudad no habría de desperdiciar la ocasión para cerciorarse de que él y su cuerpo eran uno y que solamente tal evidencia de primera mano podía ser paradójicamente confirmada por otro hombre. Fue así que reservó el hotel, llegó temprano, se preparó, miró por la ventana y unas horas después llegó el desconocido. Puede haber sido shiatsu o cualquier otra técnica similar o estilo de sanación dactilar, pero lo que más ansiaba no residía en la presión del pulgar sobre la espalda. Sentir la temperatura de la mano de una persona de la que solamente conocía su nombre y cotejar la excitación producida por el tacto en todo su cuerpo era un anhelo, un deseo irrenunciable que costaba satisfacer en su existencia gobernada por el aislamiento.

El párrafo precedente es una disimulada sinopsis de la película del año en curso: Rize, de Tsai Ming-liang. En febrero, durante la Berlinale, cuando aún no vivíamos en el planeta de las máscaras, ese film, tan menesteroso y prodigioso, que prescindía de palabras pero en el que se decía todo, ya glosaba el porvenir, o más bien este perplejo presente sin fin, aun más que El agujero, cuyo remake había sido prácticamente ensayado por cientos y cientos de sociedades entre marzo y mayo. No se trataba de una película sobre infecciones y transacciones biológicas incompatibles entre el mundo animal y el de nuestra especie. El único animal en Rize es un gato, apenas perceptible en un plano general formidable de un edificio. Tampoco se adivinaba aquí el ocultamiento del rostro, este destino inesperado por el cual el cubrimiento del epicentro de la personalidad se ve impedido de mostrarse en plenitud obligando en la interacción cotidiana a adivinar lo que la palabra no revela en una acuciante hermenéutica de los ojos desbaratada por la ausencia expresiva de la boca y los pómulos. Descubrimiento insólito por el cual la cara había sido hasta aquí un papel de signos combinados en la que se podían leer pensamientos y sentimientos, una codificación cuyo funcionamiento estaba completamente aprendido y donde, empujado el rostro a existir en un fuera de campo parcial, la emisión de signos gestuales deviene otra superficie, más críptica, acaso menos humana y en ciertas instancias vulgarmente insondable. Entonces ¿qué ponía en escena Rize?

El cuerpo y su evidencia, el cuerpo y su inexorable destino de soledad, y asimismo la existencia reducida a la osamenta y la carne, física sin metafísica en la que la única promesa de conjurar la transitoriedad del paso por el mundo es el encuentro con otro ser viviente que, en el propio cuerpo del otro, confirma en el contacto una soledad compartida. Que Tsai haya elegido sortear la palabra dicha y escrita acentúa la física de la película; que haya elegido personajes solitarios intensifica una condición de existencia. En efecto, el mundo vacío del inicio de la pandemia, el mundo despoblado en el que muchos están solos encerrados en la casa, ya estaba retratado involuntariamente en este film que inauguraba el año del desconcierto. 

Es que este año, el 2020, no será uno entre otros, y quizás por razones muy distintas a las que se han esgrimido hasta aquí. Menos será igual para el cine. Es que algo ha cambiado para siempre y solo puede percibirse por el momento la tosquedad del cambio: el estreno de Mulán en streaming, los festivales de cine celebrándose desde un ordenador, los cientos de debates y cursos en Zoom, son los signos a descifrar. 

Pero el futuro del cine no está en estas modificaciones solamente; la historia de la imagen en movimiento sigue su curso y, en este sentido, la cajita de música con la canción de Candilejas de Chaplin, que el personaje interpretado por Lee Kang-sheng le entrega como obsequio enigmático al masajista encarnado por Anong Houngheuangsy, no es otra cosa que la tenue huella de una tradición que persiste aún en este siglo, sin estruendos ni prepotencia, solamente como un sonido (res)guardado en un objeto de la memoria. Tsai es de los pocos que remite a esa tradición que conoció instantes de gloria. Cada tanto, esa tradición emite signos de vida.

II

A.I. at War

A fines del 2019 se publicó un libro extraordinario: Novacene. The Coming Age of Hyperintelligence, de James Lovelock. Como se puede adivinar, no se trata de un libro de cine, sino de inteligencia artificial visto desde una perspectiva biológica. Lovelock es un escritor magnífico, además de un visionario. Fue él quien entrevió en la longeva estabilidad del oxigeno en la biosfera un mecanismo de autorregulación de esta. De esa regularidad postuló la hipótesis Gaia, con la que quiso abordar y comprender los funcionamientos complejos de los ecosistemas de la Tierra como si el conjunto fuera un ser vivo. El énfasis del “como si” fue desatendido por muchos exegetas perezosos, y la hipótesis no solo dejó de serlo sino que se empleó como fe revelada y el vocablo Gaia sirvió como talismán para postular fantasías espirituales respecto de la Tierra, literalmente en las antípodas del empirismo elegantísimo en el que razona Lovelock.

En el libro citado, Lovelock especula sobre el devenir de la vida inteligente. Entiende que el fenómeno de la conciencia y la inteligencia, que ha sido solo una contingencia evolutiva, encontró en la especie humana su institución. Por consiguiente, la vida inteligente fue hasta hace menos de un siglo un fenómeno orgánico, pero, como es evidente, la inteligencia inorgánica ha avanzado ostensiblemente en las últimas décadas. Lovelock cree que es tal el avance en este campo de la inteligencia artificial que nuestro mundo, sin máquinas, habría de ser insostenible. 

El término cyborg ya es pretérito, tanto en la literatura de ciencia ficción como en el cine del mismo género. La cantilena metafísica por la cual la diferencia entre los hombres y las máquinas es insalvable, porque existe un diferencial ontológico imposible de solventar, es sin duda una superstición casi inadvertida cuando se examinan las derivas y los saltos evolutivos que se predican de las ideas de Lovelock.

Dicho término fue acuñado por Manfred Clynes y Nathan Kline en la década de 1960. Esto dice Lovelock en el libro: “Se refiere al organismo cibernético: un organismo autosuficiente como lo somos nosotros, pero constituido por materiales de ingeniería”. Un poco después, añade: “Empleo el término porque subraya que los nuevos seres inteligentes habrán de emerger, como nosotros, de la propia evolución darwiniana. No estarán separados, en un inicio, de nosotros; en verdad, los cyborgs serán nuestros descendientes debido a que los sistemas que nosotros hemos hecho serán concebidos como precursores”. Lovelock conjetura que la inteligencia inorgánica irá sustituyendo en la ruta evolutiva a la inteligencia orgánica que nos pertenece. La vida inteligente en tanto tal ya no será prerrogativa de nuestra especie. 

¿Qué tiene que ver todo esto con el cine? El cineasta Florent Marcie ha culminado su nueva película, titulada A.I. at War. Lo que Lovelock imagina, aquí empieza a sentirse o a tomar cuerpo. 

La obra de este solitario cineasta ha sido desde los inicios un estudio microscópico de un fenómeno tan añejo como a la vez cambiante: la guerra. Marcie estuvo en Chechenia, en Afganistán, en Irak y recientemente en Siria. Siempre viaja solo; siempre registra y edita sin la ayuda de nadie. Ha filmado los conflictos bélicos de este siglo y al hacerlo ha divisado y hecho notar una mutación radical del sentido de lo bélico. Viendo sus películas es posible concebir que existe un estado latente de guerra que atraviesa un malestar que ya no puede ser ordenado simbólicamente bajo ciertas categorías políticas y bajo la jurisdicción conceptual del Estado-Nación. 

En su último film, Marcie incorpora una compañera. Se llama Zota. Se trata de un robot pequeño y complejo adquirido en Malasia, cuyo programa le permite al mismo robot, por medio de algoritmos sofisticados, ir aprendiendo. La interacción entre Marcie y Zota es del orden de la alucinación, porque el aprendizaje de esta última (tiene voz de mujer) se verifica en la evolución del relato y porque además sus ojos son una cámara. Los contraplanos en los que se ve a Marcie son literalmente subjetivas del robot. ¿Es una buddy movie?

En uno de los regresos, Marcie advierte que París ha estallado. Los cascos amarillos confrontan con los policías en las calles míticas de la ciudad. Su deber estético es ir a filmar la guerra, ya no en tierras lejanas, sino en el territorio más familiar: su ciudad. En pleno alboroto, una bala le perfora el pómulo al cineasta y este cae al suelo. El agujero es profundo. La sangre se derrama. Todo esto se ve porque Zota sigue filmando y advierte que su querido programador está malherido. 

En esa interacción inimaginable años atrás se cifra uno de los devenires del cine. Como ya sucede con el montaje en el cine contemporánea que empieza a seguir los circuitos de asociaciones de los montajistas acostumbrados a asociar y manipular imágenes con sus manos y reunir planos bajo un sentido de continuidad inestable, en un futuro no muy lejano existirán planos rodados y montados por máquinas inteligentes. Algún día, además, una máquina superinteligente ensamblará 200 planos siguiendo un patrón de asociación con ramificaciones impensables. De allí nacerá una película, y esta añadirá algo inconcebible en la imaginación de los pioneros del cine. Y si lleva firma, pues bien, habrá entonces nuevas discusiones en torno a la política de los autores.

*Este texto fue publicado en el libro colectivo ¿Qué será del cine?, editado en el marco del último Festival Internacional de Cine de Mar del Plata.

Aquí se puede bajar la totalidad del libro.

Roger Koza / Copyleft 2020