LOS PREMIOS: 1934

LOS PREMIOS: 1934

por - Columnas
02 Jul, 2020 04:18 | Sin comentarios
Esta entrega gira en torno a la cuestión del cine popular. La ganadora del Óscar despide la era del jazz y le abre los brazos al código Hays. Un maestro japonés le dedica un film tan eléctrico como melancólico a una heroína de clase trabajadora. Una comedia soviética nos permite imaginar un universo alternativo donde el musical no se asocia directamente con Hollywood.

La ganadora del Óscar es: Cabalgata, dirigida y producida por Frank Lloyd. Basada en una obra teatral de Noël Coward, adaptada por Reginald Berkeley y Sonya Levin. *

Créditos de inicio: “…protegida por dos generaciones de prosperidad Victoriana, nuestra familia londinense aguarda por la precipitada cabalgata del siglo XX”. Nuestra familia londinense es el clan de los Marryot, miembros de la clase alta inglesa. La precipitada cabalgata del siglo XX hasta aquel momento implicaba la guerra del Imperio Británico contra los Boers en territorio africano, la muerte de la Reina Victoria, el hundimiento del Titanic y la 1ra Guerra Mundial. La adaptación de un relato de gran escala, basada en una puesta teatral descomunalmente ambiciosa (que incluía cientos de actores, animales y hasta colectivos de dos pisos en escena), no es material para cualquiera. Frank Lloyd era el tipo de director/productor que podía orquestar un espectáculo masivo acorde a las expectativas. En Cabalgata muestra su destreza con la grúa, que le permite pasar de planos generales multitudinarios, plagados de extras; a planos cercanos de la individualidad que quería destacar: Jane Marryot, esposa de un hombre que pasa gran parte de su vida en el frente de combate, madre de dos chicos que mueren demasiado pronto; uno como pasajero del famoso transatlántico y el otro como soldado. Jane es la guía moral de la película: en momentos puntuales, Diane Wynyard, la actriz que prestó su cuerpo a la matriarca, gira su cuerpo levemente hacia la cámara y, con la mirada posada casi directamente en el objetivo, hace algún comentario que despeja cualquier duda sobre lo que se debe interpretar de la escena. Wynyard es el vector de las ideas del director, una destacada actriz reducida a mensajera de Frank Lloyd.

Cabalgata

Más allá de sus sermones, el cineasta inglés no carecía de imaginación. Cabalgata es terrenal en su escenificación ortodoxa y en el acartonamiento dramático de sus actores, pero levanta vuelo con escenas enormes (un teatro repleto que festeja una victoria bélica cantando al unísono), pasajes líricos (un remolino de fundidos encadenados que mezcla planos y canciones, donde la algarabía castrense da paso a la tragedia) e imágenes memorables (una pareja que se enamora en la azotea desde la que se observa el ataque aéreo de un zepelín que bombardea Londres). El final de la película mezcla los impulsos que conviven a lo largo del relato: la narración visual que prescinde de explicaciones y la dramaturgia instructiva. Jane celebra un nuevo año nuevo junto a su marido, pero ya sin sus hijos, y se lamenta por el destino de Inglaterra. Sobre su monólogo se yuxtaponen imágenes de los males que aquejan a la nación: el comunismo, el ateísmo, el divorcio, la homosexualidad. No debe sorprender que esos sean los enemigos de la tradición biempensante (porque, insólitamente, no ha cambiado mucho). Finalmente, el estilo actoral y la narración visual no responden a impulsos divergentes, son recursos para una idéntica pedagogía reaccionaria. Se incluye en el montaje de perversiones al jazz (que, conscientemente o no, nos señala un país segregado racialmente), el alcohol (la película se produce durante la era de la prohibición) y también una carrera de autos y un tren. ¿Se trata de una impugnación a la Revolución Industrial? No por nada Lloyd elige una cabalgata de caballeros medievales como símbolo de la grandeza de Inglaterra. Podría entonces incluir dentro de su lista de actividades reprensibles al cine, pero Lloyd ya había demostrado que podía instrumentalizarlo para su cruzada, un arte popular que se vuelve contra sus destinatarios cuando los hace identificar con una élite que apenas oculta su desprecio por ellos. Ahí está la mueca de Wynyard (que unos años más tarde ingresará a la Orden del Imperio Británico) cuando se encuentra a quienes fueran el personal doméstico de su mansión. 

El personaje de Fanny, hija de los sirvientes (caricaturas feas y brutas), es la corista que cierra la película con un número musical y ahí la fuente de entretenimiento por excelencia de los años de la Gran Depresión, con el correr de la escena, se transforma en sinónimo de decadencia cultural. El público regresa a sus casas amonestado por su presente y con una promesa falsa, según la cual la prosperidad del futuro se encontraría en el pasado. Contrario a lo que dice Jane Marryot, en el pasado no hubo “dignidad, grandeza” y mucho menos “paz”. La modernidad nos dio el cine y Lloyd quiere volver al medioevo. Ingrato. Frank Lloyd volverá a aparecer en esta columna muy pronto con otra ficción histórica.

La ganadora de 1934, el año en el que comienza a implementarse con rigor el Código Hays, es la declaración de principios perfecta para que la Academia despida el período pre-code. Adiós a la era del jazz y sus excesos, bienvenidas las buenas costumbres, la represión cordial. 

Premio no oficial: Callejón sin salida, dirigida por Mikio Naruse para los Estudios Shochiku.

Callejón sin salida

Japón fue una de las últimas grandes industrias en convertirse al sonoro. Al no querer entregarse al monopolio de la tecnología estadounidense, los grandes estudios, como Shochiku o Nikkatsu, trataron por años de desarrollar su propio sistema de sonido. La tardía conversión también se debió a la presión de los benshi, narradores de las películas silentes, que comentaban lo que sucedía en la trama o incluso interpretaban las voces de los actores en pantalla. Muchos benshi se convirtieron en estrellas por derecho propio y tenían un fuerte gremio. Las manifestaciones escalaron y llegaron a ser disuadidas por la cruda violencia policial. El cambio era inevitable y triunfó el capital, pero Los premios se solidariza retrospectivamente con el gremio benshi y apoya la lucha sindical. Ya vendrán tiempos mejores. Abajo la patronal.

La cuestión es que para mediados de los ’30 todavía se producían películas mudas en Japón, especialmente para las localidades rurales. Así es cómo Mikio Naruse filma Callejón sin salida, que cuenta la historia de Sugiko, moza de un restaurant en Tokio. Sugiko es una muchacha tímida y trabajadora, que tiene una propuesta de casamiento de su enamorado, pero está indecisa al respecto. El azar decide por ella cuando es atropellada por un joven aristócrata. Como ella no vuelve a su casa esa noche, su novio interpreta que ha sido rechazado y decide aceptar el matrimonio que sus padres arreglaron con otra mujer. El aristócrata visita a Sugiko en el hospital, se enamora de ella y un tiempo después le pide casamiento. Sugiko acepta para poder enviar a su hermano a la universidad. La suegra y la cuñada no la aceptan por su origen proletario y le van a hacer la vida imposible.

El estilo de la película es llamativo. La cámara salta de eje a menudo, rompiendo la regla de 180º; los encuadres muchas veces son heterodoxos, cortando a los personajes por la cintura o el pecho, dejando mucho “aire” en la zona superior de los planos; objetos cercanos a la cámara ganan protagonismo y obstruyen nuestra visión clara de los personajes; hay un juego habitual de desenfoques que son una rareza en el período clásico. Aun así, los preceptos del clasicismo se respetan: se mantiene su estructura narrativa y las florituras formales no rompen la unidad de la escena, que es perfectamente legible.

Conviene evitar el orientalismo. La excentricidad del estilo de Naruse no responde a una particular visión del mundo por vía de una inescrutable filosofía ancestral, ni es producto de la traducción cinematográfica de tradiciones milenarias. Japón contaba con un potente sistema de estudios (producía más películas que cualquier otro país del mundo), que literalmente estudiaba el modelo hollywoodense de producción. El país se encontraba en pleno proceso de modernización, tras siglos de aislamiento y luego del terremoto de 1923, que impulsó la reconstrucción y la urbanización del país. En ese contexto, el estilo altamente ornamentado del cine clásico japonés fue una apropiación de tendencias occidentales, con miras a una idiosincrasia moderna. El diálogo con las propias tradiciones literarias, pictóricas y teatrales fueron ejercicios autoconscientes con el correr de una década marcada por un creciente nacionalismo, donde se promovió una identidad cultural puramente japonesa (que implicaba un recorte histórico dudoso y un esencialismo, otra ficción histórica). 

Lo cierto es que Naruse fue un virtuoso exponente de un sistema de representación que combinó un aliento popular con las innovaciones modernas de su época. Lo que sucede en la casa de los Yamanouchi, la tensión entre Sugiko y la familia de su marido, es representado en un concierto de miradas hiper energético, donde los sentimientos atraviesan el escenario como un relámpago con cada corte. Esa cámara que salta de eje permanentemente nos da los puntos de vista en permanente choque de los personajes. Un intertítulo reza: “Aún hoy, nociones feudales de ‘familia’ destruyen el amor puro de la gente joven de Japón”. El montaje ya había demostrado eso con mayor precisión y con una electricidad que no se encuentra en esas palabras. A la asfixiante tradición, se le responde con una forma moderna y ecléctica.

La mirada tímida de Sugiko se transforma cuando dice: “basta”. Sugiko decide romper con su marido, que no la protege del maltrato elitista de su familia, y lo deja para siempre. Naruse le dedica a Sugiko unos travellings hermosos que se acercan a la joven y magnifican su figura. Sugiko mirando a cámara, con ese cambio de registro en sus ojos, es el reverso de la mirada paternalista que encarna la protagonista de Cabalgata. La mirada de Sugiko personifica la dignidad y la grandeza de la clase popular. Luego de dejar a su marido no encontrará paz. Otra mirada, esta vez perdida: los ojos de Sugiko, no se encuentran con los de su enamorado que se encuentra a bordo de un colectivo. Ahora los ojos de la mujer se fijan en el piso y la cámara muy lentamente funde a negro. No hay final feliz para aliviar el dolor, pero hay respeto por la inteligencia del público. Ese siempre es un gesto democrático, la esperanza no se confunde con la candidez. Aun sin happy ending, una heroína de clase trabajadora que elige su destino en vez de delegarlo a la tradición es prueba de que la historia está en movimiento, sin nostalgia por un pasado idílico que nunca existió, pero que sostiene las mentiras del presente.

Fuera de Competencia: Los alegres camaradas. Dirigida por Grigori Aleksandrov.

Los camaradas alegres

Otra vez, créditos de inicio: “Comedia musical / Moscú 1934 / Charles Chaplin, Harold Lloyd y Buster Keaton… NO están en esta película, estelarizada por Leonid Utyosov, Lyubov Orlova y Mariya Strelkova”. La película tiene gags hasta en los títulos, que no es lo que esperamos de una película de la era del realismo socialista.

Leonid Utyosov, en el papel de un pastor con vocación de músico, hace una de las grandes entradas de la historia del cine ruso. Se abre un enorme portón y el pastor desfila tocando su flauta. Lo siguen camaradas y animales de granja, así como también la cámara, que hace extensos travellings mientras Utyosov se mueve de lado a lado del encuadre, y de arriba abajo.  El pastor baila, hace un zapateo en un puente de madera, hace percusión con unas cerámicas. El martillar de unos herreros se acopla a la banda sonora, porque claro, la más maravillosa música es la del pueblo. La flauta del pastor hace que unos pajaritos de stop-motion bailen sobre los cables del tendido eléctrico de manera tal que parece una escala pentatónica. Un delirio descomunal.

La trama es una serie de enredos que escalan, donde el pastor es confundido con un reputado director de orquesta italiano. Primero es invitado a una fiesta en una casona muy paqueta que será invadida por los animales de la granja, en una secuencia de destrozos que sería la envidia de los otros marxistas, los hermanos Groucho, Chico y, sobre todo, Harpo Marx. Luego, conducirá a una orquesta entera que convierte cualquier ensayo en un involuntario concierto destructivo, aunque sin cacofonía, con el caos en perfecta sincronía y armonía con la partitura de la música incidental. Este grupo de dementes y la gran Lyubov Orlova**, en el papel de una empleada doméstica que renuncia a su trabajo por su talento innato para cantar; terminan dando uno de los mejores recitales de la historia del legendario Teatro Bolshói. Sacando las piruetas cómicas, la parábola es la misma que la del director del film, Grigori Aleksandrov, hijo de proletarios convertido en importante figura del teatro y el cine soviético.

La película sobrevivió la censura a pesar de que no tiene contenido propagandístico en los términos que demandaba el régimen. Sobrevivió en plena época de purgas, aparentemente porque el film es tan encantador que hasta se ganó un lugar en el despótico corazón del Padre de los pueblos. Aleksandrov, co-director de varias películas de Eisenstein, es considerado el maestro del musical soviético y una figura fundamental en la historia del cine rojo. A pesar del favoritismo de Stalin por sus películas, Aleksandrov y Orlova (quienes eran pareja) sufrirán la sospecha totalitaria, pero saldrán indemnes. No se puede decir lo mismo de su amigo Vladimir Nielsen, director de fotografía de Los alegres camaradas, artífice de muchos de sus trucos visuales y sus virtuosos encuadres.

Nielsen desaparece en 1938, mismo año en el que fue ejecutado Boris Shumyatsky, responsable del estudio cinematográfico estatal, Soyuzkino. El ejecutor de la doctrina del realismo socialista se había comprometido a crear un “Hollywood soviético”. En 1935 pasó dos meses en Estados Unidos investigando su industria para copiar el modelo. Fue arrestado unos años después por no cumplir con lo prometido en el plan quinquenal que proyectaba más de cien producciones anuales. Durante su rígida dirección, la industria soviética produjo entre 30 y 50 películas por año. Paradójicamente, la constante intervención y escrutinio ideológico de Shumyatsky sobre Eisenstein durante la realización de El prado de Bezhin, le valió al burócrata la acusación de malgastar los recursos del Estado. Fue condenado muerte por el supuesto de que colaboraba con saboteadores dentro de la industria, y su proyecto de un Hollywood soviético nunca se concretó. Los alegres camaradas marcaban el camino de otro proyecto utópico que quedó en el camino y nunca llegamos a ver a la altura de su promesa.

Notas

* Coward fue un prestigioso dramaturgo británico. Su obra Design For Living fue adaptada por Lubitsch en 1933, película que recibió un premio honorífico por parte del comité de un solo miembro que integra esta columna. Fue adaptada es un decir, ya que según Ben Hetch, el guionista del film, su versión solo conserva el título de la obra y una frase (“¡Por el bien de nuestras almas inmortales!”). Lubitsch también aparece en Callejón sin salida, que muestra unos planos de El teniente seductor. Esto nos lleva a hacer una rectificación. En la entrega anterior dijimos que Ernst Lubitsch no volverá a aparecer en esta columna. Deberíamos haber dicho que no analizaremos en profundidad otra de sus películas, pero que su fantasma, como tantos otros, seguirá rondando por ahí.

** Lyubov Orlova fue una de las mayores estrellas de la época. Su fama es tal que un planeta enano, descubierto en 1972 por la astrónoma Lyudmila Zhuravlyova, lleva su nombre.

Fotograma de inicio: Callejón sin salida.

Santiago González Cragnolino / Copylef 2020