LOS PREMIOS: 1936
La ganadora del Oscar es: Motín a bordo, dirigida por Frank Lloyd.
En su rutinario dislate, Donald Trump escribió recientemente un tweet en el que amenazaba a los gobernadores demócratas que imponían la cuarentena obligatoria en sus respectivos estados. El mensaje hacía alusión al relato de Motín a bordo, película basada en un hecho histórico. El Capitán Bligh fue objeto de la insurrección de parte de su tripulación, comandada por Fletcher Christian, segundo al mando del HMS Bounty, una embarcación del Imperio Británico, que en 1787 partió rumbo a Tahití para recoger retoños de frutipan, con el fin de sembrarlos y utilizarlos para alimentar las plantaciones de esclavos de las colonias.
Nadie sabe a qué versión de la película se refirió Trump ya que se conservan por lo menos cuatro recuentos de la historia. En cualquier caso, el personaje con el que se compara el presidente de Estados Unidos es una figura autoritaria (cuando no sádica), hipócrita, egoísta y completamente incapaz de realizar una mínima autocrítica (¿suena familiar?). Y en todas las versiones el motín es exitoso y Bligh es expulsado de su barco. Es por esto que quienes cubrían la noticia especulaban con que el autor del tweet no vio realmente la película. Yo creo que no solo la vio, sino que la entendió a la perfección. No hay que subestimar al canalla. Probablemente la referencia sea The Bounty, el film de 1984 en el que Anthony Hopkins interpreta a Bligh, el remake más orientado a la postura del capitán, en el que su exoneración por parte de la corte militar es un acto de justicia. Cualquiera sea la versión que tenía en mente Trump, todas ellas tienen como moraleja la importancia de respetar la cadena de mando. Fletcher Christian, más o menos idealizado, puede ser un héroe trágico, pero no deja de ser un romántico que paga las consecuencias de su desobediencia con el destierro.
La ganadora de 1936 fue dirigida por Frank Lloyd, a esa altura ya un veterano de grandes producciones (dos años antes había ganado un Oscar para Fox con Cabalgata) y ex presidente de la Academia. Su oficio consistía en administrar el enorme grupo humano y toda la parafernalia de artificios con la que se representa una realidad inalcanzable (en este caso una expedición del siglo XVIII que atraviesa océanos) de tal manera que no sólo se construye un verosímil, también se ostenta, se pone en evidencia la escala de una empresa (de una misión marítima, de una película, de un estudio de cine). MGM dispuso de una réplica del barco original y la cámara parece profesar veneración por el Bounty, por sus insignias, por la bandera, por las velas hinchadas por el viento. Los planos contrapicados exageran la magnitud del objeto de su fascinación, al mismo tiempo exaltando la grandeza imperial y la artesanía del estudio más rico de Hollywood.
La filmación en si misma implicó una travesía. La segunda unidad se desplazó hasta Tahití y la Polinesia para filmar el paso de la tripulación del Bounty por las islas del Pacífico. Además, se construyeron aldeas enteras en algunas localidades costeras californianas. Los técnicos de la película experimentaron los riesgos de la vida marina: un asistente de cámara murió y varias personas resultaron heridas en diversos accidentes. La historia del rodaje sugiere peligros y hazañas que Motín a bordo rara vez replica: las imágenes de las locaciones reales son usadas mayormente como retroproyecciones para los protagonistas en escenas sin mucho filo, resueltas desde el diálogo y no de la interacción con el entorno filmado. El recurso habla de limitaciones materiales, pero más que nada deja en evidencia una falta de imaginación a la hora de pensar la puesta en escena. Los efectos especiales tienen un sentido práctico y económico, * pero no quita que demasiado esfuerzo fue malgastado para llegar a ese Tahití ficticio, de caricaturas exotizantes de sus nativos; una aventura acartonada que solo logra tensión ocasionalmente cuando chocan sus estrellas.
La película opone a un par de figuras enormes: Charles Laughton (Bligh) y Clark Gable (Christian). Dos personalidades y dos estilos actorales en permanente colisión, lo que enfatiza aún más la didáctica de Lloyd en torno a dos estilos de mando en disputa. La imagen del brutal Capitán Bligh es momentáneamente rehabilitada cuando logra la gesta de llevar a tierra al pequeño botecito al que él y sus soldados son arrojados después del motín, con escasas raciones y pocas posibilidades de sobrevivir. Ahí la película amaga con llevar la fabulación histórica al terreno verdaderamente legendario. Dos hombres cuyas pasiones los llevan a un juego del gato y el ratón oceánico, persiguiéndose por mares tempestuosos, sus barcos impulsados tanto por los vientos como por un rencor casi olímpico. Es un momento, un arranque. El film se decanta una vez más por la mesura y las aguas se calman.
Lloyd termina por perfilar como héroe de la narración a Byam (Franchot Tone), un guardiamarina que queda en medio de los dos bandos por accidente. Se inclina por un actor insípido y por una figura equidistante entre Bligh y Christian, un personaje que desaprueba la crueldad del primero, pero considera inadmisible la rebeldía del segundo. En esa identificación se juega el tono de la película, siempre templada y apegada a los preceptos que dicta la costumbre, donde la transgresión es inimaginable. Un film obediente de un soldado de las formas correctas. Dos veces premiada su alma de buchón, Frank Lloyd no volverá a figurar en esta columna.
En 1936 se produjo una estupenda película de marineros en la otra punta del mundo. Boris Barnet dirige Al borde del mar azul, en el que dos rusos naufragan hasta la costa de Azerbaiyán y son rescatados por los pescadores. Inmediatamente se enamoran de la líder del koljós y van a pasar el resto de la película tratando de ser correspondidos por la mujer. Al borde del mar azul es una comedia descomunalmente jovial, llena de canciones de marineros e himnos folclóricos, en la que se narran contratiempos, pero sin un nudo dramático central. Ahí está la política del film, que muchas veces se pasa por alto como si fuera un infrecuente caso de cine soviético exento de propaganda. En la película de Barnet, el día a día en la granja colectiva es en sí mismo una aventura patriótica, marcada más por el sentimiento de fraternidad y esfuerzo compartido que por la aspereza de las condiciones de vida en el koljós.
Esta película utiliza retroproyecciones y escenas rodadas en set, pero predominan los planos en locación del pueblito costero, sus botes y sus casas roídas por la sal marina. El más azul de los mares es el Mar Caspio, un importante actor en el film, que sin embargo se mantiene en una estricta escala de grises, no menos poética que la que sugiere el título original. El cuerpo de agua representa una variedad de emociones de manera que enorgullecería a Kuleshov.** El montaje produce un entramado convencional sin privarse de digresiones creativas que rompen la unidad de la escena, procedimientos a la vez líricos y cerebrales que incorporan con total naturalidad los aprendizajes de Eisenstein, Vertov y la escuela soviética de la década anterior.
Al borde del mar azul es una muestra de que lo que entendemos por la etapa clásica del cine fue una coyuntura moderna que no solo permitía y estimulaba, sino que se constituía de innovaciones. Las teorías literarias y pictóricas en torno al clasicismo son insuficientes, a veces incoherentes, para explicar la aplicación del término al fenómeno cinematográfico. Para pensarlo nos sirve recurrir a la idea de Miriam Bratu Hansen de un “modernismo vernáculo”. *** El cine crea un horizonte sensorio reflexivo ligado a la velocidad contemporánea, una creación que se adecúa, participa y da forma a las nuevas experiencias estéticas, sociales y tecnológicas que vienen aparejadas con un siglo de revoluciones. Lo que llamamos cine clásico fue en sí una forma nueva de interpretar el mundo. En ese sentido, tanto la película de Lloyd como la de Barnet son expresiones modernas. La diferencia radica en que Barnet explora lúdicamente sus posibilidades y sus límites, mientras que Lloyd tiene una actitud circunspecta a los usos ortodoxos del nuevo lenguaje. En ese movimiento, la creación vanguardista del cine gesta su propia retaguardia traicionera que estandariza la mirada donde sea que pone su ojo y crea una serie de reglas que se presumirán eternas. No lo son. La redefinición de lo moderno en el cine ya tendrá su espacio en siguientes entregas.
Premio no oficial: Arigato-san, dirigida por Hiroshi Shimizu.
Uno de los personajes más entrañables que yo haya visto en mucho tiempo, Arigato-san (o “el Sr. Gracias”) es el conductor de un colectivo que pasa por varios pueblitos montañosos de camino a Tokio. Su nombre se lo ganó por su maña de tocar bocina y agradecer a todas las personas que se apartan del camino (¡le da las gracias hasta a las gallinas!). Arigato-san no es solo un tipo risueño y de buenos modales. En su ruta lleva mensajes entre pueblos, distribuye objetos que exportan la excitación urbana a parajes aislados y se involucra personalmente con distintas personas que hacen su vida al costado de la carretera. Es un tipazo.
Luego de una breve presentación, la contagiosa energía de Arigato-san nos puede hacer creer que haremos un viaje de fantasía. No tardaremos en observar que la cámara-autobús es un medio para el retrato de la Gran Depresión. La película abunda en referencias al cine, equiparando al medio cinematográfico con el viaje; dos formas de escapar de lo inescapable. Los planos generales de la ruta muestran la caravana de almas en pena que vuelven a sus pueblos de origen luego de perder sus trabajos en la capital. El elenco de personajes (siempre cambiante, en la medida que suben y bajan en distintas paradas del itinerario) se pasa comentando estas imágenes de la crisis que pasan por sus ventanas/nuestra pantalla con frases tre-men-das. Con humor negrísimo dicen cosas como que cuando nace un bebé hay que dar las condolencias a la familia. El propio Arigato-san se pregunta si no sería mejor conducir un coche fúnebre.
La desgracia no es objeto de burla, sino que la película propone un espejo irónico como mecanismo de defensa. El tono del film, de su música ligera y sus pasos de comedia; es un correlato posible de la supervivencia. La elección por el buen humor no se confunde con el optimismo cruel que promete un futuro irrisoriamente falaz. Lo que celebra la película es la resiliencia, la autoafirmación vital sin engaños. Uno de los planos característicos de la película es el travelling que se aleja hacia atrás al mismo tiempo que los personajes que descienden del colectivo caminan en dirección a la cámara; una imagen a la vez melancólica y estoica. Seguir pese a todo.
Al igual que Al borde del mar azul, el relato atípico puede irritar a los embajadores de la mercadotecnia narrativa. El Sr. Gracias no hace un periplo, simplemente lleva a cabo su rutina laboral. No vence oponentes ni conquista retos. La gran proeza de Arigato-san es no caer en el cinismo. El final de la película es abierto quizás porque su protagonista no es un héroe, sino un personaje que encarna un modelo de conducta modesto, accesible. No hay camino del héroe sino deriva humana. La bondad de Arigato-san nos puede hacer imaginar que ayudará a evitar la calamidad íntima que se cierne sobre la joven que lo acompaña durante todo el recorrido. Es lindo pensar que se salvan mutuamente. Lo que se avecinaba para todo Japón era la catástrofe.
Hiroshi Shimizu fue amigo y compañero de Yasujiro Ozu en Shochiku. (Insólitamente Ozu no ganó ninguno de los premios que abarca esta serie; aun así, volverá a aparecer en nuestra columna). Fuera de que comparten los lineamientos del mismo estudio, sus filmografías tienen un fuerte aire de familia. Lo que he visto de Shimizu no tiene la impronta autoral inmediatamente reconocible de su colega, pero siempre destaca una inventiva visual fuera de lo común y una comicidad humanista. Director de más de 160 películas, su obra cubre varios períodos históricos japoneses. Una de varias continuaciones posibles al final abierto de Arigato-san es su película de 1948, Los niños de la colmena, hermosa joya de posguerra que redobla el vitalismo agridulce de un maestro a descubrir.
Fuera de Competencia: El caso Valdemar, dirigida por Gianni Hoepli y Ubaldo Magnaghi.
Otro relato adaptado en varias ocasiones, La verdad sobre el caso del señor Valdemar de Edgar Allan Poe fue filmado por el peruano-argentino Enrique Carreras; el español Narciso Ibañez Serrador; los estadounidenses Roger Corman y George Romero; y el italiano Darío Argento. La película de 1936 es una rareza entre tantos nombres reconocibles. La carrera posterior de sus realizadores es semi inexistente y no he logrado dar con información sobre su producción. La cinemateca de Milán apenas ofrece una sinopsis y un acotado reparto técnico para acompañar el cortometraje. Llegué a ella bajo la premisa de que supuestamente es la primera película gore de la historia.
La historia de El caso Valdemar es la de un hombre moribundo que un hipnotista mantiene con vida. Las matronas lo lloran anticipadamente afuera de la habitación. Sus amigos atestiguan el largo proceso. Una vez que sale del trance, el cuerpo del enfermo se descompone en una masa nauseabunda. La película hace gala de una lúgubre sofisticación que bien puede encontrar su inspiración en los films expresionistas alemanes de la era muda, llena de angulaciones aberrantes, movimientos de cámara abruptos y una iluminación altamente contrastada.
Al igual que la adaptación de Poe de Jean Epstein, podemos pensar al film como una metáfora sobre el trabajo del cine, que mantiene con vida lo que fuera de su encanto está destinado a extinguirse. Las imágenes perduran, la carne perece y los latiguillos bazineanos se escriben solos. Ahora bien, la película puede ser una afirmación autorreflexiva sobre el poder del arte, o puede haber sido un móvil para satisfacer impulsos necrófilos de sus autores, o una manía sensacionalista que pretendía shockear al público. En algún punto no puedo más que tener un diálogo trunco con una película casi huérfana, cuyos padres figuran en la partida de nacimiento, pero no dejaron más rastro. Las imágenes lejos de ser inmortales siguen estando limitadas a su conservación material y a la disciplina archivológica. Una parte gigante de la historia del cine ha muerto para siempre. Por ejemplo, de las casi 170 películas atribuidas a Shimizu, sobreviven sólo algunas decenas.
Igualmente, varias cosas pueden decirse. Para empezar, no podemos dar fe de que sea la primera película de su especie (ese tipo de afirmaciones justamente remarcan los puntos ciegos de nuestras historiografías), pero si que es de un contenido gráfico atípico para una época donde la censura repercutía fuertemente en la producción de imágenes. El caso Valdemar no tiene nada que ver con lo que se asocia a las películas de miedo de los ’30 (pensemos en los ahora adorables monstruos de la Universal o los relatos de fantasmas que producía el cine mexicano que entraba en su época de oro). Sus efectos especiales son asquerosamente realistas y si no hallamos antecedentes cinematográficos, cualquier historia del terror nos señala la tradición sangrienta del gran guiñol, parte fundamental del árbol genealógico del cine.
La escena final, que hoy podemos llamar también, con disculpas por tanto anglicismo, como body horror, es claramente el punto cúlmine de la película. Sin embargo, el clima perturbador se genera desde un comienzo. Los ángulos extravagantes que escoge la cámara son fuentes de trastorno. Ya antes de la putrefacción el ojo del dispositivo encuentra que lo ominoso es parte del tejido de lo cotidiano; solo se necesita un ligero ajuste en el punto de vista. Si hasta el propio cuerpo, frágil como es, puede ser fundamento para el terror, lo que asusta del cine no es su capacidad de crear ficciones tenebrosas, sino su facultad documental, que genera facsímiles de la terrorífica realidad.
***
Notas
* Las retroproyecciones son una de las novedades que traen consigo la amplia implementación de los efectos especiales en el cine de los ’30. El recurso permitía ahorrar dinero, salvaguardar la seguridad de los intérpretes y filmar escenas imposibles. Hay que destacar que el uso de esta técnica no buscaba engañar al público. Si hoy parece algo lejano, conviene revisar el uso de CGI en las superproducciones actuales. Aunque la imagen digital permite ardides perfectos, en gran medida los efectos de las películas más costosas todavía nos exigen suspender la credulidad. Si bien el avance digital nos adentra en un terreno ontológicamente inquietante, con mucho menos ya hemos sido engatusados.
** Barnet fue discípulo de Lev Kuleshov. Participó como actor en el primer largometraje de su maestro, el divertido y felizmente titulado Las extraordinarias aventuras de Mr. West en la Tierra de los bolcheviques.
*** La iluminadora mirada de Hansen debería ser incorporada a las lecturas canónicas sobre la materia. Eduardo Russo hace una introducción a su perspectiva en El cine clásico. Itinerarios, variaciones y replanteos de una idea. La editorial El Cuenco de Plata cuenta con una edición en español del trabajo de Hansen titulado Cine y experiencia: Siegfried Kracauer, Walter Benjamin y Theodor W. Adorno.
Fotogramas de encabezado: Al borde del mar azul
Santiago González Cragnolino / Copyleft 2020
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