MOSTRA DE CINEMA DE TIRADENTES 2020 (04): LA MÚSICA DEL CEREBRO

MOSTRA DE CINEMA DE TIRADENTES 2020 (04): LA MÚSICA DEL CEREBRO

por - Festivales
31 Ene, 2020 08:31 | Sin comentarios
Antes de estrenar Luz nos trópicos en Berlinale, Paula Gaitán empezó el 2020 con un retrato notable de los que viene haciendo hace un par de años.

El viento en sí es infilmable; el pensamiento también. En las hojas el viento adquiere existencia; su paso se verifica en el movimiento de los árboles, habitual y gratuita coreografía cinematográfica siempre disponible a los ojos. Nada más hermoso puede percibirse del (inexistente) reino de lo invisible, en el orden de la naturaleza, que el viento. El pensamiento es un poco como el viento; se constata la actividad que se le reconoce en el empleo de las palabras, es decir, la inteligencia es en el lenguaje, gracias a una agrupación en red de sonidos tipificados que salen de la boca y que asimismo pueden ser transcriptos en dibujos ancestralmente establecidos. Hablar, leer y escribir son actos naturalizados, ya no sorprenden. No es muy imaginativo suponer que una inteligencia de otro orden sentiría asombro frente al alcance de las palabras, fenómeno exclusivamente humano. Si esa inteligencia no humana se habituara a observar, tal vez reconocería el mismo tipo de movimiento entre el viento y el pensamiento. ¿No es el pensamiento y el viento lo que estos son a las hojas y las palabras?

Filmar el viento ha sido una especialidad de algunos cineastas, y no faltan los porfiados que intentaron filmar el pensamiento. Ivens, por un lado, Resnais, por el otro. Hay muchos nombres en ambos casos, y a veces se deslizan de un lado al otro sin dificultad alguna.

No es novedad alguna que el cine trabaja sobre un modelo de representación en el que la actividad del pensamiento es decisiva. El montaje no es otra cosa que una extensión de los procedimientos ultraveloces de reconocimiento, asociación, comparación, separación y agrupación con el que el pensamiento se mueve gracias a la relación inmediata de palabras en la actividad eléctrica del órgano pensante. El montaje es pensamiento en suspensión. ¿Qué sucede, entonces, con la contraparte: el registro de la actividad en sí de pensar? No basta, en principio, con solamente filmar el empleo de la palabra.

En la extraordinaria É Rocha e Rio, Negro Léo, Paula Gaitán accede a este misterio. El pensamiento libre y rizomático de su retratado, Negro Léo, un reconocido artista musical (casado con la hija de la directora, Ava, y también cineasta y música), se vuelve tangible, casi táctil, como si se tratara de un striptease del pensamiento y, no por eso, de la intimidad del artista.

Los dos primeros planos introducen el orden doméstico. Vistos en contrapicado, desde el primer piso de algún departamento de Río de Janeiro, Léo, Alba y su hija miran a cámara desde el balcón. Es un típico departamento de clase media. Entre las cosas que dicen es que llega la abuela, y viene a filmar. Ya en el interior del departamento, del que apenas se verá el living (y más tarde una sala intermedia que lleva a la cocina), los primeros minutos son tan desconcertantes como misteriosos. Léo está por hacer una gira en China y con su mujer buscan algunas páginas de internet relacionadas con distintos músicos de la escena musical de aquel país, aunque la búsqueda se vuelve errática y disimula ser antojadiza. Hasta aquí han pasado casi unos 15 minutos y ese lapso de tiempo se siente. ¿Se trata de una estrategia? Tal vez.

En efecto, el prólogo puede ser visto como una preparación, o aun una condición de posibilidad, para que el pensamiento tome envión y abandone el reposo; esa espera sin destino, casi irritante, constituye una prueba: ¿por qué ese retraso inicial? Poco tiene de indolente, y acaso se trate de una intuición: la confrontación con el tedio es inherente al acto del pensar, su reverso asfixiante, también un abismo, porque todo pensamiento presiente en ocasiones la amenaza de la futilidad de lo que se puede decir. Ver gente “perdiendo” su tiempo puede ser tan embarazoso como observar a alguien frente a cámara hablando sin parar. El primer momento del film aliviana el camino posterior; la atención dispensada al personaje no sería la misma. Y, de ahí en más, nada detiene a Léo, absolutamente nada. Mirando a cámara, el músico discurre por más de dos horas, interrumpido dialécticamente por dos intervalos musicales heterodoxos (y aquí Gaitán vuelve a demostrar su pericia para pensar el sonido en el cine) y algún plano hermoso de transición que media entre la verborragia y dos segmentos musicales, uno en la propia casa y otro en un concierto. La sospecha es inmediata: ¿qué puede decir un músico?

Su atuendo y su look casi jamaiquinos están en las antípodas de las poleras de los existencialistas franceses de la década de 1960 y la austeridad clásica de la indumentaria de hombres (y mujeres) del pensamiento, pero el joven músico no necesita ser parisino ni ateniense; tiene la misma elegancia y sagacidad discursiva de un Deleuze frente a cámara y la misma capacidad asociativa de un Sloterdijk en libros como Esfera. ¿Una exageración? De ningún modo, y el film así lo demuestra por más de dos horas y media.

Si habría que encontrar un símil de Léo, que también pasó por la universidad, el filósofo afroamericano Cornell West sería el más indicado. Como Léo, West piensa como si estuviera improvisando con una trompeta en medio de un tema interpretado por un cuarteto de jazz. Una idea lleva a otra y así sucesivamente. El silogismo es superado por una actividad frenética de yuxtaposiciones y enlaces conceptuales. La referencia al bebop primero, y posteriormente la abierta admiración expresada por el joven al free jazz de Ornette Coleman, como algunas de las referencias musicales en su carrera, explican también los patrones rítmicos de su pensamiento y el tono discursivo, el cual desconoce sistemáticamente los razonamientos binarios y el escalonamiento gradual direccionado a una conclusión. No hay arriba, ni abajo, ni mayor ni menor, todo estímulo es decisivo para el trabajo del pensamiento, y nada queda afuera de este.

Es notable. La deriva constante, la asociación incesante, las conjunciones inesperadas nacen de un hombre que ha elegido la música para estar en el mundo e incluso transformarlo, pero que concibe la música como una posible o indirecta praxis filosófica y política. Es que Negro Léo puede citar a Hegel y a una banda colombiana que solamente él conoce, especular sobre el régimen capitalista chino como una excepción diabólica del Este al dominio histórico no menos perverso de Occidente, proponer genealogías musicales diversas, elogiar ciertos logros del gobierno de Lula, demostrar la vileza del neoliberalismo, identificar los obstáculos de la izquierda para pensar ciertos fenómenos brasileños, desentenderse de la tradición portuguesa  como parte de la identidad nacional de su país e insistir sobre el racismo recalcitrante que aún instituye un orden social específico en Brasil. Hay momentos de una inspiración admirable, como cuando sugiere la hegemonía estética de la cultura africana en los conceptos rítmicos de la música popular del siglo XX. En el modo de razonar del músico, todo tiene cabida y ningún signo se organiza por encima de otro. Lo culto y lo popular, la erudición y los saberes ancestrales coexisten y se cruzan a una velocidad magnífica en la que el plano casi siempre fijo de Gaitán suministra el contrapunto exacto para que se sienta la actividad del pensamiento sin distracción alguna. Es que la persistencia de un registro fijo y frontal, sin grandes cambios de ángulos, y la duración llevan a que el pensamiento se constituya en una exterioridad compleja y viviente que es filmada en tanto que el cuerpo del músico es en sí la superficie de cientos de discursos que lo habitan. He aquí un bendito caso de un hombre-multitud, o de una soledad poblada por una multitud, como decía Jean-Luc Godard.

El momento más lúcido e intelectualmente emocionante de todo el film es aquel en el que Léo desmonta la típica operación crítica de la ilustración progresista frente al advenimiento reaccionario y bíblico que dirige hoy Brasil, del cual desde una presunta superioridad intelectual se estigmatiza a los creyentes y sus pastores sin discutir con estos frente a frente y a la misma altura. Cuando este sugiere que la discusión con los neopentecostales debe ser exegética, demostrando la construcción monstruosa de estos teólogos que han resucitado un Dios del castigo sin ninguna tradición que ampare a los fieles del literalismo caprichoso de sus guías espirituales, el film alcanza su punto máximo de lucidez. Lo que señala excede al caso brasileño, y asimismo a la teología política no ilustrada que avanza en el continente.

En el documento, Negro Léo es Leonardo Campelo Gonçalves; tiene 36 años y está casado con Ava Rocha, cineasta y música. Es muy probable que el suegro de Léo hubiera sido muy feliz de saber que su hija tiene un compañero como él. Es que el yerno de Glauber Rocha no desentona con el legado de uno de los más grandes cineastas de Brasil; más bien retoma la libertad de aquel y, como si fuera un Frank Zappa del cono sur, en otra clave política pero no menos libertario, piensa al mundo con la misma desobediencia que inauguró Glauber. Mientras tanto, Gaitán, que hace mucho tiempo o desde el inicio, siempre fue mucho más que “la mujer de Glauber” lo filma, y suma así otro retrato glorioso de los tantos que viene haciendo en los últimos años.

Roger Koza / Copyleft 2020