LUCKY
El tiempo es tan implacable como inaprehensible. Sus diversos modos de medición no alcanzan para asir la naturaleza irreversible que define el ser del tiempo. Abstracción y convención necesarias, el tiempo se revela tardíamente sin mediación alguna en el cuerpo de todo hombre o toda mujer. Por ejemplo, en el cuerpo de Harry Dean Stanton, que a los 90 años interpretó este papel notable que un realizador debutante, y también reconocido actor secundario, intuyó como elegía. Un año después de la filmación, el legendario actor murió. Es por eso que Lucky no puede ser entonces considerada como una ficción a secas. El cuerpo del actor excede cualquier artificio. La puesta en escena tan solo saca provecho de la piel estirada por el tiempo, los músculos vencidos y la peculiar irradiación de los ojos de los ancianos. La edad es aquí lo real de la ficción, un plus ontológico que no se puede idear en un guion.
El relato de John Carroll Lynch transcurre en un paradigmático pueblo perdido y desértico de los Estados Unidos. En una vieja construcción en desuso todavía se leen las inscripciones que remiten al lejano Oeste. Hubo un convoy, un salón. Lucky, como llaman al personaje de Stanton, luce un sombrero de vaquero. Es el siglo XXI, pero cualquiera que haya visitado un desierto sabe de inmediato que el tiempo se detiene en ese ecosistema delimitado por la austeridad. Sin referencias, o sin el barroquismo civilizatorio de nuestra especie que tiende a humanizar cada segmento de materia libre del trabajo humano, el desierto contradice la evolución de todo lo viviente.
Lucky, EE.UU., 2017
Dirigida por John Carroll Lynch.
Escrita por Logan Sparks Drago Sumonja
El inidentificado pueblo de Lucky es modélico. La cafetería, el almacén, la iglesia son arquetipos de costumbrismo que el film elige emplear para seguir los rituales de Lucky. Después de cinco panorámicas fijas del territorio, Carroll Lynch presenta al personaje y al hacerlo introduce una reconocible estrategia que cualquier persona con muchos años en su haber ejercita como forma de conjura del envejecimiento. Todas las mañanas empiezan igual para Lucky: una doble sesión gimnástica pone a prueba primero al cuerpo y a continuación a la mente. En efecto, Lucky hace flexiones diversas y se estira como puede, toma un vaso de leche, camina unos kilómetros, se sienta en su bar preferido, pide el desayuno y comienza a resolver crucigramas. La repetición, condición de posibilidad de cualquier ritual, refuerza la atención frente a los hechos. Que la primera palabra elegida y de peso para descifrar en el crucigrama sea “realismo” y que la definición hallada por Lucky se invoque en varias ocasiones es algo que sugiere un matiz filosófico que abarca la totalidad del relato. Lucky no es otra cosa que una amable meditación sobre la finitud, un concepto demasiado existencialista para nuestro tiempo, pero aún así ineludible para cualquier ser vivo. El que nace muere, y ese inconveniente define la consciencia.
Lucky prescinde de una curva dramática en la que se condense la trama. La máxima desgracia pasa por el extravío de una tortuga de más de 100 años llamada Roosevelt, mascota querida de un amigo de Lucky, y además se incluye un desmayo que no precipita desgracias hiperbólicas, aunque sí recuerdos destacados. Alguna vez, cuando tenía unos 13 años, Lucky intuyó que el universo no era otra cosa que una endeble trama de eventos fortuitos cuyo destino era el vacío. Aquella clarividencia infantil y budista se esclarece del todo en un pasaje notable en el que la vieja sabiduría de Siddharta Gautama se glosa con gracia y benevolencia. Un poco antes, Lucky afirma “nada es permanente” y reconoce, después de fumarse un porro con una joven que lo visita inesperadamente en su casa, que todo esto le ocasiona temor. Ese diálogo, como otros, prepara todo para la escena clave del film, el momento en el que Lucky entrevé la solución ante la desesperación de reconocer la nada que anida detrás de las cosas del mundo. Si los budistas conjeturaron que en el reconocimiento del vacío surge la compasión, aquí esa virtud involuntaria deviene en pura sonrisa. La escenificación de todo esto es inolvidable, algo que solamente el cine puede prodigar. Es que dos gestos moderados en la cara de un actor increíble como Stanton pueden expresar en pocos segundos y sin palabras lo que muchos eruditos tratan de formular mediante laboriosas argumentaciones.
Quizás porque Carroll Lynch ha sido un imprescindible actor secundario en la mayoría de las películas que interpretó, el lugar que tienen aquí los secundarios es decisivo. Las dos o tres escenas en donde aparece Barry Shabaka Henley, el mozo que atiende todas las mañanas a Lucky, sirven para delinear la corriente afectiva que envuelve todos los vínculos que el film propone. Lo mismo puede decirse de los habitués de una cantina nocturna que Lucky suele visitar. Entre los visitantes está Howard, el dueño de la tortuga Roosevelt, interpretado por David Lynch. El crítico Marcos Vieytes acertó al hallar una semejanza indesmentible entre el look de Lynch y el gran James Stewart, casi como si el primero estuviera canalizando al segundo. ¿Un homenaje mimético? Quizás. Y lo mismo puede decirse de una misteriosa y enigmática escena en la que un personaje se siente atraído por una luz roja que resplandece en un callejón y que lo conduce a una misteriosa discoteca, momento en que el universo lyncheano es absoluto: detrás de la simplicidad del pueblo y de su eventual índole idílica, subyace una dimensión pesadillesca. Pero Carrol Lynch no es Lynch, y ese señalamiento apenas funciona como una sugerencia (y es en el relato la irrupción de un elemento inesperado. La puesta en abismo es tan impredecible como elegante).
Hay otra escena magnífica y que también depende de la aparición de un personaje secundario. De Lucky se saben pocas cosas. No tiene hijos, no se casó, pero sí amó a una mujer. En una repisa de la casa se puede divisar un retrato de juventud. Lucky fue miembro del ejército y estuvo en la guerra, lo que no comporta ninguna convicción sobre la épica castrense. Hay también un retrato de Mahatma Gandhi, un signo que contrasta cualquier expresión feliz sobre el militarismo. En el cine, la relación que se establece entre objetos no suele ser azarosa. La escena en cuestión tiene lugar tardíamente: Lucky se encuentra con un veterano de guerra; ambos estuvieron en una batalla cerca de Filipinas. A medida que se desarrolla la escena, el dolor que deja en la memoria la participación en una guerra resulta evidente. El personaje secundario está a cargo de Tom Skerritt, otro actor admirable que exhibe sin pudor lo que el tiempo ha hecho de él. La construcción de la escena y el propio ritmo de esta dependen del peso de la palabra y de los dos gigantes del cine que se adueñan de esta. Toda la escena pertenece a la mejor tradición de Hollywood, la que alguna vez cobijo y forjó los valores de una civilización luminosa. Ese pasaje podría estar en un film de John Ford.
A los 90 años, si un hombre aún está lúcido no se le puede escapar el sentido de hacer un film como Lucky. En este sentido, Stanton debe haber sido consciente de que Lucky era su despedida del cine (y acaso del mundo). Mucho tiempo no podía quedar, y la hermosa libertad del film debe haber sido beneficiada por la complicidad de ese saberse en retirada. Para todos nosotros que todavía contamos con algo de tiempo, observar a Stanton en este film es también reconocer en el personaje a todos los otros que el actor les prestó su alma. En Lucky reverberan aquel Travis Henderson de Paris, Texas y un sinfín de otras criaturas que el gran Stanton interpretó y que marcaron nuestra vida como cinéfilos.
*Esta crítica fue publicada por Revista Ñ en el mes de septiembre de 2018
Roger Koza / Copyleft 2018
Gracias por este análisis del film. Me sirve para repensarlo después de verlo y haberme emocionado con él.
Una observación: decís «no se casó, pero sí amó a una mujer»; en realidad, confiesa haber estado enamorado, pero no dice de quién. La secuencia en la que se genera cierta tensión (podríamos decir sexual) con la vecina joven suma al misterio: no parece desear a alguien, o tal vez sí; dice no haber tenido hijos pero a lo mejor sí tuvo y no quiere contarlo; no parece extrañar a nadie pero cuando se pone a cantar imprevistamente en la fiesta de cumpleaños («Este amor apasionado anda todo alborotado por volver») uno sospecha que surgió allí algún recuerdo (por algo dejó entrever cierto entusiasmo cuando supo que habría mariachis). De su pasado sólo sabemos con certeza que estuvo en la guerra, y a propósito: el recuerdo del personaje de Tom Skerrit de una niña filipina y su reflexión «No dan medallas por esas cosas» dice mucho más sobre triunfalismo y militarismo que muchas películas pretensiosamente críticas. Brillante.Finalmente, escuchar a Harry Dean Stanton decir en castellano «Hasta la victoria siempre» es un hermoso plus.
Saludos.