METAMORFOSIS. APROXIMACIONES AL CINE Y LA POÉTICA DE RAÚL RUIZ
“Hay ciertos films que no estamos seguros de no haber soñado. Son quizás los mejores”, escribe Serge Daney sobre el cine de Raúl Ruiz[1]. Es que en el país de las ilusiones, donde proliferan repertorios de simulacros, juegos y espectros, la obra del cineasta chileno encuentra sus mayores apuestas. Magia y realidad, ciencia y alquimia se mezclan y abren paso a jeroglíficos abracadabrantes. Pero esta forma seductora, enigmática, no está al servicio de satisfacer el gusto vacío o refinado de un esteta cercado por parámetros de calidad. En los pliegues de su talento para la improvisación se manifiesta, a la vez, el reverso de un cine hecho simplemente para agradar a grandes masas de público. Entonces, si la obra de Ruiz tampoco se puede apreciar según criterios de cantidad: ¿qué es lo que tanto atrae de su filmografía monumental, sobrevolada por el fantasma de la clase B? Valeria de los Ríos traza varios caminos que permiten entender por qué se trata de una genialidad provocadora, casi alucinada.
La autora se especializa en el estudio de narrativas audiovisuales y literarias del Cono Sur. Una obsesión se cierne sobre sus investigaciones: la recurrente atracción por los espectros. En 2010, coeditó El cine de Raúl Ruiz: Fantasmas, simulacros y artificios; al año siguiente, publicó Espectros de luz: Tecnologías visuales en la literatura latinoamericana; y, en 2015, Fantasmas artificiales: Cine y fotografía en la obra de Enrique Lihn. En Metamorfosis…, de reciente aparición, vuelve a sumergirse en las modulaciones inmateriales que conectan el mundo de los vivos y el de los muertos, ofreciendo un recorrido generoso, al mismo tiempo panorámico y detallista, por la poética de Ruiz. La dedicatoria –“A todos los que sueñan con otros mundos posibles”– abrevia el ímpetu de este libro.
“Pareciera que la práctica de lanzar películas hacia el futuro fuera una singular costumbre de Ruiz”, afirma de los Ríos en las primeras páginas de la “Introducción” (p. 10), en la que se despliega un mapa de nociones teóricas y críticas donde logran confluir algunos enfoques filosóficos (Nietzsche, Bergson, Deleuze) con el pensamiento del propio cineasta. La autora encuentra como punto de partida para sus reflexiones una idea muy à la Ruiz: detecta temporalidades mutantes, coincidencias desplazadas, circuitos a destiempo, que evocan las complejas transmutaciones del director, y también su persistencia. Su película número 121, La telenovela errante –un delirio que revela con humor y sarcasmo la actualidad social y política desde su costado más absurdo–, había sido rodada en 1990, pero sus archivos en 16 mm recién fueron recuperados y montados por Valeria Sarmiento para su estreno en el Festival de Locarno diecisiete años después. Como si fuesen recuerdos del porvenir, que llegan desde el más allá pero sin haberse nunca retirado del todo, el cineasta regresa por oleadas convertido en una imagen o un reflejo en el que las presencias y las ausencias se abisman. Un juego de relevos semejante es el que ocurre a lo largo del libro con las múltiples intervenciones que componen una especie de retrato a varias voces: para indagar la poética del cine, de los Ríos no hace distinciones tajantes entre el discurso de la academia, el de la crítica, el del director y el de los films. El resultado es un texto sólido y fluido, que irradia el entusiasmo por el cine y por el pensamiento de Ruiz.
En los niveles formal y diegético, la experimentación permite al cineasta desarticular la linealidad y desafiar las convenciones gracias a una narrativa lúdica, ligada al sueño, a los tiempos suspendidos y a la imprevisibilidad de la memoria. Algo parecido se plasma en los sucesivos capítulos que exponen una perspectiva resistente a la normatividad de una estructura rígida. “De la representación a la alegoría”, “Materialidad y comunidad”, “La pregunta sobre el Barroco”, “Narración, memoria y movilidad”, “Infancia y juego” y “Territorialidades y desplazamientos” brindan un conjunto de pistas para explorar el cine de Ruiz desde ángulos clave, que se rehúsan a ver las cosas desde una perspectiva ideal. Más bien, cada capítulo ilumina ciertos fragmentos de la obra, disponiendo un marco conceptual que funciona como hilo conductor y, asimismo, deja entrever otras derivas y otras intertextualidades que el lector puede ocuparse de prolongar por su cuenta.
Resultan, muy especialmente, interesantes los pasajes dedicados a la vida propia que los objetos, los animales y las plantas adquieren dentro del plano, como si estuviesen dotados de propiedades mágicas, al margen de las exigencias de verosimilitud, como en El tiempo recobrado (1999). En palabras de Ruiz[2], se trata de un “cine chamánico”, cuya poética materialista, comunitaria, objetual y animista configura “un cine capaz de dar cuenta prioritariamente de las variedades de la experiencia del mundo sensible”.
El barroco latinoamericano, que lo pone a resguardo del hermetismo, enlaza dos actitudes que no suelen presentarse entrecruzadas: el distanciamiento y la fascinación. Daney dice que los films de Ruiz son “cerrados, tramposos, laberínticos o maléficos” y que, por eso mismo, “tienen todos un loco encanto”. En efecto, tal como señala Valeria de los Ríos, el barroco aparece en este caso como una circunstancia histórica que converge con un momento de inflexión en su cinematografía, un antes y un después a causa del golpe de Estado y la inevitable salida al exilio, que obliga al cineasta a vivir territorial y lingüísticamente alejado de su lugar de origen y de su lengua materna. Por esta razón, “su obra comienza a desarrollarse en un espacio inventado, ficcional, multilingüístico, en el que se han borrado los puntos de referencia” (p. 58). En un contexto marcado a fuego por la represión, el exceso y el ocultamiento aparecen, complementariamente, como intentos de subvertir las normas.
La imagen es una trampa visual. Varios títulos presagian, en cierto modo, esta suerte de frustración perceptiva: El dominio perdido (2005), La hipótesis del cuadro robado (1979), El techo de la ballena (1982) son apenas unos ejemplos. Sucede que el cine de Ruiz, como explica Valeria de los Ríos, contiene y multiplica temporalidades fragmentarias, disonancias entre el ver y el decir, alegorías que parecen escombros, ruinas, trozos de la historia quebrada por el régimen dictatorial. A través de su narrativa excéntrica y autorreflexiva, con rasgos fantasmáticos a la par de un énfasis en el carácter corporal y sensible del propio cine, la obra de Ruiz entrega una forma peculiar del placer que consiste en dejarse perder entre sus anomalías. Porque es allí donde reside, justamente, su potencial revolucionario.
[1]Serge Daney, “La Ville des pirates (Raúl Ruiz)”, Cine, arte del presente, Santiago Arcos, Buenos Aires, 2004, p. 207.
[2]Raúl Ruiz, “Por un cine chamánico, Poéticas del cine, Universidad Diego Portales, Santiago de Chile, 2014, p. 105.
Metamorfosis. Aproximaciones al cine y la poética de Raúl Ruiz, Valeria de los Ríos, Metales pesados, Santiago de Chile, 2019, 125 páginas.
Julia Kratje / Copyright 2019
Una pregunta bastante improcedente, pero..¿algún día se digitalizará la obra completa de Ruiz? Y otra igual de improcedente: si se digitalizan, ¿perderán automáticamente el encanto embriagador de esa imagen vaporosa y narcótica..?
Se ve maravilloso el libro, y brillante la reseña
a propósito: la semana pasada vi de nuevo Las Soledades, donde vemos una niña en una escuela rural de Chile dictando refranes populares. Al mezclarse estas ocurrencias con una puesta en escena narcótica y adormilada, cuyo sentido parece escapar todo el tiempo como criminal, la película hace estallar en pedazos esa falacia que es la realidad y que mejor demuestra su sentido siempre suspendido a través del cine..
VIVA RUIZ!