LOS ESPECTROS DE FONTÁN
por Roger Koza
Gilberto Pérez, uno de los críticos más lúcidos de nuestro tiempo, en The Material Ghost, uno de los libros más hermosos sobre cine de todos los tiempos (cuyo título podría funcionar como un lema perfecto para sintetizar el cine de Gustavo Fontán), escribe: “El proyector, la linterna mágica, le da vida a la huella de luz a través de su propia luz, traslada una impresión de vida a una nueva vida en la pantalla. La imagen en la pantalla guarda algo del mundo, algo material, y no obstante se trata de algo transpuesto, transformado en otro mundo: el espectro material”.
Después de Donde cae el sol (2003), una heterodoxa película costumbrista, y algunos mediometrajes ligados a figuras de la literatura, un interés aún vigente en el cine de Fontán, será El árbol (2006) el punto de inflexión de una obra que desde entonces se fue radicalizando en su poética, al margen del imperativo narrativo que predomina en el cine contemporáneo y apostando a la percepción como centro de gravedad de su poética. Una película de Fontán propone siempre una experiencia sensible; los actos de ver y escuchar se sustraen de la exigencia constante de interpretar. El cine no es aquí un argumento; por la fuerza material de las imágenes y sonidos, las operaciones cognitivas que se ponen en juego están más próximas a una forma de recepción relacionada con la poesía. La poética cinematográfica de Fontán está en consonancia con ciertos modos de organización de signos propios de algunos poetas; como el propio director demostró en su extraordinaria La orilla que se abisma (2007), no pasaba por encontrar una opción bonita y “poética” para ilustrar los versos de Juan L. Ortiz sino más bien por traducirlos en planos. Apelando al desenfoque y a un particular trabajo de ensueño a través del sonido, Fontán inventaba una suerte de impresionismo cinematográfico que hacía visible la cosmovisión del gran poeta entrerriano.
En La madre (2009) y Elegía de abril (2010) Fontán intentó combinar la abstracción poética de sus películas con una discreta vocación narrativa. En el primer caso, se trataba de hacer sentir, a partir de una lógica de registro inestable y enrarecida, la endeble vida emocional de una madre y la angustia concomitante de su hijo. Este drama edípico tardío, filmado con una delicadeza extrema, ha sido hasta el momento el film en el que funciona mejor esa exigencia propia de libretistas llamada argumento. En el segundo caso, Fontán vuelve a la casa de El árbol. Un viejo libro de poesía del abuelo del director provoca un conflicto familiar circunspecto pero no menos violento que los dramas convencionales en los que se ventilan los secretos de una familia. A mitad del film, los dos personajes principales, que se interpretan a sí mismos y que son familiares directos de Fontán, abandonan la película y son reemplazados por actores profesionales. La madre de Fontán, literalmente, expresa su fastidio de estar en la película. Esta reflexividad está impuesta desde un principio, porque el problema de la representación y la ficción está incorporado a la puesta en escena a partir de dos registros: el de la propia película y el que realiza el hijo de Fontán, como si hubiera una duplicación doméstica de la película. Los últimos 20 minutos de Elegía de abril destituyen esa fractura entre la película y su doble casero cuando todo el espacio doméstico empieza a sufrir un enrarecimiento, un devenir fantasma: los objetos, las ventanas y las puertas adquieren un protagonismo insólito e inesperado; lo real como tal pierde sus referencias inmediatas.
Esa posesión misteriosa que tenía lugar en Elegía de abril, en la que los entes inanimados de un espacio doméstico específico invadían el campo visual (y sonoro), es fundamentalmente el concepto desplegado a lo largo de los 60 minutos de La casa, una de las grandes películas de Fontán. El hogar es la materia de la memoria: resguarda una historia en común. Las baldosas, las paredes, los objetos, las ventanas todavía mantienen las impresiones y las huellas de quienes vivieron ahí. No se trata estrictamente de un animismo poético, pero en cierta forma los objetos tienen aquí una existencia que no se define por su utilidad. Hay una secuencia magistral en la que se ve borrosamente una fiesta de cumpleaños. Los padres, los hijos, los abuelos están reunidos en el living. ¿Son muertos? ¿Son recuerdos materializados frente a la inminente destrucción de la casa? Lo espectral de la escena adquiere un costado alucinatorio, en parte debido a un juego de fragmentación del registro: lo real, filmado a través de un espejo destruido, se transfigura visualmente en partículas yuxtapuestas, como si la configuración material de la realidad fuera cubista.
Esta física de imágenes y empirismo sonoro destinada a convocar espectros alcanza su mayor perfeccionamiento en El rostro. Un hombre llega en un bote a una zona costera de Entre Ríos. No se sabe muy bien qué busca. En cierto momento, el hombre en cuestión parece quedar en fuera de campo (si lo que vemos no es una subjetiva). Por un largo tiempo, el ecosistema en su conjunto se apodera de la película: el río, la vegetación, los animales. La película, lentamente, se va transformando en una experiencia sonora y visual. ¿Un film trance?
La indeterminación de lo que se ve y se escucha va preparando un encuentro. Los rostros serán visibles al final. ¿Quiénes son? Puede ser que un muerto se encuentre con los vivos o viceversa. Tal vez se trate de una gran escena onírica. Saber qué está sucediendo es lo de menos. La única certeza es que aquí el acto de percibir una imagen y un sonido se desmarca del placer rutinario de la realidad anabólica del 3D y de la fragmentación sonora del 5.1. En las películas de Fontán, el espectador puede volver a sentir y vislumbrar el extrañamiento que vivieron nuestros antepasados cuando se enfrentaron por primera vez a una imagen en movimiento. Contemplaban un mundo fantasma, pletórico de espectros que jugaban a conjurar la irreversibilidad del tiempo.
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Roger Koza: El rostro es una película en la que toda tu poética parece haber conquistado un equilibrio en todos sus órdenes. Mirando tu carrera retrospectivamente la impresión es que algo sucedió en tu cine en el momento que hiciste El árbol. ¿Qué fue lo que empezaste a buscar en esta película?
Gustavo Fontán: La pregunta que formulás me lleva a pensar en un documental, anterior a El árbol, que filmé enel 2002, El paisaje invisible, sobre el poeta Jorge Calvetti. Calvetti estaba muy enfermo y, desde su departamento de Buenos Aires, evocaba el Maymará de su infancia, en la provincia de Jujuy. Habíamos terminado ya todo lo que queríamos filmar con él, cuando tuvo un gesto que no entendí en ese momento: me dio la llave de su casa y me dijo: “Fontán, vaya a Maymará”. No me interesaba ir a filmar la casa de Calvetti como un documento, como una referencia, entonces le pregunté por qué él creía que yo tenía que ir. Y simplemente me dijo: “Vaya a mirar”.
Dice Calvetti en El paisaje invisible: “Unos vuelven, muchos vuelven, y están contentos con el paisaje que se ve. Pero yo estoy contento con el paisaje que no se ve, pero se siente”. Ese fue un viaje iniciático. Fuimos a mirar lo que no se ve pero se siente. En ese momento, eso era para nosotros el silencio, el polvo y la luz que estaban inscriptos en el rostro y la memoria de Calvetti. Ese territorio de la percepción, una espesura de la imagen fundada en lo sensible. Algo de esta idea me atravesó: la imagen debe proponer una tensión entre lo visible y lo invisible.
Respondiendo a tu pregunta, a partir de El árbol, retomo y llevo hasta las últimas consecuencias estas ideas y cambio las estrategias de realización. El guión dejó de ser para mí una escritura completa, un diseño para ser realizado y se transformó en un conjunto de dispositivos para dialogar con lo real. La escritura se pobló de intersticios que empezaron a ser llenados por aquello descubierto durante el rodaje –cuerpos, objetos, luces, sombras-. En otras palabras, las decisiones de organización del relato en un guión implicaron desde ese momento la necesidad de mirar el mundo, de sustraer del mundo las imágenes que profundizaran el sentido.
RK: En tu cine hay un conjunto de motivos conceptuales que se repiten: una fenomenología del tiempo (El árbol), una obstinación por trasmutar la poesía de Juan L. Ortiz en plano cinematográfico (La orilla que se abisma), una obsesión por capturar la vida secreta y fantasmal del espacio doméstico (Elegía de abril y La casa). ¿Por qué te interesan estos temas y cómo creés que el cine sirve para dar cuenta de esas experiencias (porque no es la pulsión del relato lo que pone en movimiento tus imágenes)?
GF: Antes que nada, quisiera detenerme un momento en una palabra de tu pregunta, la palabra “experiencia”. La experiencia no es un pensar en el mundo, sino que, en principio, es la certeza sensible de un estar en el mundo y de formar parte de algo que nos excede. Uno sale siempre alterado de la experiencia; hay algo que nos impregna, una duración de lo otro en nosotros, que es siempre el origen de un nuevo conocimiento.
Lo que entiendo, además, es que la experiencia no es necesariamente el contacto con aquello inmensamente lejano; es, por el contrario, la inmersión en lo contiguo. La revelación que nace en su vientre es insignificante en apariencia. No son verdades dogmáticas o paradigmas filosóficos. Lo que vemos es el rostro (velado/desvelado en la experiencia) del mundo cotidiano. Vemos en las fisuras de lo familiar, en el hueco de nuestros prejuicios. Entiendo el cine, el que me interesa hacer, como el intento (imposible) de restituir en una visión esa experiencia para el otro. ¿Puede haber sobre el mundo una mirada más o menos inocente, como si miráramos por primera vez? ¿Puede el plano, en esa inocencia, registrar un perro, un bote, el agua, un cuerpo, en una expresión simple, cruda? Como dije antes, a partir de El árbol, el guión fue una estructura abierta al diálogo con lo real. Creo en esa belleza imperfecta que surge del contacto con las cosas. Creo que el lenguaje se reinventa cada vez para transformar esas astillas del mundo en una visión.
RK: Lo primero que se descubre en El rostro es la postergación deliberada de filmar las caras de los hombres y los niños, que aparecerán en el último tramo. ¿Por qué el título de la película cuando el ecosistema litoraleño tiene un papel protagónico? ¿Qué hubiera cambiado si se llamaba El río?
GF: En realidad, diría que en El rostro no hay ningún elemento, en tanto organizador del sentido, que pueda considerarse central. El concepto del rostro está pensado como aquello que está por detrás de una cara, ese conjunto de rasgos y de huellas, que siempre implican un trabajo develarlos.
Alguna vez escribiste sobre El rostro lo siguiente: “…la aproximación al rostro es una evidencia conquistada de a poco”. Sí, así es. La idea era que el mundo del relato se derramara a partir de la presencia del hombre. Que fuera su llegada la que restituyera el mundo y que eso no fuera inmediato. Ese era el devenir que buscábamos. Las cosas, los animales, el rancho, los otros, son generados por esa presencia del hombre. Por eso el presente es un instante que acumula otros tiempos. El devenir no es un viaje lineal, aunque a veces lo parezca, sino la lenta apropiación de una subjetividad y una mirada. Somos, en el final, el que mira. En un momento, al comienzo del rodaje, nos preguntamos algo así:¿será posible que la película sea la tierra donde germinen algunos objetos, algunos sonidos, un conjunto de acciones que se deslicen desde el fondo del tiempo? ¿Podemos pensar el rostro –El rostro– como ese lugar donde se despliegan instantes robados al tiempo, en un nuevo presente, fisuras en el devenir, para un regocijo luminoso? No teníamos respuesta, aunque sí sabíamos que si existía esa posibilidad solo podía estar ligada al ámbito de la intuición y lo sensible.
RK: El rostro es una película holográfica respecto de tu obra. Todos tus intereses parecen desplegados. Por ejemplo, el tiempo. La película promueve un trance perceptivo general. No sabemos muy bien en qué tiempo sucede lo que vemos y, sobre todo a partir de la irrupción del sonido, la experiencia perceptiva descentra las referencias. ¿Cómo concebiste el sonido y qué función cumple en el film?
GF: Yo creo que el lenguaje se reinventa en cada película. Entiendo que el uso de cada uno de los elementos que conforman ese lenguaje debería obedecer a la necesidad de aquello que se intenta explorar. El tiempo en El rostro no es lineal: el presente contiene a los pasados. El relato es una deriva en el tiempo, como si hubiera una acción de la memoria, alguna memoria posible, que nos ofrece un tiempo desligado de la cronología.
En ese sentido, el sonido debía accionar de acuerdo a esa idea: su temporalidad, la de la imagen sonora, no tenía que coincidir exactamente con la temporalidad de la imagen visual. Son parte del mismo mundo pero están descentradas, como vos decís, porque no hay un centro en un sentido cronológico. No hay línea de tiempo, hay un remolino. Ese tiempo es el aquí y ahora, pero a su vez es su abismo. Sin tierra firme, no existe un lenguaje que nos libere del desconcierto.
RK: A mi entender, todas tus películas nacen de dos cosas: el encuentro con un lugar y la elaboración de un principio poético que orquestará la totalidad de la película. ¿Qué significa un principio poético y qué implica leer un lugar para el tipo de cine que hacés?
GF: Hace tiempo que estoy convencido de que para cada película tengo que encontrar un principio poético, una idea motriz, cinética, de la acción del lenguaje en su división en áreas. Por ejemplo en La orilla que se abisma, tomamos una frase de Juan L Ortiz: “Se trata de cierto sentido brumoso que disuelve el contorno de las cosas para hacer sentir la unidad viviente”. Mirábamos el paisaje que Ortiz había mirado, pero lo hacíamos a partir o a través de esa idea rectora. En La casa, el principio poético fue lo fantasmal, y lo entendíamos como tensión entre algo que está presente y se fuga al mismo tiempo, tensión entre lo que se muestra y se desvanece. Entiendo que el principio poético debe poseer una doble cualidad: ser a la vez concreto y abierto. Lo suficientemente concreto para no dispersarnos y lo suficientemente abierto para no caer en la ilustración. Debe darle movimiento direccionado al acto creativo (siempre colectivo) de realizar una película.
Decía antes que concibo el guión como una estructura para dialogar con lo real. Ese conjunto de dispositivos que podemos llamar ficcionales -estructura, historia, conflictos- está pensado para que sea llenado y desbordado por espacios, objetos, cuerpos, del mundo real. Por ejemplo, en las tres películas de El ciclo de la casa (El árbol, Elegía de abril y La casa), el espacio, único, es el de mi casa natal. Ese espacio no se inscribe en el relato desde su valor biográfico, sino por sus posibilidades de ser mirado y vuelto a mirar, descubierto en su singularidad. Se lo mira en cuanto a su expresividad ligada al tema o a los temas de las tres películas: el tiempo y la muerte. La película, entonces, sería la expresión del encuentro entre las decisiones iniciales y el mundo
RK: Otra particularidad de tus películas es que siempre trabajás con luz natural. ¿A qué responde esa preferencia?
GF: Tratemos de pensar en la siguiente imagen: en las sombras profundas de un cuarto alguien da dos pasos. O no los da y es simplemente el movimiento de la luz que entra por la ventana la que alcanza su rostro. De pronto, algo se nos revela: hay algo en la forma en que la luz acaricia ese cuerpo, en ese encuentro único de la luz y rostro, en esa unidad ferozmente real, que nos conmueve. Ahora, la luz se mueve nuevamente y las sombras avanzan. Pero ya ese hueco espeso al que ha huido el cuerpo (la película) no podrá ser nunca más un espacio vacío. Hay algo ahí que nos atañe, simple, misteriosamente. Ese momento único de luz, robado al devenir, tiene una capacidad expresiva única. Fuimos pacientes cazadores,muchas veces, de luces y texturas ofrecidas por la luz natural. Cada uno de esos hallazgos produce una enorme felicidad.
RK: Una reacción común frente a El rostro es pensar que el hombre que se ve al comienzo, remando en su bote, es el sujeto de los planos subjetivos que vienen después. ¿Quién mira en esa subjetiva?
GF: Hay niebla en el río. Una niebla profunda. Vemos un hombre remando. Va en su bote, rema y rema. Ahora vemos la orilla, la niebla se disipa y el mundo aparece. Vemos. Podríamos decir, en un principio, que vemos lo que el hombre ve. Y no está mal pensarlo así. Pero lentamente el punto de vista se corre o se amplifica, y el ver no posee un correlato físico, sino que es la aproximación a una experiencia; un modo de habitar único, una forma de estar en el mundo y de percibirlo.
RK: Hemos hablado alguna vez sobre una misteriosa sentencia de Derrida que en parte parece estar en consonancia con tu cine: “El cine es un arte de fantasmas, una batalla de espectros… El cine es el arte que permite volver a los fantasmas”. ¿Te parece que esto se aplica a tu cine?
GF: El cine -hacer cine, ver cine- es una experiencia abismada en el tiempo. Pienso en lo que te decía hace un rato sobre lo fantasmal: tensión entre el ver y no ver, entre un cuerpo y su fuga, tensión entre luces y sombras, tensiones… Lo visible y lo invisible. Esas imágenes robadas al mundo tienen para mí esa doble cualidad: son forma y abismo, hablan y callan. Su grito siempre es en silencio.
La sentencia de Derrida es de una gran contundencia poética y filosófica. Ojalá, me haría muy feliz, que alguien al ver mis películas piense en estas palabras: “El cine es un arte de fantasmas, una batalla de espectros”.
Este texto fue publicado con otro título y en otra versión en la revista Ñ durante el mes de julio 2014
Roger Koza / Copyleft 2014
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