MENTIRAS EVIDENTES
Un mantra cinematográfico: “Basada en hechos reales”. Debería llamar la atención que se insista tanto con esa advertencia. Por año, si se acude al cine, se la puede leer decenas de veces. Más que de una sugerencia, se trata de una petición de principio. Traducida, sería quizás así: “Aunque se trate de una ficción, el sustento de esta es una verdad”.
Debido a que la impaciencia y la dispersión son hábitos extendidos entre nuestros coetáneos, pocas veces los espectadores esperan para salir de la sala de cine (o culminar de ver en sus pantallas hogareñas) el final de los créditos completos de una película. Quien sí ejercite esa curiosidad sabe muy bien que al final de cada película se previene a la audiencia de que en el film recién visto, si es una ficción, la relación que puedan tener los personajes con cualquier persona física y real o la relación del relato con historias verídicas es tan solo una coincidencia. Puede ser que la ficción nunca deje de ser un plagio remoto de lo real, en tanto cualquier acto imaginado participa del lenguaje y este es en sí la sustancia determinante de cómo se nombra y se entiende lo real, pero la precaución de esa aclaración tardía, acaso jurídica en primera instancia, puede ser leída en una lectura ulterior como una salvaguarda epistemológica.
Si bien antes del inicio de una hipotética secuela de Los vengadores sería irrisorio leer “basado en hechos reales”, o asimismo la explicación posterior de que nada de lo recién visto tiene una relación directa con la realidad, se podría afirmar sin ser temerario que la última entrega de Los vengadores: el juego final es una película “basada en hecho reales”. ¿No es esta una declaración impropia desde un punto de vista lógico? ¿Cómo puede ser verdadera una ficción?
Más allá de las virtudes cinematográficas de Los vengadores: el juego final, que reverencian los vínculos afectivos entre los superhéroes y las alusiones teóricas propias de la especulación científica —algo característico del universo Marvel—, hay un plus que se relaciona directamente con esta fábrica de mitos, una experiencia que ya casi no tiene lugar ni en el cine ni fuera de él. En las tres horas de película, el público experimenta algo que ya no le pasa en otras esferas de su vida. Por tres horas se produce una excepción epistemológica en masa: se detiene la incredulidad y lo que está proyectado en la pantalla es creído por completo. Este efecto de creencia es también un efecto de verdad. Se cree en lo que se ve, como si lo representado fuera una coincidencia o una adecuación entre lo real y lo escenificado.
Lógicamente, un superhéroe es una deformación de los viejos héroes mitológicos; ni siquiera hace falta leer a Joseph Campbell, que supo advertir esa afinidad cuando La guerra de las galaxias aún no había entrado a competir con el poder simbólico de la Biblia y el culto irrestricto de cuatro generaciones ininterrumpidas le había ofrendado fielmente su credulidad. El carácter evangélico de Star Wars, con sus genealogías, traiciones y batallas, será ostensible para quienes en el siglo XXII investiguen la cultura de los siglos XX y XXI.
El costado real de las ficciones populares, o lo que funciona como un sesgado documental en el culto pop por Los vengadores, es la expresión de un imaginario que conoce su representación y se canaliza. Una conjetura: lo que se ve es la verdad del deseo, una fantasía social liderada por una pequeña comunidad de hombres (y ahora también mujeres), representativa de lo mejor de la especie, que acude para restaurar el orden perdido. Frente a un mundo complejo que impide una homeostasis ecológica, económica y social, en la que un flujo permanente de cambio arrastra y devasta todos los espacios vitales, y cuyo correlato es la exigencia de una adaptación continúa y extenuante, una saga fantástica sublima la angustia y opera como un narcótico simbólico, porque corroborar que la vieja estructura del mundo se recupera constituye una demanda íntima y colectiva. Su conjuración imaginaria suministra una serenidad intermitente, el terror inconsciente se calma. Dicho de otro modo, las ficciones masivas pueden ser vistas como un documental del imaginario de nuestro tiempo, una muestra de la verdad del deseo constituido como relato. He aquí una relación misteriosa entre la verdad y el cine, en la que se invierte el sentido común por el que se postula al documental como un modo de representación ligado a la voluntad de verdad y la ficción como un paréntesis frente a ella. ¿Eso significa que el documental ya no registraría una huella de lo real?
En el momento que el cine se inventa y un dispositivo mecánico puede devolver lo real sin intervención de un sujeto que cuente lo que él o ella ha visto, la noción de verdad conoce una devaluación de su añejo esplendor metafísico. En el siglo XIX la noción de verdad con mayúsculas se pone en cuestión; con el perspectivismo de Nietzsche, acaso el mayor responsable de nuestro sentido común escéptico, la idea de que no hay hechos, sino interpretaciones de hechos, tomó un envión para llegar a nuestro tiempo como la verdad de la verdad devaluada. En efecto, en ese texto venenoso y locuaz, hermoso y devastador, titulado Sobre verdad y mentira en un sentido extramoral, Nietzsche aporta sin desearlo las bases para la banalización de una intuición genial, pero que un siglo después habilita y hace plausible la quimera de la posverdad, una ampliación acrítica del perspectivismo que el señor de los bigotes inmensos no quiso legar. De ahí en más, créase o no, la disputa general es conocida como una batalla insidiosa y amoral de relatos en pugna.
La verdad de nuestro tiempo que desestima la verdad en sí dice: todo es relato, y como existen muchos, estos entran en pugna. Enunciado de ese modo, la verdad no es otra cosa que un consenso móvil que surge del equilibrio dinámico de las disputas narrativas que intentan arrebatar el orden simbólico e impregnarlo de un esquema de valores. Si nadie consigue dudar seriamente sobre el capitalismo como forma de vida excluyente en la Tierra, incluso frente a su dinamismo depredador y asfixiante, es porque ese sistema está diluido y fijado en las bases mismas de todos los relatos. Es el relato que coincide con una noción de supervivencia, la verdad brutal y correlativa de las luchas de las especies. ¿Existe entonces algo que escape a ese imperativo narrativo? ¿Existe algo que pueda disuadir sobre la contingencia del poder de los relatos?
Una cámara prendida no necesita de nadie, excepto del primer gesto, el de darle inicio a su objetivo: registrar, grabar. De inmediato, surge una objeción. La posición de la cámara y el tamaño del plano recogen algo de lo real y dejan afuera una infinita proporción de lo real. La posición de cámara es un indicio mínimo de subjetivismo, y lo que sucede frente a ella, en tanto supone ser un registro documental, reúne posibles microeventos que no son productos de una planificación o de un capricho. Todo aquello que se resiste a los caprichos del discurso puede proponerse como una fuerza y un contrapeso de lo real que reviven la vieja concepción de verdad. Dicho cinematográficamente: en la puesta en escena siempre existe un resquicio que no está concebido en el guion, sea una ficción o un documental, una infiltración del azar que detiene la autosuficiencia del discurso y cualquier voluntad de clausura sobre lo que es. ¿No fue eso lo que entrevió André Bazin, el gran crítico y teórico francés del siglo pasado, cuando razonó que la singularidad del arte cinematográfico, por su dependencia ontológica respecto de la imagen fotográfica, consistía en capturar la cualidad por excelencia de lo real, su indeterminación, lo que él denominó la ambigüedad de lo real, que siempre resplandece tenuemente en el plano?
He aquí un ejemplo: si tomamos películas tan disímiles y distantes en el tiempo como Pajarito Gómez, Breve cielo, La fiesta de todos, Pizza, birra, faso y Lluvias de jaula, veremos que en todos esos films hay algunos pasajes que tienen lugar en cercanías del Obelisco. Si se reunieran esos fragmentos en un film de montaje, habría una dimensión documental, algo de la verdad de cada tiempo, huellas históricas y verídicas que no respondieron a la planificación del cineasta. Es la clandestinidad de lo real en toda puesta en escena, el film secreto dentro del film. Desde ya que, una vez que esos fragmentos se ordenen en un montaje, existen una intervención y un punto de vista. El problema es indisoluble, pero no implica por ende desestimar una idea de verdad independiente a la posición del intérprete.
Es que el cineasta, como también el pintor, el músico, el teólogo y aun el científico, también es un intérprete. El círculo hermenéutico, mal que les pese a los guardianes de la objetividad científica, es una situación infranqueable. El hecho de ser seres lingüísticos es una condición material de nuestra forma animal de adaptación al mundo. Nadie puede saltear el lenguaje, pero eso no significa renunciar a una relación con el mundo que no esté completamente sometida a la voluntad del yo y los otros. En esas coordenadas, el cineasta tiene hoy una opción política hermosa, casi heroica y a contramano del gesto dominante de la praxis comunicacional. El cineasta puede abstenerse de la constricción del relato. No tiene que obedecer el camino narrativo en el que se propicia una pieza simbólica más para la conformación de un consenso y su imposición perversa, llegado el caso, lo que hoy se conoce como posverdad. ¿Qué hacer?
El cineasta puede dedicarse a filmar las fallas del orden del discurso, allí donde tiembla el edificio conceptual y las mañas del relato son susceptibles a desorganizarse. Filmar el intersticio es acaso el máximo compromiso que puede establecer un cineasta con la verdad. En la recién mencionada Lluvias de jaula, el cineasta plebeyo César González devuelve una imagen de Buenos Aires que no se lee o ve en ningún relato. En ese film tocado por la gracia y la rabia, se observa por primera vez la relación secreta y topológicamente consustancial entre las villas miserias de Retiro y el microcentro porteño. El frente y el dorso, el cuerpo social y su espalda son asimilados por la puesta en escena. Es que el modo de filmar destituye cualquier explicación sociológica inmediata y demuestra sin tapujos la impericia y la abyección de las políticas disciplinarias destinadas a los habitantes de las villas. Allí, la relación estructural entre riqueza y pobreza se evidencia en demasía, allí se tocan con la mirada los imperfectos del discurso, porque González reúne indicios de una verdad histórica que ningún relato puede enunciar y los devuelve en planos cinematográficos. ¿Qué es un plano? Lo que una imagen no muestra, porque en el plano se puede observar la otredad revelada en su totalidad.
Fotogramas: Lluvias de jaulas (encabezado); 2) Los vengadores: el juego final.
Roger Koza / Copyleft 2019
Gran texto, Roger. Se me presentaron dos grandes cineastas al leerlo. Por un lado, en torno a verdad e imaginarios, la célebre expresión de Buñuel, aquella en la que afirmaba que los cines eran al siglo XX lo que las catedrales a la edad media. Por otro, y más en sintonía con lo que componés en torno del plano, la gran película de Kiarostami, Primer plano, en la que realidad y verdad se trastocan, se confrontan, se desmienten y se recrean.
Saludos
Muchas gracias. Esas referencias estaban en mi mente, pero elegí otros filmes y autores para trabajar sobre el texto y en este. Gracias por dejar mensaje. R