MÁS ODIO QUE CORAZÓN
En algún lugar de El ejercicio ha sido provechoso, Señor, el autor sugiere que la cinefilia no era otra cosa que un tráiler de la vida. ¡Qué exactitud! ¡Qué verdad! Y, sin embargo, parece una aseveración inalcanzable o fallida, o al menos desmentida en reiteradas circunstancias por muchas personas que dicen ser amantes del cine y que después de sentirse arrebatados por un plano de Maurice Pialat, un pasaje íntegro de Víctor Erice o una sentencia breve de Robert Bresson pueden comportarse como verdaderos cretinos. Hay pruebas suficientes de que el goce del espectador es disociable de su condición de sujeto. Las lágrimas vertidas en el final de Madre e hijo no modifican siquiera parcialmente a ese hombre que dos horas después se sintió con la libertad suficiente para descalificar sin piedad alguna a su adversario político o a todo aquel que disintió con él respecto a alguna cuestión decisiva. Hay pruebas numerosas que resultan incómodas cuando se quiere pensar sobre las consecuencias del arte en las acciones políticas. Un anónimo verdugo o un canalla de altísimo rango de las SS podía extasiarse con un cuarteto de cuerdas de Beethoven o hallar serenidad leyendo rimas de Hölderlin. Los efectos estéticos sobre la sensibilidad no son garantía alguna de una modificación correlativa en la sensibilidad política. Paradoja notable.
Esto explica bastante los misteriosos usos de John Ford y la admiración unánime por un cineasta que filmó de todo, insistiendo transversalmente en casi todas sus películas en asimilar las razones de los otros. ¿Por qué lo hacía? Leyendo el famoso libro de Joseph McBride (Tras la pista de John Ford) se puede conjeturar alguna hipótesis, pero si solamente nos atenemos a las películas, en estas se siente un juego combinatorio de razones divergentes orquestadas con una gran generosidad intelectual. En el siglo pasado quizás bastaba con creer en la buena voluntad de los hombres y las mujeres, como bien se transmite en La gran ilusión de Jean Renoir, otro cineasta capaz de urdir razones heterogéneas.
¿Cómo podía un hombre como Ford abrazar las palabras finales de su heroína en Las uvas de la ira? ¿No se lo tenía como un conservador? La invocación al Pueblo en boca de esa mujer ya casi abuela, bastante cansada por el paso del tiempo y la exigencia constante de la subsistencia, no es justamente un llamado al conjunto de la nación. La categoría “pueblo” tiene ahí una aplicación precisa, empleada por el mismo Ford un año después en Qué verde era mi valle. Los propietarios, los magnates y los terratenientes no son el pueblo; sí los asalariados, los mineros y los campesinos golondrina. ¿No son todos ellos miembros dispersos del famoso “ejército industrial de reserva”? Aquellas figuras sociales que le eran ajenas lo incitaban a ponerlas en escena, como si en sus películas se diera tregua a la imposición de un punto de vista, de lo que se predicaba un espacio lógico para las razones de quienes representan posiciones impropias.
A menudo, la nostálgica exhortación al cine de Ford, tanto de los partisanos de la derecha más reaccionaria como también de los adherentes a un ideal progresista, constituye un reconocimiento de un ideal o un horizonte deseable en la vida en común. Ese ideal sí puede abrazarse sin ambages en la agradable tierra inmaterial de la ficción; al desplazarse a una era antigua, los conflictos de intereses todavía pueden razonarse, creyéndose secretamente que el entendimiento mutuo es una virtud intelectual. En esas películas hermosas del señor Ford aún se ejercita el oído por las razones ajenas y las propias. Verbigracia: los indios no son bárbaros, sino portadores de otras razones; los blancos no son la civilización a secas, y sus razones pueden estar envilecidas por los vicios propios de los que constituyen una mayoría, administran las leyes y poseen las riquezas. En el gran escenario de la Historia, la colisión de cosmovisiones e intereses heterogéneos determinan los acontecimientos; una nación se enaltece y progresa cuando tales razones forjan una zona de sensibilidades compartidas y objetivos comunes, cuando se intuye que la libertad y la igualdad son valores que necesitan equilibrarse mutuamente, sin apelar por ello a una fraternidad falsa y menos aún forzada.
Es que en las películas de Ford, más que tomarse partido se prefiere razonar acerca de las premisas de los protagonistas. El Logos de los comanches se escucha, el de los yanquis también; los jóvenes comunistas dicen lo suyo, el padre de estos, que pertenece a un orden del mundo pretérito, también. En Ford, no se trata de una conveniente epojé, ni menos aún de una mesurada ecuanimidad para atenuar los conflictos; la corrección política, ese falso gesto de interés por las razones de los otros, ese simulacro de descentramiento, no asoma nunca, porque la indagación de las creencias ajenas no suscita ni desdén ni convencimiento. La curiosidad está inscripta en un gesto de aprendizaje: solamente se puede saber qué se piensa y por qué se suscribe una idea cuando existen candidatos que ponen en duda el núcleo duro de las certezas con las que se mira todo lo circundante e incluso el propio rostro frente al espejo. En efecto, si en las razones del otro se constata algo superior a las razones propias, la propia exigencia de la razón desnuda clama por el abandono de la posición precedente. No hacerlo es sucumbir a la sinrazón, desoír el sonido de una verdad y empalagarse en los caprichos del Yo.
El cine de Ford es al respecto un amable paisaje de razones en pugna, acaso porque en todos esos relatos hermosos persiste el asombro de ser partícipes de una Historia y el deseo de proseguir escribiendo los nuevos capítulos de esta, que no es otra cosa que la vida en común, lo real de una nación. ¿Hace falta nombrar los títulos que refuerzan este argumento? El último hurra, El sol siempre brilla en Kentucky, El joven Lincoln, El juez Priest, El ocaso de los cheyennes; la lista es extensa. Pero ver todas estas películas, incluso escribir sobre estos films extraordinarios y hacerlo con admiración y lucidez no endosa el salto de la pantalla a la vida. Los caballeros de Ford parecen pertenecer solamente al espectral universo del cine, porque querer ser un caballero fordiano en el propio guion que se interpreta en el contracampo abismal fuera de la pantalla exige desmarcarse de las pasiones del resentimiento y ejercitar el oído del demócrata. ¿Quién quiere y discute sin el fervor de poseer la razón?
Por un momento imagino una versión de Más corazón que odio en un nuestro contexto cotidiano y puedo presentir que la nobleza de los personajes fordianos brillaría por su ausencia. Nuestra cinefilia es demasiado sibarita y diletante para tomarse en serio los desafíos que a veces han encarnado los personajes de James Stewart, Henry Fonda y John Wayne. El cine es a fin de cuentas un pasatiempo y una pasión inútil: así se lo vindica una y otra vez cuando el desprecio es la lingua franca de la esfera pública y los admiradores de John Ford perpetúan el odio y la sospecha. Después, en casa y por las noches, descubren una secuencia de El joven Lincoln y se sienten renovados en sus convicciones republicanas.
Fotograma: Las uvas de la ira.
Roger Koza / Copyleft 2020
Gran texto, Roger. En estos días, trabajando sobre 12 hombres en pugna, de Lumet, me acerqué a algunas de estas preguntas. ¿Sería hoy posible un film como este? En las antípodas de los horizontes fordianos, nuestra época resulta prolífica en el cultivo de relatos salvajes auto celebratorios. Rara vez el cine actual nos ofrece, aun en aquella dimensión espectral, una comunidad imaginada con otros y no contra ellos. Abrazo
Muchas gracias, Scotti.
12 hombres en pugna es otro film sobre el placer de razonar y asimismo restituye el viejo hábito de buscar la verdad.
Lo que es aún más enigmático es cómo los amantes de Ford solo pueden ejercer su amor viendo sus películas, clausurando el salto de la ficción al mundo en el que vivimos y no pudiendo ni siquiera entrar en una consciente contradicción entre lo que se celebra en imágenes y lo que se dice sin estas como fondo.
Muchas gracias, abrazo.
R
Habría que ver con qué se identifican o con qué elementos de ese universo narrativo establecen una filiación. No puedo develar el enigma, claro; pero ofrezco dos posibles hipótesis: la identificación con ciertos héroes de Ford puede no ser incompatible con cierta idea de una autoridad personal en la que se encarna la verdad. En muchos discursos «republicanos» subyace la idea de que hay alguien que debe saber mejor que otros qué es lo mejor para la comunidad, incluso para defenderla de sí misma, de sus desbordes y/o pasiones. Creo que no puede si no haber una autopercepción olímpica en esa posible forma de identificación. Digamos, aristocratizante o elitista como mínimo (Y no digo que Ford estuviera de acuerdo, basta ver las debilidades y los reveses de sus héroes). Otra, menos elaborada: la identificación funciona como un contrapeso, una especie de resguardo que pone a salvo de cualquier molesta referencia al aquí y ahora, una supuesta pureza de los propios ideales, muy convenientemente a salvo, claro.
Abrazo
Ambas consideraciones me parecen pertinentes y precisas; mis conjeturas al respecto son exactamente las mismas. Abrazo. R