EL PENSAMIENTO VIVO EN IMÁGENES EN MOVIMIENTO: ESTHER DIAZ EN EL CINE
“Cualquier pez puede nadar cerca de la superficie, pero solo las grandes ballenas son capaces de descender más de cinco millas… Desde que el mundo es mundo, los buceadores del pensamiento regresan a la superficie con los ojos inyectados en sangre”. La cita pertenece a un genio: Hermann Melville. Con esta magnífica descripción literaria, Gilles Deleuze recordaba a un pensador que admiró: Michel Foucault. Esther Díaz, una de las grandes pensadoras de nuestro país, ha dedicado muchísimas páginas a los dos filósofos, pero no es una comentarista pedagógica de las complejidades de ambos. De ellos, más bien, adoptó un gesto, el más difícil: hacer experiencia de los conceptos, o probar hasta dónde alcanza una idea filosófica en el trayecto de una vida.
Es esto lo que devela Mujer nómade, la notable película de Martín Farina, un cineasta que viene trabajando desde sus inicios en el retrato. Tomó alguna vez a un equipo de fútbol, también le prodigó un film a un hombre desconocido que fabricaba ladrillos y registró a Raúl Perrone rodando una película. Los retratos de Farina tienen la virtud de extraer la intimidad de sus criaturas. En esta ocasión, eligió acompañar a Esther Díaz, una dama del pensamiento, una mujer que hizo de la vieja tradición que empezó con Sócrates un camino de vértigo.
En Mujer nómade, Farina acompaña al personaje: puede estar en un gimnasio, en una conferencia, teniendo sexo con un joven o hablando en un estrado para cientos de personas. El lugar no importa, porque el film consigue lo imposible: ver los efectos del pensamiento sobre el alma y el cuerpo de la protagonista.
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Roger Koza: ¿Cómo surgió este film y de qué modo trabajaron con Farina?
Esther Díaz: Surgió como suele surgir un amor, cuando menos se lo espera. Y siguió, como suelen seguir los amores, con satisfacciones y desencuentros. En las postrimerías de 2015, mi colega y crítico de cine, Oscar Cuervo, me invitó a su programa radial La Otra. Ahí me encontré con Martín Farina, a quien conocía desde hace diez años, pero solamente lo veía en dicho programa. Un año antes él me había enviado una película suya que no pude ver en el momento, entre otras cosas, porque mi hija estaba muy enferma. Finalmente murió. Además de estar estragada por esa pena, estaba sufriendo otra herida narcisista. Me habían obligado a jubilarme. Cuando me paré ante esta dolorosa encrucijada, decidí no dejarme colonizar por el dolor. Sufriría, pero apostando a la vida. Lo primero fue cumplir con lo que había dejado sin resolver. Una de esas “deudas” era ver la película de Farina. Pero no logré entrar al vimeo. Pensé que había cambiado el código de acceso. Cuando lo volví a ver –un año más tarde–, me excusé por no haberle hecho la devolución de su película. Este gesto lo conmovió y me preguntó si quería ver todas sus películas. Acepté y le di las devoluciones positivas que su obra merece. A continuación, me propuso hacer un documental sobre mi vida, algo que no me parecía viable porque en ese momento yo solamente leía, escribía y veía cine (me desconecté de la sociedad durante lo más álgido del duelo). Farina insistió, me dijo que aspiraba a que su cámara captara cómo la filosofía atraviesa un cuerpo. Con esa frase di el sí, a condición de que la tarea fuese rigurosa. Eso no es problema para Martín, ya que es su modo de trabajar. Pero a veces era tan riguroso que lo tenía que frenar. Durante tres meses nos encontrábamos varias veces por semana, varias horas. Yo hablaba, él tomaba nota. Un día le dije que trajera la cámara. Filmamos lo que pasó a ser la primera escena de Mujer nómade. La hicimos varias veces hasta que nos conformó. Pero lo que le cuento a la cámara en esa escena es tan duro para mí, que nunca se lo había contado a nadie, ni lo volví a contar. Durante un año, Farina solo (o con otra persona) grabó mi vida cotidiana y el relato de mis recuerdos. Hubo otro año de montaje en el que eventualmente tuvimos que volver a grabar escenas o relatos. El caso es que en el mundillo filosófico –quienes no sabían de la película– decían que Esther Díaz es tan excéntrica que anda con dos cámaras que la siguen por la vida.
RK: Usted parece haber tomado un camino que no es el más transitado por el filósofo académico. Los conceptos son para usted una incitación al experimento subjetivo. Al respecto, hay un término del Michel Foucault tardío, “parrhesía”, con el que usted se siente cómoda para pensar su lugar en la película de Farina. Se trata de una voluntad de decir la verdad asumiendo riesgos. ¿Por qué este término y qué riesgo cree usted que toma en este film?
ED: Supongo que el primer motivo de mi camino “diferente” se debe a que, hasta mis treinta años, fui una piba de barrio. Como mis padres no me dejaron estudiar ni siquiera el secundario, cumplí con el mandato: virginidad, casamiento, hijos. Mi marido resultó alcohólico y golpeador, me divorcié. Para mantenerme y criar a mis chicos, puse una peluquería en Ituzaingó. Pero a mis veintiséis años no soporté más el estigma de no haber estudiado. Comencé el secundario, que finalicé en dos años (trabajaba de día, cursaba de noche y, además, daba materias libres), ingresé a FFyL. También el grado lo hice en tiempo récord y, aunque soñaba con el posgrado, tomé distancia de la Facultad porque eran los tiempos de la Triple A, seguidos por la dictadura. Los sobreviví ayudada por los cineclubs y los grupos de estudio sobre Hegel, que hice con el profesor Andrés Mercado Vera, en su domicilio. Cuando llegó la democracia, descubrí a Foucault. Este autor hablaba contra la represión y la discriminación; para él el cuerpo es político; argumentaba a favor de la libertad y del coraje de la verdad (parrhesía), ponía en valor el deseo en general y el sexual en particular. Eso era lo mío. La película de Farina me dio la oportunidad de ver en imágenes centelleos de mi vida y pensamiento. No atenerme a códigos predeterminados por la familia, la moralina o luego la academia; sino por lo que considero que es mi proyecto: ir de frente, sin anestesia, sin careteadas. El riesgo que asumo en esta película es interpelar al espectador desde el cuerpo, las emociones, los deseos; también desde los preconceptos machistas y los prejuicios respecto de la sexualidad de las señoras mayores. La sexualidad de los viejos está ninguneada. Y, si no morimos, todos llegamos ahí.
RK: El film arranca con una especie de confesión, a propósito de un episodio extremo en su vida. La película la desnuda, en cuerpo y alma. ¿Hasta que punto cree usted que este film y usted participan de un imperativo epocal en el cual la intimidad se ha constituido como sustancia pública excluyente? Y si no fuera así, ¿cómo concebir el film en nuestro contexto?
ED: “Nadie puede salirse de su pellejo”, dice Hegel, en el sentido de que nadie puede salirse de su tiempo. Así pues, también yo me pliego a esta difuminación de los límites entre lo público y lo privado y, aun cuando transgredo, estoy tratando de traspasar límites apocales, si bien heredados de nuestros ancestros. Pero incluso en mi “excepcionalidad” también tengo límites. Ese fue uno de los motivos por los que, a veces, hemos disentido con Farina. Por otra parte, considero que la muerte y el deseo son nodales en este film. Es cierto que la intimidad se ha constituido en algo público, aunque sería discutible si excluyente. Sin embargo, en cualquier época hubo mujeres que “despertaron de su sueño dogmático”. Sin compararme con ellas, pero teniéndolas como ideas regulativas, se me ocurre citar a Safo, poetizando su pasión por las mujeres en un restrictivo mundo de varones, o Juana Inés de la Cruz confesando su amor a la virreina en épocas de Inquisición, o Juana Azurduy capitaneando guerreros en los pacatos tiempos de la colonia, como ejemplos de la vida real; y la Nora de Casa de muñecas, de Ibsen, en la ficción decimonónica.
RK: Uno podría decir que este es un gran film sobre el deseo y también sobre el instinto de muerte. ¿Lo ve así? Así como usted cuenta un intento de suicidio, en el film se la ve feliz teniendo sexo con un hombre muchísimo más joven que usted.
ED: Sí, acuerdo en que el deseo y la muerte son inseparables. La petite morte, le dicen los franceses al orgasmo; más allá del principio de placer está la muerte, para Freud; o la muerte y el deseo aunados con el clímax en Matador, de Almodóvar. Este concepto sexualidad-muerte lo utilicé en mi libro de relatos sexuales, El himen como obstáculo epistemológico. Ahí tomo fragmentos de La cautiva, de Esteban Echeverría y, cambiando algunos términos del poeta, hago que un gaucho copule con una muerta. En otro relato digo que la angustia estimula el deseo sexual y, el hit de ese libro, que se titula “Polvos de cartón”, trata de una intelectual –hablando en primera persona– que disfruta de una orgía con cartoneros en plena crisis argentina de comienzos de 2002. En cuanto a la edad del partenaire sexual, entiendo que es totalmente irrelevante, solemos darle importancia simplemente porque es un prejuicio machista, que la mujer no puede acostarse con hombres más jóvenes. No pasa nada si la situación es inversa (varón con mujer más joven). Disiento con esa posición, creo que no habiendo menores implicados y consintiendo ambos, la edad no tiene ninguna importancia. Lo importante es el deseo.
RK: El concepto de nomadismo aplicado a la subjetividad se suele utilizar sin mucho rigor. Usted dice algo al respecto en el film. Por su parte, Farina trabaja estructuralmente adoptando una vía fragmentaria y además propone en dos ocasiones una multiplicación de su presencia. ¿Qué relación existe entre nomadismo e identidad, dos términos que aparentemente son opuestos, en tanto que uno alude a un devenir y el otro a un detenimiento o una fijación?
ED: Poder captar ese concepto en palabras es un gran mérito de su parte, que le agradezco. Pues son opuestos que se complementan. Ser nómade es devenir, decodificarse, encontrar líneas para liberarse de los imperativos contrarios a la vida y alivianarse de culpas; mientras fijarse a una identidad es consustanciarse con una manera de ser en el mundo, adherirse a una praxis que –para los griegos– es modo de ser. Esa conexión entre heterogéneos que forman máquinas deseantes es ser nómade, es dejar de ser objeto para devenir sujeto. Sin olvidar que se puede ser nómade sin moverse del lugar. Viajar, crear, volar sentado en una butaca de cine, construyendo una obra con el intelecto, viendo una película, como las de Farina que, desde la magia de un montaje fragmentado, logran una unidad de sentido. Hay una identidad fija que se consolida en el devenir nómade.
RK: ¿Por qué le resultaba tan decisivo doctorarse? Usted retoma ese logro como un triunfo mayor de su historia personal. Quienes la asocian a una rebeldía irrestricta, quizás se sorprendan con ese objetivo crucial en su vida. En el film este evento funda una trayectoria.
ED: Por mi historia de vida, ser una académica que ha llegado a doctorarse, ser profesora titular regular en la UBA, diseñadora y directora de posgrados, revistas académicas y centros de investigación es tan transgresor como ser amazona en un mundo paternalista. Lo “normal”, lo esperable por mi familia y el imaginario social para una chica de clase humilde a mitad del siglo pasado era casarse, ser madre y ser abuela. Punto. Mi padre, que no me permitió estudiar por ser mujer, decía que yo le iba a “traer el doctorcito”. Yo rumiaba mi odio ante ese mandato y pensaba en silencio: “Yo seré la doctorcita”. En el film ese evento funda mi trayectoria y lo considero un gran logro de Farina, porque también funda mi vida.
RK: En alguna ocasión hemos hablado sobre la presunta incongruencia que han visto algunos entre su retórica libertaria y su paso frecuente por el quirófano para refrescarse el rostro. Esa objeción tiene algo de reaccionaria en tanto que presupone un esencialismo de la cara. ¿Cómo ve esta objeción?
ED: La primera imagen que surge ante su pregunta es mi rostro en un espejo mientras me maquillaba hace veintiocho años. Cada día, resaltaba el color claro de mis ojos con delineador negro. Pero esa mañana, el pincel de pelo de camello “chocó” con un pliegue que estropeó el delineado. Era una arruga. No me gustó y, como una extensión de mi cosmética cotidiana, pensé: “Hay que hacer un lifting”. Ahorré dinero y, tan pronto como pude, me hice operar. No para esconder la edad. Eso es imposible, siempre digo mi edad. Ahora, por ejemplo, tengo setenta y ocho años. Pero no me gustan las arrugas y mitigarlas con tecnología lo encuentro tan natural como que un varón se afeite con afeitadora eléctrica. Obvio, no existe tecnología que borre las arrugas, pero las alivia. Decir que es más digno envejecer con arrugas es tan irracional como decir que es más digno que un hombre envejezca dejándose la barba. La crítica a la mujer que se “refresca” es un prejuicio machista. Prejuicio que también sostienen algunas mujeres, porque el machismo no es patrimonio de algunos varones. Decidí mostrarlo como acto militante. Mostrar que una mujer es tan libre que, enfrentando los prejuicios, hace uso de su libertad no solo siguiendo una vocación contra viento y marea, sino también transformando su cuerpo y, fundamentalmente, comunicándose no solo con el pensamiento, sino también con su imagen independientemente de su edad y de sus gustos sexuales. O a pesar de ellos.
RK: ¿Qué le diría a alguien que ve en Mujer nómade un ejercicio posmoderno de obscenidad narcisista? O dicho de otro modo: ¿por qué es este un film que es ostensiblemente una extensión de su obra filosófica?
ED: Porque en un tiempo en que la imagen importa más que la palabra y que la piel –los acontecimientos no existen si no están registrados digitalmente–, el cine me dio la oportunidad de expresar conceptos filosóficos con la imagen o a través de ella. Para leer un libro de filosofía se necesitan muchas horas, “filosofía es leer despacio”, dice Nietzsche. Esta película dura solamente una hora y catorce minutos. Es cierto, no se sale de ella sabiendo filosofía, pero es como un seminario. “Seminario” viene de semen, es decir, semilla. En un seminario o en una película arrojamos semillas, algunas se pierden, se secan, no germinan; pero otras prenden, cobran vida, se agrandan y dan frutos en la subjetividad que la ve y escucha. Cuando después de ver Mujer nómade alguien me dice: “Me sentí identificado con esta película”, siento que con Farina y quienes colaboraron en la realización somos aprendices de pequeños Sócrates, pero tecnificados y en el tercer milenio.
Fotos y fotogramas: Los libros de Díaz; 2) Mujer nómade; 3) Esther Díaz en su casa; 4) Mujer nómade.
*Esta entrevista fue publicada en otra versión y con otro título por la revista Numero Cero en el mes de agosto 2018.
Roger Koza / Copyleft 2018
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