LOS NUEVOS PALACIOS DE LA IMAGEN
El cineasta alemán Philipp Hartmann hizo una película hermosa llamada 66 Kinos. Durante un año el cineasta recorre una variedad de salas cinematográficas de su país en las que han aceptado pasar su película precedente, y no menos hermosa, titulada El tiempo pasa como un león rugiendo. Recorre así 66 salas de cine, algunas de 12 asientos, otras de 200 butacas; algunas salas de cine arte, otras comunitarias y también los famosos multiplex. En Alemania, a diferencia de Argentina, aún las distintas épocas del cine tienen un correlato en los tipos de salas existentes. El viejo cine Metrópolis de la ciudad de Hamburgo sigue siendo el mismo, incluso cuando en una suerte de proeza arquitectónica se reconstruyera pieza a pieza a mitad de este siglo a una cuadra de donde funcionaba originalmente. Allá, las salas de cine no se convierten en cocheras ni tampoco en templos evangelistas.
A mediados de mayo del año pasado, Hartmann pasó fugazmente por Córdoba. Un espectador de su película le sugirió que hiciera una parecida sobre los cines en Argentina. Sería imposible. La admirable cantidad de salas de Alemania ya no existe en nuestro país, cuyos cines suelen prácticamente circunscribirse a las cadenas de exhibición cinematográfica que impusieron una modalidad de determinada de ir al cine. Las pocas salas individuales que subsisten sobreviven intentando ofrecer una alternativa. En la ciudad de Córdoba, esas salas acopian los títulos que los multiplex desdeñan o a los que apenas les prodigan una semana de existencia en cartel. La lógica de la cartelera desconoce la paciencia. La taquilla domina todo; ya no hay tiempo para el descubrimiento y el “boca en boca”.
II
En 1997, se abría en la ciudad de Córdoba el primer complejo cinematográfico de tipo multiplex: el Showcase, el único en su especie que siempre prodigó espacio a películas iraníes, turcas, coreanas y chinas, recién tuvo lleno total y pudo medir el alcance de su negocio cuando en febrero de 1998 se estrenaba en Argentina Titanic de James Cameron. Empezaba en ese mes una nueva era en muchos sentidos; ocurrieron imperceptibles cambios que se instituyeron unos años más tarde pero que fueron irreversibles. ¿Qué sucedió? ¿Qué fue lo que realmente cambió?
En ese entonces, todavía funcionaban algunas salas céntricas individuales. Quien tenga memoria puede recordar que, en pleno centro, más precisamente en la calle Rivadavia, entre las calles 9 de Julio y Rosario de Santa Fe, se estrenaba Flores de fuego de Takeshi Kitano, y en una copia de 35 mm. Lo que en ese entonces parecía un hecho normal, hoy sería una anomalía indiscutible. El 35 mm ha sido enteramente sustituido por las copias digitales; el estreno de películas japonesas en salas comerciales resulta cada vez menos frecuente. La era de la digitalización también fijó una norma estética para la cartelera.
El estreno de Titanic significó mucho más que la consagración cósmica de Leonardo Di Caprio y Kate Winslet. Fue el último gran éxito que conocieron las salas crepusculares que pertenecían a otra era de la exhibición cinematográfica. El cine de barrio y el cine de pueblo (incluso las salas de arte) ya empezaban a transitar su extinción, ese concepto propio de las especies orgánicas que también se adapta a otras modalidades de existencia. No solamente desaparecen el tigre de Java, el delfín baiji, la foca monje del Caribe, sino también los VHS, el celuloide, los programas de mano, el acomodador y su linterna, la matiné, o las salas de arte.
Que la película de Cameron fuera acerca del hundimiento de un prodigio tecnológico es una de las tantas ironías de la historia. En efecto, el lapso de tiempo que va de Titanic a Avatar, estrenada en el 2009, es exactamente el tiempo en el cual se afianzó un nuevo estadio del cine en todos sus sentidos. Las formas de ver cine cambiaron para siempre, también los métodos de proyección y almacenamiento, y, desde ya, el primer acto que pone en juego todo esto: el hecho en sí de filmar. Titanic clausura la época analógica y todo lo que era concomitante a esa sustancia material del cine; Avatar –precedido por otros relatos no menos metafísicos y acaso oscurantistas, como El señor de los anillos y la serie de películas de Harry Potter— consolida para siempre la era digital. Esa mutación tendrá consecuencias de todo tipo.
En los últimos 20 años, la visita al cine conlleva una serie de hábitos que en otros tiempos no estaban incorporados a la práctica de sentarse a mirar y escuchar una película. La naturalización gastronómica de escasa calidad es ineludible desde la década de 1990. Ir al cine es también ir a comer. Pestañear y masticar son dos acciones simultáneas que tienen lugar al unísono en los primeros 30 minutos de proyección. En efecto, el mecánico concierto colectivo de masticadores compulsivos no tienen efecto alguno sobre la recepción de películas como Jumanji: Bienvenidos a la jungla y Jeepers Creepers 3, en cuanto son películas cuyos conceptos sonoros están pautados en ciertos decibeles y en una lógica de intolerancia cero respecto de la mínima extensión de silencio en un filme. Si el glorioso silencio estelar que se puede experimentar al promediar casi el final de Star Wars: Episodio VIII – Los últimos Jedi estuviera en el inicio, la banda sonora producida por la audiencia a propósito de la masticación del pochoclo aboliría la sorpresa de esa decisión formal en el filme de Rian Johnson, tan a contramano de la canónica estética del estruendo afín al cine contemporáneo. Este señalamiento no responde a un ademán quisquilloso de un cinéfilo intransigente; es tan solo la evidencia de que una forma de consumo impone formas de percepción y modelos de atención que no existían con anterioridad.
Esto no es todo, desde ya. La aludida sustitución digital ha trastocado el estándar de calidad de las proyecciones y el reconocimiento óptico y sonoro por parte del espectador. El ostensible oscurecimiento de la mayoría de las proyecciones en sala de los cines argentinos responde a la política mezquina de mantenimiento de los dueños de los complejos cinematográficos. No hay prácticamente en todo el país una sala que proyecte anualmente en óptimas condiciones. Con el brillo y la intensidad lumínica con que uno ve un tráiler o un filme en su computadora, así se tendría que ver una película en cualquier sala, experiencia casi milagrosa para los espectadores argentinos. El cambio de lámpara puede ser costoso, pero es la condición de posibilidad de que tenga sentido ver una película en una sala. En esto, las proyecciones digitales no son como las analógicas. La imagen digital mal proyectada es horrible.
El problema consiste en que la audiencia ha perdido el criterio de reconocimiento de la calidad de una proyección, del mismo modo que se ha olvidado por completo y ya no distingue la naturaleza de una imagen analógica. Con el sonido todo se complica todavía más, pues el primitivo vocabulario con el que se suele designar la experiencia cinematográfica sonora obstaculiza hasta el punto de ni siquiera permitir advertir los problemas que suscita una proyección. El volumen en sala es un dilema cuya resolución se dirime en una perilla; el sonido es otra cosa en el cine y en los cines.
La digitalización del cine no es ni buena ni mala; tampoco responde a una determinación histórica. Su lógica ha sido económica y de mercado. Presupone beneficios de todo tipo, algunos reales (mayor democratización del cine), otros falaces (el almacenamiento eterno de las películas), incita permanentemente a cambios de hábitos de todo orden y multiplica los negocios. Como sucede con la técnica en general, si no se la piensa, ella acaba pensando por el usuario.
III
Cuando las poderosas salas de cine se establecían en todos los lugares del mundo, nadie podía sospechar que unos 10 años después habría de existir un riesgo insospechado para los negocios exitosos de los multiplex. La piratería alcanzó su esplendor unos años atrás, como también las formas de compartir archivos. Hubo un tiempo que todo ese mercado ilegal ponía en riesgo las ganancias proyectadas por los dueños de las salas. Bajar una película a principios del 2000 era un arte de iniciados; a fines del 2015 resultaba una práctica accesible para muchas generaciones de usuarios de computadoras. Esa situación mantuvo en vilo a los dueños de los cines y las distribuidoras, pero, como suele suceder, la irregularidad de ese mercado encontró su perversa homeostasis.
En la actualidad, la circulación de películas en la web es incluso mayor, pero el fenómeno está cambiando una vez más. Del período clandestino de consumo de películas se esboza un nuevo período de consumo legal, que se erige como forma canónica de relación con el cine. La universalización de Netflix y futuras empresas de servicios similares en todos los países del mundo constituye el nuevo desafío para las salas de cine. De persistir la tendencia, la primera disputa será de calidad. En la medida en que una sala de cine no corrija sus estándares de proyección, ni el 4D, ni el 3D, ni las butacas cómodas y reclinables detendrán la tendencia a preferir un mejor rendimiento hogareño de proyección al espacio comunitario llamado cine.
Luego quedará la discusión sobre el acceso. No falta mucho para que un filme se estrene en una sala y al mismo tiempo en un sitio. Si esto viene sucediendo, es aún una práctica menor y circunscripta a películas de poco interés para el mercado. Por ahora, los tanques cinematográficos llegan a la sala, las películas más exigentes o de procedencias “extrañas” se ven en festivales. Pero si el festival de Locarno y Venecia han instrumentado un visionado online de sus respectivas programaciones, la tendencia se universalizará de a poco; es una predicción razonable.
El gran Edgardo Cozarinsky se refirió alguna vez a los cines como palacios plebeyos. Es probable que esa denominación ya sea obsoleta; la lógica de la cultura de masas suele hacer indistinguible lo popular de lo masivo. En los palacios plebeyos de Cozarinsky, hombres y mujeres de procedencias desconocidas se reunían en una sala oscura a ver películas en la que se representaban situaciones fantásticas y aventuras increíbles. Junto a otros —sentían aquellos espectadores de la era prehistórica del cine—, la experiencia era curiosamente más grata y edificante. En las comedias, por ejemplo, el placer era mayor si uno reía al mismo tiempo junto a esa misteriosa agrupación de personas en la oscuridad. Tal vez el misterio del cine esté en conservar la vida de esos espacios comunes de ensueño. Allí palpita aún una experiencia alucinada. Pero la sala de cine, como otras especies, también puede desaparecer.
Este texto fue comisionado por la revista Número Cero de la ciudad de Córdoba.
* Foto y fotograbas: 1) Hana Bi (encabezado); 2) 66 kinos; 3) Una función en IFFR 2018
Roger Koza / Copyright 2018
Excelente artículo!
Muy oportuno para estos tiempos.
Excelente texto com boas e atualizadas observações. Vou citá-lo em breve durante uma palestra que farei no próxima reunião da ASAECA em Santa Fé, 8 de março de 2018.
Muchas gracias, estimado Joao. Saludos y buena suerte. R