MOSTRA DE CINEMA DE TIRADENTES 2020 (02): LA BARBA Y LA NUBE
Aurora es el nombre elegido por los responsables de la Mostra de Cinema de Tiradentes para privilegiar los hallazgos domésticos del cine independiente de Brasil. La sección empezó en el 2008, después de unos años de existencia de la muestra. Su principal figura fue un académico, un hombre de un gran espíritu libre llamado Cleber Eduardo, quien supo proponer un juego dialéctico en la propia programación conjurando así un sistema estético reconocible y clausurado. Eduardo supo calibrar una cierta tendencia libertaria en el cine de su país sin conferirle a esta una pauta poética y política repetible. Rasgos comunes, sí, fórmulas repetibles, no. En su período, logró erigir una experiencia estética abierta, quizás porque siempre quiso pensar, él y su equipo, en contra de sus propias certezas, a expensas del desconcierto que provocaba en algunas ediciones la inclusión de ciertos títulos en la sección.
La tarea de Eduardo, y ahora del nuevo equipo que lo reemplaza tras su renuncia en el 2019, entre los que están Francis Vogner dos Reis y Lila Foster, se puede abreviar del siguiente modo: indagar lo que aún no tiene siquiera rótulo y proviene más allá de las dos capitales excluyentes del país, aunque sin excluir a los cineastas paulistas o cariocas que resulten estar, en esos territorios, corridos del centro; reconocer las derivas formales y temáticas de una cinematografía que se mantuvo inerte por algunas décadas después de su florecimiento y apogeo de fines de los 70 y que volvió a reinventarse paulatinamente y de modo disperso a fines de la primera década de este milenio; tejer un entramado simbólico a partir de las evidencias que las propias películas enuncian y conjeturar entonces una inquietud colectiva en la que el cine y la fuerza de lo real se entrecruzan caóticamente.
El catálogo siempre se ha caracterizado por apoyar discursivamente la programación y explicitar además qué tienen en común las películas elegidas en cada año. Este año se habla “de una constelación de directores e directoras, colectivos y equipos, con modos expresivos que, con más o menos afinidades estéticas, apuestan por propuestas formales de una alta intensidad poética, crítica y sensorial”. El pasado no desmiente la aludida constelación: en este festival arrancaron A cidade é uma só?, Os residentes, Jovens Infelizes ou um Homem que Grita Não é um Urso que Dança, Baronesa, A Vizinhança do Tigre; esos títulos bastan para probar la eficacia simbólica de la Mostra y la justificación de su existencia. En ellos, reside lo mejor del cine brasileño contemporáneo.
El primer film de 2020 proyectado en Aurora se titula Sequizágua. Lo dirige un debutante, Maurício Rezende; está escrita por un hombre clave del cine independiente brasileño, Affonso Uchôa. El tema del film es la economía de una población de campesinos que no puede sobrevivir con sus cultivos debido a la sequía de la región. En un didáctico y dialéctico pasaje inicial, un hombre lleva en sus manos dos ramitas con las que puede detectar el agua subterránea caminando sobre una superficie seca, mientras su voz enumera la vida silvestre que supo existir en ese mismo territorio. El sonido recupera la historia, la imagen la contradice desde el presente. ¿Qué ha sucedido?
En el inicio, un hombre mirando a cámara glosa la desgracia de la región. Los intereses espurios de los poderosos y sus compañías alteraron el orden del ecosistema. En otros lugares puede ser la soja, aquí se trata del eucalipto; la racionalidad instrumental puede adjudicarle al monocultivo una oportunidad acelerada de ganancias, una forma de acumulación de riqueza que nunca alcanza a los moradores de las tierras de antaño, aquellos que aún insisten en restituir un modo de vida de otro siglo.
Así descripta, Sequizágua podría ser una película destinada a la denuncia, cuya fuerza política se edifica en el testimonio y la descripción directa de planos cinematográficos que prueban el ecocidio. En cierta medida, el film no abandona esa misión política, pero su poética está antes de la denuncia y por encima de los valores pragmáticos que prodiga visibilizar un drama “minúsculo”. ¿Qué sucede en entonces en Sequizágua?
En el prólogo hay un hermoso plano medio que puede ser la cifra de una poética. João, uno de los viejos moradores que aún conmemora los viejos tiempos en los que los choclos se amontaban y resultaban suficientes para el consumo propio y el intercambio por otros productos de necesidad, se detiene en un paisaje yermo. Su barba blanca a la izquierda del plano parece sintonizar con la única nube existente en el cielo. La combinación es increíble.
La relación entre la blancura de la barba y la formación de vapor del mismo tono cromático puede ser antojadiza y una feliz coincidencia en el encuadre, acaso una azarosa amalgama que induce a pensar en la relación entre la falta y la necesidad, entre aquello que crece y precisa de un estímulo meteorológico que nunca llega. La reunión de estos dos signos heterogéneos puede instar a una hipótesis aún más discutible, pero no menos hermosa, como si aquí estuviera la intuición del film: frente a la sequía, los hombres y las mujeres pueden obstinarse en la espera y al mismo tiempo acudir a la ficción mientras ejercitan su paciencia. Ese es el camino tomado por Rezende y el que emprende con sus personajes, pero el cineasta es asimismo capaz de cobijar las costumbres de los moradores, que sienten en la teología heredada una respuesta a las súplicas, moradores en los signos de su ficción. En el propio corazón de la película, la ficción recoge las ficciones que constituyen un esquema de interpretación del mundo de la comunidad; el registro documental de la imaginación reside en la religión, y esta dista de estar sellada en la literalidad del dogma. En los dos pasajes donde se reza y se reavivan ritos pretéritos, se filtran interpretaciones alocadas y alguna que otra práctica demasiado lúdica para la vara de corrección eclesiástica. Esa particularidad de un imaginario se entreteje perfectamente con la voluntad de ficción que se impone sin prepotencia.
Lentamente, Sequizágua avanza sobre la evidencia documental de sus materiales y los ordena en una zona limítrofe donde se reescriben con una lógica propia de la ficción que se nutre de experiencias reconocibles para cualquier miembro de la comunidad retratada: los viejos y los adultos desean persistir y recobrar una vieja forma de vida; los más jóvenes vacilan entre quedarse en la región y ayudar a reconducir un viejo estilo de vida o simplemente emigrar a los centros urbanos; los más pequeños aprenden, juegan y se suben a los árboles, observan a sus hermanos mayores y escuchan a los padres envejecidos. La vida cotidiana se rige por la reiteración y los instantes de fuga. Recoger esos indicios y hacerlos ficción es virtud del buen cineasta.
Es así como, sobre tales circunstancias innegables, Rezende añade detalles que trastocan la mera transcripción de lo dado en un contexto y en un tiempo. Y, con tan poco, lo consigue, porque basta que un niño y su amigo vayan por unos yuyos curativos para aliviar la jaqueca de su madre y que en la misión se pierdan en un bosque para que se ponga en marcha lo impredecible de un cuento. Con eso solo, por ejemplo, se introduce el mejor de los suspensos, y así vemos la búsqueda que emprende su hermana, Débora, preocupada porque los chicos no aparecen. Ella, por cierto, es el centro de dignidad de todo el film. Verla jugar con sus compañeros de curso al “amigo invisible”, enseñar matemáticas a su hermano, cuidar a su madre y su padre, como también ir a un baile o incluso descubrirla pensar es la gloria del film.
Pero ¿cómo es posible filmar el movimiento del pensamiento? Es suficiente con idear un plano y contraplano en el que Débora contemple la partida en moto de su amiga más cercana a la ciudad, sostener su mirada en una subjetiva sin tiempo en la que la figura de su amiga subida al vehículo se pierde como en alguna película de Kiarostami o introducir el canto de las chicharras como banda de sonido de un ecosistema que expulsa a sus criaturas. Y también, ¿cómo filmar la dignidad? Alcanza con elegir el momento justo de un relato en el que los hombres que trabajan la tierra se detienen y descansan, y el cineasta, decidido a verlos en su breve pausa, les dispensa la atención merecida. Es así como cuatro planos fijos irrumpen en el relato y ese sustantivo que tanto se repite, el de la dignidad, y del que nunca se sabe muy bien qué significa, se patentiza por la gracia de la fotogenia. ¿Cómo no sentirse conmovido frente al sudor en el brazo izquierdo de un hombre, esa materia líquida que suele ser el fuera de campo de toda labor física, que apenas se alcanza a ver por un segundo en el último retrato de esa secuencia? En esa microscopía reside el encanto de Sequizágua, un film que, en el apuro, muchos le estamparán la mezquindad de su entendimiento al juzgarlo como una película pequeña.
Roger Koza / Copyleft 2020
Muito obrigado pelo texto, meu amigo.
Que seus olhos continuem brilhando.
Um abraço.